jueves, 22 de febrero de 2024

 LA GRIETA



Era un vaso de vidrio grueso y de aspecto venerable, de esos de gran capacidad y más que probada estabilidad. Había resistido bien la furia del estropajo y la agresividad fría y despersonalizada del lavavajillas.

Otros habían caído. Unos al precipitarse al suelo en la, a veces, desordenada actividad que seguía a cada celebración en la cocina de los Bueno Ruiz, durante la cual cada uno de los invitados intentaba ayudar sin saber exactamente cómo hacerlo y otros por la torpeza o inexperiencia de los más jóvenes que también trataban de ordenar a su manera la vajilla y los cubiertos. Otros, los más, por la simple acción del tiempo habían ido perdiendo trasparencia y habían acabado, sin más, exhalando sus últimas fuerzas. Estos expiraban de un día para otro, estallando en el microondas o arrojándose en suicida actitud desde lo alto de una pila de platos inestable y caprichosa.

Era un vaso callado, solemne, atemporal, con esa especie de pátina que el tiempo y las vivencias dejan sobre los que han sido importantes y han sabido hacerse  imprescindibles.

Era ya un vaso único. El último de su estirpe.

Virginia lo utilizaba por las mañanas para tomar el primer café de la jornada y de nuevo a mediodía para ese reconfortante y placentero vino de verano que desde no sé cuándo suele acompañar sus almuerzos. Rocío y Pedrito se apañaban con sendos vasos de vidrio de regular calidad y diseño simple y cateto de esos que se venden en las grandes superficies  -de IKEA tal vez- y que no sé cómo habían llegado a nuestro mueble de cocina. Allí, uno y otros convivían en forzada camaradería con dos o tres vasos de Nocilla y con un escuálido y frío vaso de tubo que alguien, distraídamente, trajo de alguno de los bares del puerto después de una noche de fiesta descontrolada.

Entre los vasos, el de Virginia gozaba de un respeto evidente, manifiesto e incontestable, ocupaba un puesto preferente porque era el primero en ponerse a trabajar cada mañana, era el jefe envidiado, era el maestro y el ejemplo, era –por decirlo así- una institución y un mito.

Cierto día oí a Virginia charlando con mi Rocío.

-Tengo que acercarme a ver vasos- dijo.

-¿Vasos?- preguntó mi hija.

Por la explicación que siguió entendí que, ante la posibilidad de que algún día ese vaso excepcional dejara de existir, habría que buscar otro de similares características, básicamente, uno bien amplio y muy, muy resistente.

No quise darle mayor importancia al hecho en sí aunque me quedé expectante ante la probable eventualidad de que tuviera que ser yo quien al final se encargara de la gestión del problema. A menudo, este tipo de encargos terminan con un previsible “esto no es lo que te dije, no estás pendiente, no se te puede pedir nada”.

Pasaron varios días y cierta tarde, la flor de mi vida, mi noche y mi día, mi amada Virgi, va y me dice  “Perico, tienes que bajar al coche, que me he dejado un paquete con media docena  de vasos nuevos que he comprado para la cocina”.

-Pero ¿qué vas a hacer con tu vaso de siempre? – inquirí.

-Hombre, Perico, ese lo sigo usando yo porque a mí me gusta el café en vaso grande y ese es mi preferido y tal y cual y nohequé más- me respondió ella. O algo así.

Juraría que oí murmullos en el mueble. Creí percibir una leve  agitación, un coro casi inapreciable de suspiros apagados y  sordos. Algo acababa de suceder en el pequeño universo de los vasos de mi cocina.

Rumiando la idea de que algo se estaba fraguando en el mundo de los vasos, mascando la tragedia, anticipando la tormenta como los viejos marinos presienten la tempestad y anuncian la galerna y el mistral, así bajé al coche a por la caja de seis unidades de “vasos nohequé, de gran calidad, aptos para agua y vino”.

Virginia siguió usando su viejo vaso de Duralex, sobrio y enjundioso, dio pasaporte a los de Nocilla, depositó los del Ikea en el contenedor verde sin la menor piedad, se deshizo del indolente y estúpido vaso de cubatas y situó a los recién llegados en la leja pertinente, a escasos centímetros de su vaso preferido, de su vaso de siempre.

Durante algunos días nada especial sucedió en este universo de vidrio y porcelana. Virginia continuó dándole uso a su vaso habitual, a su fiel compañero en los cafés de madrugada.

Ayer, muy temprano, vi desde la cama que había luz en la cocina. Virginia había madrugado más de lo usual y por la campanilla del microondas deduje que se acababa de preparar un Nescafé. Olía a pan tostado. A veces pienso que el cielo también debe oler a pan tostado. De lo que no estoy tan seguro es de que mi Virgi vaya a ir a prepararse tostadas allá arriba cuando, por mor del destino, algún día fenezca… porque es muy mala.

Me levanté y me dirigí a lo que yo llamo “el laboratorio”, mi flamante y enorme cocina.

Allí estaba mi contraria saboreando un café oscuro y bien caliente en uno de los vasos nuevos.

Di un beso a mi cari como viene siendo habitual después de más de treinta años cada amanecida y me sorprendí al ver cómo sorbía café calentito de uno de los vasos adquiridos un par de semanas atrás.

-¿Y eso?- dije. ¿Y tu vaso?

-No se -dijo ella encogiéndose de hombros-. He cogido este no sé por qué.

La experiencia de saborear ese primer café del día en uno de los vasos nuevos debió satisfacer a mi compañera de alegrías y sinsabores porque a la mañana siguiente repitió el gesto. Después, se puso guapa  y marchó al tajo, a enseñar a los chavales a manejar la sintaxis y las rimas y las prosas y toda esa… Bueno, todo eso.

Me tocó fregar los cacharros depositados en el fregadero, como suelo hacer cada día a media mañana.

Una vez secas las cucharillas, los vasos y el plato de las tostadas, abrí el armario a fin de recolocar cada cosa en su sitio. Fue entonces cuando lo vi.

Allí estaba. Sereno. Demasiado sereno. Sentí una suerte de conmiseración y tristeza, de compasión y misericordia.

Lo cogí y lo contemplé a la luz de la cortina del patinillo a medio descorrer. En la base, perfecta y extrañamente dibujada, podía verse una grieta. El vidrio exhibía una herida irreparable y letal que se había producido en el silencio de la noche.

Se me vinieron a la mente los versos de la canción de muerte de los viejos guerreros Manitobas de Canadá.

Oh, Manitú,
 dame tu mano
 y llévame contigo a las praderas,
 a cazar a tu lado eternamente
 y a escapar de esta vida que me quema
”.

Llevo desde ayer pensando qué voy a hacer con el viejo soldado. No se merece desaparecer en la verdosa oscuridad del contenedor de vidrio, no. Desde luego que no.

Ya se me ocurrirá algo.

De momento está junto a la cesta de las naranjas, bajo a la ventana, donde la luz del sol le saluda cada mañana.

Y contemplo esa maldita grieta.

Y maldigo el momento en que se produjo.

Y pienso que, de alguna manera, así es como a los vasos, se les rompe el corazón.



miércoles, 28 de junio de 2023

Peligros del verano. Shark attack.

 


¿Hacerse el muerto?, ¿tirarle piedras...?: Los consejos más útiles por si te encuentras un tiburón en la playa.

Este es el titular de un artículo publicado en la edición digital del diario ABC de hoy martes.

Estaba yo intentando informarme de los avatares de la guerra en Ucrania y de los pormenores de la campaña electoral aquí en España cuando me lo he encontrado de sopetón. En ese momento, lo de la guerra me ha parecido una tontería y lo de las elecciones, otra.
  Cuando hablamos de problemas serios como que un escualo te pueda comer las piernas delante de tu churri o de tus nietos en el transcurso de un apacible día de playa, lo demás pierde notoriedad.
    La autora afirma que el hecho de encontrarse animales en la playa “genera incertidumbre”. Debe ser cierto. De hecho, en las paradisíacas playas de Australia, Sudáfrica o Egipto donde se registran la mayor parte de ataques de tiburón a seres humanos, la mayoría de las víctimas fallecen, no por causa de las heridas, sino por la pura incertidumbre generada en los momentos previos o posteriores al ataque.
-¿Cómo se encuentra?- le preguntaron a Billie Grawman, subcampeón mundial de surf y residente en Mossel Bay, Ciudad del Cabo, a los pocos minutos de haber sido agredido por un tiburón toro y de haber perdido ambos brazos y una oreja en el incidente.

-Bien -respondió el joven- pero con una tremenda incertidumbre.

Billie Grawman sigue practicando el  surf en un río que hay cerca de su casa, se ha cambiado el pendiente de sitio y cuando va al teatro aplaude menos, por lo demás, hace vida completamente normal.

La autora del artículo, haciendo uso de informaciones y documentos al respecto, afirma en otro pasaje que “también se aconseja no salpicar ni molestar a un tiburón ya que llamarás todavía más su atención”. Si. Ahí lleva mucha razón. Si un tiburón de seis metros te muerde un pie, tienes que intentar nadar muy despacito, muy despacito para no salpicarle. Como dice el refrán “Tiburón salpicado es tiburón cabreado”. Y no queremos eso, ¿verdad?

Leer es saber.

Leer es aprender.

También he aprendido que “estos animales suelen tener en cuenta el tamaño de sus 'contrincantes' y, en ocasiones, lo mejor es hacerse pequeñito para que no te vean como una amenaza”.

Toda la vida intentando convencer a mi Virgi de que “el tamaño no importa” y ahora resulta que para los tiburones sí. Por lo visto hay que hacer como si no estás y acurrucarte y si puedes, buscar con la mirada algún gordito e intentar sugerirle al bicho un festival de sabores nuevo y sorprendente.

“Defenderte con lo que sea, a puñetazos, con una piedra…”

Si. Lo de la piedra es fundamental. Por eso se suele ver a miles de surferos en el pacífico, deslizándose con sus coloridas tablas sobre las olas… cargados con una piedra. 

Un losco. 

Un ladrillo.

Lo que tu veas.

El caso es generar en el escualo una suerte de incomodidad y de desconfianza, de desconcierto y de duda.

El animal pasa de pensar por dónde empezar la merienda a plantearse dudas existenciales de cierta relevancia.

-Y este tío en medio del mar -se pregunta- ¿de dónde coño ha sacado una piedra?

Por último, mi amiga, sabia conocedora del medio marino y sus moradores, establece como premisa absolutamente concluyente que no vale para nada -en contra de lo que muchos piensan- “hacerse el muerto”. No deja de tener cierta lógica. Si te mueves, chapoteas y salpicas y… ya sabes. ¡Ñam!

No obstante, es un hecho comprobado que un gran número de personas a las que les ha sorprendido el ataque de un escualo en circunstancias inesperadas, acaban en un momento u otro “haciéndose el muerto”. A mi tía Mari Loli, estando de vacaciones en el Mar Rojo, le sacó el hígado un “Carcharinus ambithyorinchus” atraído por el olor de su bronceador “In Style” del Mercadona y no tuvo más remedio que hacerse la muerta.
Y ahí sigue, la pobre.
Feliz verano.

jueves, 24 de mayo de 2018

La Comandante VIRGI, el USS IOWA y el Mosquito Banzai.



Esta historia está basada en hechos reales.
La comandante Virgi se dispone a encerrarse en su camarote no sin antes cerciorarse de que el servicio queda convenientemente dispuesto y de que las órdenes han sido recibidas y adecuadamente entendidas.
Mientras se recuesta en el catre procede a la rutina habitual de inquirir acerca de los protocolos previos a la inminente desconexión.
-¿Has echado la llave, Pedro?
-Sí, mi comandante. Quiero decir, Virgi.
-¿Te ha dicho el niño si hay que llamarlo temprano?
-Afirmativo.
-¿Qué?
-Que sí.
-¿Luces apagadas?
-Luces apagadas, señor.
-¡Pedro! ¡Déjate ya de tonterías que es muy tarde!
-¡Entendido, señor! ¡Pasamos a navegación nocturna!
-¡Joder!
La comandante me da un besillo ahín “muacsh” y se da la vuelta.
En unos minutos todo es silencio en el “USS IOWA”.
Me ha gustado el nombre.
Los motores apenas se oyen y el suave murmullo del oleaje no hace sino  adormecer gratamente al resto de la tripulación, básicamente, un servidor.
El reverendo capitán Wilkins (yo también) termina de hacer sus oraciones y ruega por otra noche sin novedades de importancia a bordo, por una sociedad más justa e igualitaria, por la salud de nuestros amigos y familiares más directos (y por la de algunos de los indirectos a los que les ha tomado cariño), y cierra al fin los ojos buscando esa paz interior que repara, recompensa y renueva a los buenos soldados y a los grandes marinos.
Arriba, en el puente, delante de la pantalla del radar, inconsistentes y difusos destellos en  tímida luz verdosa mantienen despierto y alerta al cabo Warren (obviamente, yo también).  No obstante, parece que ninguno de esos leves destellos supone amenaza alguna de consideración.
Pasan un par de horas.
Hace calor a bordo.
Las aguas del Pacífico son cálidas y en estas noches de Mayo el sueño es difícil de conciliar.
El cabo Goodman (yo, de nuevo) comienza a revolverse en el catre a escasos centímetros de la comandante Virgi que duerme como una bendita. Anoche se tomó dos o tres valerianas y un “Zaldiar”. Una antigua lesión de guerra y algo de artritis la mantienen pegada a ese tratamiento.  La comandante, no obstante,  mantiene esa belleza serena y seductora que, tras veintisiete años en el servicio, no ha hecho sino incrementarse y adquirir nuevos e interesantes matices.
Pero el cabo Goodman no  ha tomado nada y el calor empieza a hacerse cada vez más incómodo. Aparta las sábanas y estira las piernas dejando caer la izquierda fuera del camastro.
Los minutos se hacen eternos en esta duermevela intensa y dramática.
Y es entonces cuando saltan las primeras alarmas.
Arriba, en el puente, el cabo Warren no da crédito a sus ojos.
Un poderoso destello verde se acerca a velocidad endiablada hacia el centro de la oscura pantalla circular.
Se avecina tormenta.
-¡Ñññññiiiiiaaaaaaaaaaaoooooo!
La primera pasada sobrevuela al “IOWA” y despierta a la mayor parte de la tripulación, estrictamente hablando, un montón de “yos”.
Corro hacia el puente a medio vestir y tratando de no perder la compostura.
-¿De qué se trata, Warren?
-¡No lo sé, señor! Al parecer se trata de un mosquito.
-¿No estaba de guardia “Raid”?
Recordaba haber visto, junto a la cabecera de la cama de la comandante Virgi, el piloto rojo del escudo anti-mosquitos.
-¡No, señor! Esta noche estaba “Johnson”.
-¿Johnson?
Johnson era muy bueno y hasta ahora no había fallado ni una sola noche. Después del fallido intento de aquél italiano –“Mercadonna” creo que se llamaba- la opción “Johnson” había demostrado ser la mejor durante un buen montón de años.
Pero esta vez, el enemigo era un individuo tan temido como peculiar.
Esta noche estábamos siendo atacados por el inefable y letal  “Mosquito Banzai”.
El reverendo Wilkins llega al puente y contempla la expresión desencajada en el rostro de los presentes.
-¿Qué pasa?
-Ataque enemigo, señor –le digo.
-¿Es grave?
Asentimos con un sincronizado movimiento de cabeza.
-¿No será…?
Volvemos a asentir.
-¡Santo Dios! –exclama. Y se persigna.
El “Mosquito Banzai” vuelve a sobrevolar la nave. Se siente el primer impacto.
El segundo me lo doy yo mismo intentando aplastar al muy miserable, que se me ha posado en toda la cara.
“Banzai” escapa indemne.
Agarro el extremo de la sábana y me cubro hasta el occipucio con ella. Tan solo el borde superior de la oreja izquierda sobresale de la protección de las mismas.
El “Mosquito Banzai” da el primer mordisco.
Calculado.
Exacto.
Despiadado.
No hay humano sobre la superficie de la tierra capaz de rascarse en condiciones el puto lóbulo de la oreja.
Y “Banzai” lo sabe.
Trato de rehabilitar el “escudo antimosquitos-opción sábana” hasta el límite superior de mi oreja dañada. Y trato sin demasiado éxito de aliviar el picor que va siendo considerable.
La cosa parece que no puede ir peor.
Pero sí.
La comandante Virgi, con toda esa belleza serena y seductora que, tras veintisiete años en el servicio, no ha hecho sino incrementarse y adquirir nuevos e interesantes matices, se  gira en la cama, la muy cabrona,  y me quita la sábana sin la menor consideración.
-¡May-Day! ¡May-Day! – comienza a gritar Warren-. ¡Nos hemos quedado sin cobertura!  ¡May-Day! ¡May-Day!
Se masca la tragedia.
“Banzai” aprovecha para atacar  de nuevo  sobre la segunda superficie más conflictiva de un ser humano a la hora de tener que rascarse: las articulaciones de los dedos de la mano. No se puede ser más hijoputa.
Suelta dos andanadas simultáneas y destructivas.
 En ambas manos.
Ahí.
¡Pa joder!
Mira que hay sitios pa morder. Pero no. El mosquito sabe que ahí no te puedes rascar. Especialmente si tiene las dos manos ahín, picoteadas con saña criminal y homicida.
Entrecruzamos las miradas.
Warren, Goodman, el reverendo Wilkins y dos o tres “yos” más sabemos que hay que tomar una decisión drástica: sacar la artillería pesada (la zapatilla) y responder al ataque sin la menor piedad -lo cual implicaría despertar a la comandante Virgi y enfrentarnos por tanto a un consejo de guerra- o abandonar la nave.
La elección  no nos lleva más de un par de segundos.
Sincronizamos nuestros relojes.
En un minuto estamos arriando los botes.
Dejamos a la comandante roncando suavemente.
 Muy suavemente.
Ella no ronca.
¡Vamos! Si acaso… suavemente.
Y nos alejamos del “USS IOWA “ en dirección al salón.
Ahí no se detecta peligro alguno.
Pongo la tele.
Hay un fulano haciendo gilipolleces con una sartén de cobre.

viernes, 14 de julio de 2017

"Katrina" y los X-MEN".

Con todo el cariño del mundo para Ayi e Isabel.



Mi cuarto de baño no estaba mal.  No estaba nada mal. De hecho, mi cuarto de baño era el lugar de la casa en que mejor podía relajarme, pasar el rato, refrescarme, buscar concentración, hallar el  sosiego necesario para terminar el día sin asesinar a alguien, mirar hacia mis adentros y dejar que mi mente y mi cuerpo se hicieran uno con mi espíritu.
Algunas veces, incluso, hacía caca.
Y era feliz.
Pero la felicidad nunca es eterna y un día los azulejos de la pared empezaron a salpicarse de unas conspicuas y persistentes manchitas oscuras que se obstinaban en ocupar los intersticios entre las losas estúpida, caprichosa e incoherentemente. La bañera, además, terminó por agrietarse un poco más allá de donde pongo el tarro de “Moussel”, que es otro producto Legrain, París.
Si la Presidenta de mi hogar, la ínclita señora Ruiz me hubiera dicho ahín, sin más, que había que cambiar el cuarto de baño, este servidor se habría opuesto con toda la ferocidad por la que soy de sobra conocido, pero Virginia es subrepticia, astuta, taimada y  -esto es lo peor- me conoce bien.
Empezó como sólo los huracanes del Caribe y ella saben hacer. Primero unas gotillas, unas ráfagas de viento, algún trueno aislado… y después… el desastre.
-Cari, la mampara de mi baño está regular. La podíamos cambiar.
-¿De “TU”  baño?
-Si. Del mío. El tuyo no tiene mampara, gilipollas.
-Vale. Cámbiala.
Esto fue un lunes. Un chubasco de nada.               
El martes dio un paso más. Se avecinaba ya una tormenta discreta de entretiempo.
-Perico, ¿has visto las manchitas en la pared de tu cuarto de baño?
Ahora era “MI” cuarto de baño.
-No. No he visto nada  -mentí.
- Es que les doy y no se van.
-Pues no les des.
Virginia calla. Se agazapa y piensa. Prepara su siguiente jugada.
Los primeros truenos llegan unos días mas tarde.
-Chati…
-¿Cari? ¿Perico? ¿Chati? … Acabo de caer en la cuenta. Se está formando un “Katrina” en mi propia casa. La tormenta perfecta que se llevó por delante a George Clooney, a Mark Whalberg y al otro que no me acuerdo, se me va a llevar a mí también.  Y encima yo no soy ni la mitad de guapo.
-Chati, ¿me escuchas?
-Si, cambio.
-Estaba pensando que, ya que van a venir a ponerme la mampara, podíamos cambiar también tu bañera. Está fatal y algún día le va a empezar a caer agua a Juan.
 Juan es mi vecino y es un gran tipo.  Pero los vecinos de abajo son como la levadura; si se humedecen, suben.
-La bañera está perfecta, Virgi. Ya, si acaso, me ducho con más cuidaíto y salpico menos.
-Vamos a hacer una cosa, gordi…
¡Oy! ¡Oy! ¡Oy! ¡Oyyyyyy!  ¡Gordi y todo!
Esto no tiene buen color.
-Voy a preguntar a ver cómo nos sale y ya de paso, cambiamos el cuarto de baño tuyo entero, que está fatal.
Pues ya está.
Zona catastrófica.
May day! May day! 
A cuatro kilómetros de mi casa… primera hora de la mañana siguiente… suena el teléfono…
-CONSA. Construcciones Operativas Neoclásicas de Solerías y Alicatamientos. Le habla Isabel… Ah, hola Virgi. ¿Si? ¿Y lo has convencido?  ¡Halaaaaa!  Si, hija. En un par de días te mando todo y empezamos la obra. ¿A quien? Pues a los de siempre. Esos son muy apañaos. Venga. Un beso. Nos vemos el viernes en “El Rincón de Alicia”, nos tomamos algo y ya me cuentas. ¡Espera! Me dice Ayi (Ayi e Isabel son hermanas y compañeras en el trabajo) que apuntes el teléfono contra el maltrato por si Pedro se pone nervioso. Ese. Venga. Hasta luego.
Los primeros momentos de la obra de remodelación me resultan imposibles de describir. Yo creo que al entierro de Ladi Di no fue tanta gente. Y los que fueron no rompieron nada a martillazos. El equipo de demolición fue letal. Rápido y letal. Si alguien ha visto las fotos de lo que quedó de Hiroshima después del  bombazo, pues  ya me ahorro los detalles. Mi coqueto y recogido cuarto de baño convirtióse en cuestión de minutos en un solar de las afueras de Kabul.
-Verás lo bonito que te va a quedar, Perico.
-¡Moi bonito, Pidro! –coreareon a coro los catorce X-MEN.
Y la verdad es que todo, al final, ha merecido la pena; los dos palmos de polvo por toda la casa, el nivel de decibelios producido por los martillazos y los taladros justo a la hora del “Sálvame”, que no me he podido ni enterar de si al final se ha muerto Carmina Ordóñez o no, el tener el pasillo todo el día como una barricada  y a Virginia cantándome el “No pasarán”, el pegarme cada noche dos o tres leñazos en el meñique con una caja de herramientas que  a esas horas cobraba vida la muy puta y se movía por sus cojones de esquina en esquina sin avisarme ni nada.
Me ha quedado un aseo fenomenal. Muy preciosísimo.
-¡Moi bonito, sinior Pidro!
Si, señor. Muy bonito.
Y cuando termine de poner el espejo en su sitio, que es lo último que me queda, más bonito todavía va a estar.
Ya me he cargado dos.
Y he taladrado seis veces donde no era.
Alcayatas para colgar tonterías no me van a faltar.
Ahora voy a poner el tercero, que va a ser el definitivo.
O eso espero.
Por mi bien y por el de mi matrimonio, porque Virginia ya me ha dicho que si vuelvo a meter la pata con los taladros, va a ser ella la que me taladre a mí el cerebro.
Si Dios quiere y me da salud, en pocos días estaré de nuevo disfrutando en mi pequeño remanso de paz, debidamente remodelado y luminoso, leyendo a Faulkner o a Espinoza, repasando mi Enciclopedia de Pintura Contemporánea, reflexionando muy a fondo sobre el devenir de nuestra existencia en un universo cambiante y trascendente,   fantaseando sobre mil pequeños detalles que hacen de mi existencia algo especial e inolvidable o  -¿porque no?-  plantando un pino enorme y majestuoso.
-Un pino moy bonito, Pidro.

-Gracias, tio.

martes, 11 de octubre de 2016

El viejo y el mar... y un niño.

La escena se repetía más o menos de la misma forma cada vez que hacía bueno.
Me levantaba, consultaba el parte meteorológico y los llamaba a los dos.
-Jefe, voy a salir de pesca. ¿Te vienes?
“El Jefe” era mi padre.
-¿Viene Victor?
-Supongo que sí. Ahora lo llamo.
-Victor, voy a salir de pesca. ¿Te vienes?        
-¿Viene el Jefe?
-Si. Dice que sí.
En una media hora andábamos los tres rumbo a Cala Blanca o a “La piedra del corcho” a bordo de la pequeña pero coqueta “Luz Marina”, mi primera barquilla.
Al zarpar, ”El Jefe” se limitaba a contemplar la maniobra y a meterse con aquel enano de flequillo rubio y mirada de golfo que siempre sabía que cabo había que zafar o que corriente había que sortear para llegar pronto a nuestro destino.
Victor ya sabía pescar. Muchas jornadas con su padre, allá en la Bocana lo habían curtido en esa especial liturgia de empatillar y  encarnar anzuelos. Lanzaba el sedal con inusual  pericia para un chaval de su edad que apenas levantaba un palmo del suelo. Conmigo aprendió además, a cebar el motor de nuestro pequeño “Evinrude” de cinco caballos, a dejar caer el ancla y a recogerla o a sostener el salabar cuando había suerte y lográbamos enganchar algo de cierta enjundia.
-Tira como un sargo-decía.
Y solía ser un sargo.
-Parece una doblada – decía en la siguiente ocasión.
Y a menudo era una doblada.
-¡Mira! – decía alguna vez con alegría desbordante-. ¡Un besugo!
-¡Tu si que eres un besugo! –intervenía entonces mi padre.
“El Jefe” disfrutaba  gastándole bromas a su “grumete”.  Así lo llamaba: Victor, “el grumete”.
Se nos hacían las mañanas cortísimas. Algunas tardes, incluso, dejábamos que cayera el sol a nuestro regreso y, en silencio, esa luz acogedora y sedante de las tardes de poniente nos acompañaba hasta el puerto.
Victor se hizo mayor y empezó a recorrer mundo. Empezó también una travesía algo más complicada por los extraños vericuetos de su peculiarísima forma de ver las cosas.
La vida lo llevó por mares que los demás sólo podemos imaginar. Jugó con delfines y tortugas, nadó entre barracudas, se dejó seducir, como los viejos marinos, por esa canción secreta de las sirenas que solo consiguen escuchar unos cuantos valientes.
Y lo dejó todo y se fue a una playa.
A vivir.
Al Jefe, la vida también se lo llevó una mañana de Abril. Algo más lejos.
Aún recuerdo el día en que vino de Málaga con un paquetillo bajo el brazo.
-Ví esto en “El Corte Inglés”  y me acordé de ti.
Se trataba de una figurita en resina que representaba una barca muy similar a la mía. Sentado en la borda, un viejo marino, gordito y afable fumaba una pipa bajo la atenta mirada de una gaviota posada en la regala.
Esa figurilla ocupó desde siempre un lugar preferente a la cabecera de mi cama. Mi Virgi la puso allí un día y ahí se quedó.
Como también recuerdo el día en que Victor, en el transcurso de un café, sacó del bolsillo un envoltorio y me lo entregó.
-Algún día me iré  muy lejos y quiero que tengas esto.
Era un buzo de plástico. Era el mismo Victor en una figurilla de apenas diez centímetros.
Victor andaba ya por aquel entonces haciendo planes para marcharse a Costa Rica.
La ciudad le pesaba cada vez más y el asfalto le asfixiaba.
Y como aquellos marinos que brujuleaban  por los puertos esperando el galeón que precisara manos expertas y hombros recios, Victor daba vueltas por la vida esperando enrolarse en el barco adecuado.
El barco adecuado llegó al fin.
 Tenía forma de mujer. Se llamaba “Eli”.
Y juntos se perdieron en el horizonte buscando sol y arenas blancas.
Ahí andan, una y otro, felices en su playa, jugando con el viento y navegando juntos.
Y sobre la cabecera de mi cama, las dos figuritas que yo dispuse a ambos lados de un espejo con forma de ojo de buey, más que nada por razones de pura simetría estética, cada vez que me descuido, amanecen juntas.
Virginia me asegura que no es ella quien las acerca. La chica que de vez en cuando viene a echarnos una mano con la limpieza sostiene que ella tampoco.
El caso es que  el viejo lobo de mar y el joven buzo aventurero, por azares del destino, por pura casualidad o por efecto de mareas inexplicables, suelen terminar a escasos centímetros.
Hay noches en las que juraría que los oigo cuchichear de sus cosas.

La mar de bien.

miércoles, 1 de abril de 2015

De la Evolución a la Pasión.


La naturaleza, que es sabia pero débil en manos del hombre, que es débil pero mastuerzo por naturaleza, no ha conseguido hacernos olvidar el instinto depredador de los primeros homínidos. Ha ido, eso sí, alterándolo, transformándolo, transfigurándolo en una especie de ridícula costumbre de dar el follón al prójimo, especialmente si éste es un ser tranquilo, pacífico y feliz.
La naturaleza, por el motivo que fuera, tuvo a bien darnos a los humanos inteligencia. Podía habérsela dado a los boquerones, o al chorlito común, o a la vaca lechera, pero nos la dio a nosotros. Y nada más que por eso, nos comemos a los boquerones -encima en manojitos, lo cual debe ser muy humillante para la especie-, puteamos a los chorlitos dejándolos sin árboles para anidar y haciendo bromas sobre su cabeza y tratamos a las vacas de muy mala manera, independientemente de lo sabrosas que puedan o no estar ciertas partes de su anatomía. Y eso es por poner sólo tres ejemplos.
La naturaleza ha hecho de nosotros, a nivel evolutivo, unos gilipollas.
Yo se lo perdono por el rollo ese de “madre naturaleza” y tal. A una madre se le debe un respeto. Pero lo que es… es.
Detengámonos por un momento en nuestros familiares más próximos en la cadena trófica: los primates.
Si un gorila, por poner un ejemplo, se cabrea con otro, le endiña un hostión de puta madre y lo escorromoña para tres o cuatro días. Hasta ahí, me parece lógico y normal. Para eso son gorilas, si no, serían profesores de Derecho Administrativo en la Complutense. Podríamos por tanto considerar una barbaridad eso de utilizar la violencia de forma tan desmesurada.  Pero lo que sí es cierto es que los humanos, que somos así de graciosos, somos capaces de hacer lo mismo que los gorilas y encima cachondearnos e insultar al mismo tiempo al elemento contrario en cada conflicto, especialmente si el contrario en cuestión es más bajito o más educado o está distraído.
Ese es, comparativa y evolutivamente hablando, nuestro grandioso hecho diferencial. La adición del cachondeo indiscriminado y cruel a la violencia intrínseca de los mamíferos superiores.
Hemos hecho del insulto y de la ofensa un arma de mayor uso que la propia violencia para la que, en su día, la evolución nos dotó de un instinto natural, tan valioso y eficaz entonces como innecesario y obsoleto hoy.
Recuerdo las palabras de Pedro, un simpático adiestrador de reptiles: “Los cocodrilos no tienen lengua. Un cocodrilo podrá devorarte lentamente mientras va triturando tus huesos uno a uno, pero jamás hablará mal de ti”.
Los hombres hemos llegado a sublimar el simple hecho de la agresión práctica, obviando la acción física y ahorrando de esta forma daños biológicos irreparables. Sin levantar un dedo, somos capaces de aprovechar la mínima para ridiculizar al vecino, especialmente si no está haciendo nada malo.
Hemos inventado los prejuicios como en su día inventamos la sandwichera y utilizamos ambas cosas sin el menor pudor. Hemos sido capaces de crear la intolerancia, el menosprecio, el sectarismo, la intransigencia, el resentimiento, el desdén y la maledicencia.
No cuesta nada ridiculizar al operario que llega temprano al trabajo, al esposo o a la esposa que mantienen intacta su fidelidad año tras año, al contribuyente sincero, al amigo leal… Todos son  patéticas máquinas de perder oportunidades.
Pero con quien más parecemos disfrutar es con el creyente.
El creyente se ha convertido en un triste payaso de rodeo a quien el jinete no hace ni caso y el toro patea sin compasión.
Y encima tiene que reírse.
Es Semana Santa, la semana en la que el creyente recrea la pasión y muerte de aquel judío a quien llamaron Jesús.
El creyente sale a la calle a pasear a sus “muñecos” y se viste de forma rara. Entona extrañas letanías e interpreta lúgubres cánticos hasta bien entrada la madrugada. El creyente, por tanto, es un ser a quien no hay más remedio que atacar.
El creyente hace un mal terrible a la sociedad.
Al creyente lo hemos llegado a comparar con esos extremistas de lugares lejanos que exhiben en nombre de sus dioses la violencia y el horror argumentando la oportuna razón del mandato divino.
Al creyente le reprochamos que la Iglesia predicó la misma violencia de la que ahora abjura y empleó el miedo en los tiempos oscuros y se enriqueció… y mató…
Al creyente cristiano le podemos decir casi de todo.
Pero, desde luego, no seré yo.
No seré yo, que jamás me he vestido de nazareno, ni disfruto especialmente portando las imágenes de nuestro Señor o de la Madre de Dios, ni me gustan las saetas, ni voy a misa regularmente, ni me acuerdo de respetar la vigilia y la abstinencia en Cuaresma…
No seré yo quien abra mi boca o coja mi pluma para criticar la actitud del que suda su túnica en silencio o se destroza el lomo por pasear a la imagen de su Cristo o su Virgen por las calles de su ciudad. No seré yo quien ridiculice a la  mujer que se viste de mantilla para expresar con respeto y en silencio su dolor en la semana de la Pasión.
No seré yo quien dude de la fe de cada uno.
No seré yo quien ofenda a nadie ni se considere ofendido por quienes no hacen sino manifestarse libre y pacíficamente en torno a unas creencias que, se mire como se mire, no hacen el menor daño.
Y tampoco seré yo quien se escandalice ni señale ante algunos que aprovechan el momento para medrar, destacar o simplemente dejarse ver.
No seré yo quien juzgue.
Y no seré yo quien se ría.
Tampoco me veréis con el cucurucho y el cirio, eso sí que es verdad.
Pero rezaré con toda mi alma para que los que viven la Pasión de esta forma puedan seguir haciéndolo muchos años; los que lo hacen de corazón, con todo el corazón, los que lo hacen de verdad, con toda la verdad del mundo, los que lo hacen con fe, con la mejor fe.
Y si hay alguno que pasea el palmito sin corazón, sin verdad o sin fe, pues… peor para él.  Me da un poco de pena… pero lo respeto.
A los demás, desde mi altozano silencioso donde yo rezo mejor porque no escucho  tanto los tambores y las trompetas, todo el amor del mundo.
Al creyente, al hombre de Dios, por favor, no tocádmelo.
Feliz Pascua de Resurrección.

PD. No tengo nada en contra de las bandas de música, pero es que me voy con el ritmo y no me concentro.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Dos otoños.

Con cariño para mis amigos Jaume y Montse.


Hay días que parecen hechos para la reflexión como hay días que piden al cuerpo unas migas o una ducha calentita. Quieres conceptualizar, elaborar hipótesis, llegar a conclusiones… Esperas que el primer incauto se te acerque en la parada del bus o en el camino hacia el trabajo para decirle que no a lo que sea y después razonárselo.
Hoy es uno de esos días.
Inmerso en tus cavilaciones, más que caminar, sobrevuelas la acera rumbo a la oficina. Sientes una especie de energía renovada e inexplicable, difícilmente atribuible a la cafeína del primer “solo” de la mañana que cayó hace más de una hora mientras te afeitabas.
 Hay algo en el aire.
La mañana, desde luego, es algo más fresca que las anteriores.
Y la luz.
Esta luz es algo más intima. Parece que acaricia.
Pero no admite reflexión. La luz del otoño no vale para eso. Sólo puedes dejar que te envuelva y te sosiegue, que te acompañe, que te susurre cosas.
Tu mente sigue a su bola. Tienes más de cincuenta años y es raro el día en que ella no te sorprende yendo por un camino diferente al tuyo.
Sobre el asfalto encuentras alguna hoja caída, de momento no demasiadas.
“Es todo muy metafórico”-piensas. Una ciudad despertándose esperanzada, un día fresco de principios de otoño y un fulano que ya dejó atrás muchas primaveras, camino del trabajo pero extrañamente impregnado de una peculiar y chispeante positividad.
Meditas sobre el verano que ha quedado atrás. Y como estás reflexivo, pero que muy reflexivo, concluyes que el verano es un coñazo.
Ahora sólo quieres algo de fresco, fresco en el aire, fresco en el ambiente, fresco en tu vida, fresco sereno y revitalizante… frescor de ideas, frescor en tus relaciones, frescor -si así lo quieres- salvaje como el de los limones aquellos del caribe, frescor inmenso y vital…
Y es que, en definitiva, los otoños vienen  a ser eso, el fresco y la serenidad de nuestra existencia; los dos, los dos otoños: el que hace que los árboles reluzcan altivos en mil tonos de sepia, rojo y dorado y el que hace que las personas se adornen de plata, silencios y recuerdos.
Los otoños, los dos, el cíclico y estacionario de cada año, y el de la vida, que acorta nuestros pasos y alarga nuestros silencios, suponen una inyección de energía reposada y limpia.
 La naturaleza no creó el otoño para que nos enamoráramos, esas tonterías se hacen en primavera, pero sí para que recordáramos con esas hojas secas movidas por el poniente, cada uno de nuestros amores,  nuestras aventuras y nuestros deseos.
Y por si fuera poco… están las castañas.
El aire se llena de ese inconfundible y casi sólido aroma de las castañas asadas. Y la magia renace como cada año en cada esquina.
Sigues reflexionando, esta vez sobre las humildes y prosaicas castañas.
Recuerdas -recuerdos otra vez- aquella tarde en que Montse y Jaume te llevaron a cogerlas al Montseny. Por entre las flores azules de la genciana, caminabas y aprendías, y al tiempo, llenabas tu alforja de castañas y tu corazón de amigos.
Aquella noche en una pequeña casa rural en Viladrau, pintamos el otoño con historias, volamos muy lejos con el vino, y engañamos al tiempo con castañas.
Sigues tu camino.
Estás un poco cansado.
Tanta reflexión…
Ya no eres joven. No estás para trotes. Eres un hombre… maduro.
 A la gente como tú que ha hecho algo en la vida, es ahora cuando le empiezan a hacer eso tan horrible que le hacen a los que tienen la desfachatez de irse muriendo, como las hojas de los árboles, con lentitud y estudiada parsimonia: los homenajes.
Eres, y para reconocer eso no hace falta mucha reflexión, un pobre diablo. A ti nunca te darán un homenaje en el otoño de tu vida. Nadie cantará las excelencias de tu obra ni dedicará una calle a tu memoria.
¿Nunca?
Te rebelas.
Todos los seres humanos, por el mero hecho de aguantar de pie con la que “siempre está cayendo”, nos merecemos un homenaje. Se trata tan sólo de escoger sabiamente a la persona encargada de oficiar la ceremonia. Alguien que te quiera bien, que te respete, que te conozca…
Reflexionas.
Y te diriges a la confitería de tu amigo Paco.
Sales de allí con un paquetillo. Luces una enigmática sonrisa.
Caminas unas decenas de metros y, después de sacudir con el dorso de la mano un par de hojas secas que caen al suelo,  te sientas en un banco de hierro en plena avenida. Al solecito. Al solecito de otoño.
Desatas la cinta celeste que cierra el envoltorio de tu  paquetillo.
Lo abres.
Ahí está tu homenaje.
Un homenaje de huevos, harina y pisto con algún toque secreto y sublime, casi de otro mundo.
Ojalá la vida también te ofreciera para el alma, “empanadillas del Gurugú”.
Ojalá todo fuera tan sencillo.
Ojalá siempre fuera otoño.