sábado, 19 de mayo de 2012

¿Que tal, Pedro Javier? ¿Como le va?

El tío se ha identificado -eso es verdad- pero me ha dicho que se “shama” Carlos Ernesto. Es simpático de cojones. No sé que leches quiere, pero es un verdadero encanto. Lástima que me haya “shamado” justo cuando intentaba descabezar una siestecilla como inteligente alternativa al “Sálvame diario” y a la madre que parió a Jorge Javier Sánchez.
-¡Vázquez! –me dice Virginia.
Bueno, pues Vázquez. ¡Joder!
-Pedro Javier, permítame que le haga una preguntita. Va a ser sólo un minuto.
¡Es que me lo como! ¡Que gracioso es el jodío!
-¿Es usted el titular de la linea, Pedro Javier?
Supongo que se refiere a la línea telefónica porque si fuera con mayúscula –ahín “La Línea” –entonces se trataría de un bello municipio de Cádiz, ahí a la verita del Peñón, y entonces el titular no sería yo sino Doña Maria Gema Araujo Morales, alcaldesa socialista y licenciada en Derecho.
Contesto que sí.
-Pues le voy a explicar, Pedro Javier…
No sé exactamente qué demonios me está explicando el patagónico este. Me planteo si patagónico podría venir de patético y agónico. Suena más monótono que el himno de la selección nigeriana de petanca. Y encima el chaval no hace más que llamarme Pedro Javier, que es justo como me llamaba mi madre cuando era pequeño, cada vez que me tenía que liar la bronca por algo.
Se me cierran los ojos… Me resbala el teléfono… Estoy entre nubes bailando una de Pitbull con la abuela de la fabada. Ya tú sabes, mamita. Ya tú sabes.
-¿Entonces qué, Pedro Javier? ¿Le interesa la oferta?
¡Dios mío! Me había quedado sobado.
-Pues mira, Carlos Alfredo…
-Ernesto –me interrumpe.
-Vale, Ernesto Alfredo. Mira, resulta que estoy implicado en la trama GÜRTEL y la jueza Maria Hortensia Vázquez de Madariaga me la tiene jurada, así que lo más probable  es que ingrese de aquí a un par de semanas en Alcalá Meco o, si tengo suerte, en el Acebuche, que Almería, no veas cómo se está poniendo. Como supongo que sabes que en el talego no nos dejan llevar móvil, pues mejor te aplicas tú el cambio de tarifa, que para “shamar” a tu casa “ashá” en la Pampa, te va a venir de puta madre.
Cuelgo. Reposo. Medito.
Supongo que Alberto Ignacio -o como se llame- se habrá limitado a cliquear en el siguiente incauto de su lista y ya estará dándole la matraca a otro pobre contribuyente, eso sí, con una simpatía y un nohequé ante los que cuesta trabajo no caer rendido.
Yo, que soy de esos amantes a la antigua que suelen todavía mandar flores, no soy tampoco de los que andan por ahí cambiando de operadora cada dos por tres, ni siquiera cuando te ofrecen tres por el precio de dos.
¡Me encanta mi operadora! Tiene la cobertura justa para que yo pueda luego decir, cuando me llama el de hacienda, que no tenía cobertura y que por eso no le cogí el teléfono. Me regalan de vez en cuando unos móviles preciosos que jamás utilizo porque no sé como leches manejar tanto botón y tanta tontería. Ni pago mucho ni pago poco. Pago lo que puedo. Y soy feliz… moderadamente. Por eso no quiero que me den la lata con lo de “¿Qué tal Pedro Javier? ¿Cómo le va?”.
  -Me va bastante mejor que a ti y además mi gobierno no anda expropiando petroleras a nadie, de momento.
Otras veces es una chica de Sevilla, monísima. Esta -Cristina se llama-  está preocupada con el asunto de que yo duerma el número de horas que por mi edad me correspondería. A ella no le parece bien que yo descanse sobre  un colchón que no es ni poroso ni viscoso, que no tiene el índice de flexibilidad mínimo recomendado por la Asociación de Colchoneros de Alabama, y que no hace el número de pelotillas exigido por la Agencia Europea del Látex.
Tiene, según dice, el colchón que yo necesito. Mucho mejor que el de Constantino Romero. Dice Cristina que en el que ella me aconseja podríamos dormir Constantino y yo, y aún quedaría sitio para mi señora, y los tres la mar de blanditos.
Yo, en un primer momento dudo. Constantino es un gran tipo, y además, hace muy bien la voz de Terminator. Pero, por otra parte, apagar la luz y que yo oiga la voz de Clint Eastwood en mi cama, con mi mujer cerca, no me tranquiliza lo más mínimo.
-Mira, Cristina, hija. ¡Flor de Triana! Marcho en misión secreta para Afganistán en un par de días. Si cuando vuelva, sigo vivo, supongo que me vendrá bien poner mi espalda sobre algo más blandito que unas cajas de dinamita anti-talibán, así que ya te llamo yo a la vuelta. ¿OK? Pues cambio y cierro. O como diría Constantino-Terminator “Sayonara, baby”.
Esta es poco más o poco menos la realidad.
A veces me invento alguna mentirijilla y me dejan en paz. Pero en otras ocasiones, estos águilas de la comunicación y de la teleoperación, que se las saben todas, se buscan un teléfono que se parece al de mi suegra y cuando lo descuelgo en la esperanza de que a mi Maruja de mi alma se le haya ido la mano haciendo fritada y quiera que me pase a recoger un “tupervare”, sale Yolanda del BVBA, o Eustaquio Miguel de ORANCH, o Pepito el de los Palotes de “SMITH & GUESSON” y me saludan con el maldito “¿Qué tal Pedro Javier? ¿Cómo le va?”.
Soy un tipo paciente. Salvo cuando pasó lo del Supersol con la señora que se me coló en la carnicería, que ahí si me pasé un poquito, no suelo perder lo papeles. Soy lo que se dice un tipo tranquilo. De hecho, la señora dejó la UVI a los tres días y encima, cuando le desincrustaron el queso de bola del cráneo, dejaron que se lo llevase a casa.
No obstante, mi preocupación adquiere nuevos matices cuando la realidad de mis conversaciones comerciales telefónicas trasciende de mi propia persona y comienza a afectar a los míos y a su cotidianeidad más cotidiana.
Sin más, la semana pasada fui testigo accidental de la siguiente escena.
Mediodía.
En mi saloncito de los libros, estoy terminando de poner la mesa.
Suena el teléfono.
-Lo cojo yo, papi.
Se pone Pedrito al habla.
-¿Si? ¿Virginia Ruiz? –interpela el bigardo mozo-. Es mi madre. No. No se puede poner.
Empieza como a sollozar.
-Si. Ya lo sé –añade-. A mí también me gustaría hablar con ella.
Entiendo que quien llama está perplejo porque hay como un silencio. Mi Pedrillo aprovecha para seguir subrayando algo en un libro de nohequé.
-Se fue –continua-. Con un tío. Y mi padre está hecho polvo.
De nuevo silencio.
-Pues si ahí en CORTEFIEL, la localizan, por favor, díganle que vuelva.
Se oye como un “güigüigüi” al otro lado de la línea.
Pedrito insiste.
-Tiene que estar por Cádiz. El tío era de Cádiz. ¿Ustedes tiene CORTEFIEL en Cádiz? Pues seguramente aparece por allí. Díganle a los de Cádiz, que por favor, que aquí nos hace mucha falta.
Más lloriqueos.
-Señorita, por favor. No me lo deje.
La señorita cuelga.
No han vuelto a llamar.
Me parece que hemos creado un monstruo.