sábado, 7 de mayo de 2011

La inquietante niebla anaranjada.

Cuando terminó por disiparse aquella espesa bruma anaranjada todo parecía igual. Mi mujer aflojó algo la presa de su mano sobre la mía, aún temblorosa, y contemplamos en silencio cómo la vida de nuevo surgía en aquella calle malagueña. Gradualmente, las personas volvían a abrir los ojos y a moverse lentamente, como recuperándose de un largo sueño.
El hombre que vendía cartuchitos de almendras tornó a la realidad de su faena, si acaso, con algo más de energía; un miembro de la Policía Local reanudó su labor sancionatoria sobre un joven que había estacionado su ciclomotor delante de una de las dieciséis o diecisiete tiendas de artículos de pesca que podían verse en calle Larios; un grupo de hombres emprendía de nuevo animada conversación delante de un hermoso escaparate de una tienda de deportes y artículos de camping; y de las decenas de ferreterías a uno y otro lado de la emblemática avenida de la capital de la Costa del Sol emergían satisfechos y audaces, montones de sujetos con bolsas repletas de artilugios “Black&Decker”, tirafondos y tubos de adhesivo de contacto de esos casi milagrosos. 
¡Gracias a Dios, todo normal!
Mi santa esposa, algo más relajada tras constatar que todo había sido un momentáneo flashforward o algo por el estilo sin más consecuencias, respiró aliviada y  me propinó un sonoro beso en la mejilla.
-¿Por donde empezamos, gordi?
-Vamos primero a por las cañas -contesté.
Entramos en “Pepe Sarguete”, tres plantas de artículos para la pesca en playa, en roca, en río, o desde embarcación rígida o inflable, un paraíso. Con la celeridad que me caracteriza, en tan sólo media hora consigo seleccionar un total de cinco cañas de como metro setenta de longitud y me dispongo a ir al probador para ver qué tal. Le pido a Virgi que se queda a mi lado y me aconseje.  Delante del espejo, con la verde de carbono estoy impresionante, tal y como me comenta mi contraria, que pone “ahín” los ojillos disfrutando con la bigarda imagen que le ofrezco. Sí, debo tener buena estampa.
-Mira, chati, –le digo. Junto a la vitrina de los anzuelos, había una gorra que pone “Fishing Master” en verde clarito. Haz el favor, me traes una de la talla 55.
Cuando viene, tengo en la mano la caña burdeos de polivinilo antideslizante con carrete cromado “Mitchell”. Virginia abre la boca entusiamada pero no consigue  articular palabra. Veo por su gesto que me sienta bien la burdeos.
-¡Esa es preciosa! –dice al fin mi mujer.
-No sé… –le digo yo.
-De verdad, que ésta es la que mejor te viene, cari- vuelve a insistir mientras mira con el rabillo del ojo las tres cañas que, pacientes y calladas, esperan aún mi veredicto. -¿Te la llevas? –añade esperanzada.
-Es que con la gorra verde, no sé… A ver si me encuentras una gorra burdeos.
Y allá que va a por una gorra burdeos.
-¡De la 55! Se me oye gritar en “Pepe Sarguete”.
Algunas mujeres deambulan por la tienda con las caras serias, pacientes y abnegadas, esperando que sus maridos terminen por decidirse, como yo, ante la extensa variedad de artículos que pueblan cada estante y cada mesa expositora. Entre ellas se lanzan miradas cómplices y tan solo la más valiente se atreve a balbucear un tímido “¡Son todos iguales!”, que muere bajo el eco de los altavoces,emitiendo machaconamente musiquilla “pumba-pumba”.
Cuando aún no ha transcurrido una hora y cuarenta y cinco minutos, ya estoy casi decidido. Es que yo para estas cosas soy rápido, pero que muy rápido. O me llevo azul de grafito polimerizado o me voy con la plateada de fibra de pulfinato de vanadio.
-¡Llévate las dos, cari! –sugiere mi amada.
Tengo que quererla.
-De verdad. Te las regalo yo –insiste.
-Es que el sedal que se lleva esta temporada no sé si le viene bien a la de pulfinato.
-¡Pues ya está! ¡Te llevas la de grafito!
-Es que las de grafito luego se pasan de moda en seguida.
Si no fuera porque la conozco bien, juraría que está empezando a mostrar signos –levísimos, eso sí- de cansancio.
Reflexiono otro ratito más y al cabo le digo que mejor nos acercamos a calle Mármoles, que hay más tiendas de pesca y allí miramos.
Salimos de “Pepe Sarguete”, abrazados como dos novios, enamorados cual quinceañeros y disfrutando como locos de una hermosa mañana de compras que, cuando el reloj de la catedral da la una y cuarto, todavía no ha hecho más que empezar.
Interrumpimos la jornada de compras a las dos y media y nos pegamos un homenaje en una bonita cervecería del Centro comercial “Rosaleda”. Recuerdo cuando las marcas de moda luchaban por un local aquí. “Dolche & Bananna”, “Frucco”, “Punto Coma”, “Woman Secrech”… ¡Cómo estaba el mundo entonces! ¡Qué locura! Ahora, gracias a Dios, casi toda la planta baja es “Leroy Martín”, y el resto son armerías, ferreterías, cervecerías y… tiendas de pesca.
La tarde resulta espectacularmente entretenida. A las nueve y media llevo todo lo que quería: dos cañas de sulfonato de mercurio, hilo y muestras como para dos años en la isla de Robinson Crusoe, varias gorras de múltiples colores, una bolsa con artilugios raros que no se si utilizaré algún día o por el contrario no, y un chaleco con dieciséis bolsillos para meter los mencionados artilugios que no sé si utilizaré algún día o por el contrario no.
¡Soy el tío con más suerte del mundo!
He hecho la compra de mi vida y encima mi mujer ha disfrutado conmigo de esa extraordinaria experiencia. ¿No parece como si en realidad disfrutara viniendo de compras conmigo?
¡Sí! –suspiro. ¡Soy un hombre afortunado!
Cierro los ojos para disfrutar del momento y vuelvo a suspirar profundamente. De hecho suspiro varias veces hasta que una mano se posa con suavidad en mi hombro derecho.
-¡Pedro! –oigo.
-¡Pedro! –la voz insiste.
Despierto al fin y contemplo la bellísima cara de Virginia esbozando una perfecta sonrisa.
-¿Te gusta más este, cari? Me hace más bonito que el claro, ¿no?
Virginia luce esplendida con una creación de Pedro del Hierro en lino azul.
Arrebujado en ese sillón de cuero negro de “Cortefiel”, he vuelto a quedarme dormido. Es normal, llevo desde que bajé del barco dando vueltas por todas las tiendas de ropa del universo. Busco con la mirada algún rastro de esa niebla anaranjada que ya es tan sólo un recuerdo. Pero no hay nada. Nada salvo un montón de bolsas a mis pies… todas repletas de ropa de mujer.
-Llévate los dos, Virgi –sugiero. De verdad. Te los regalo yo.
Y mientras ella se gira para ver de nuevo en el espejo el efecto de la caída del lino sobre sus graciosas caderas, yo cierro los ojos y suspiro otra vez deseando con toda la intensidad del mundo que vuelva esa neblina mágica, espesa y anaranjada.