domingo, 23 de diciembre de 2012

¡FELIZ NAVIDAD!

Todo empieza un día de mi santo, allá por Junio. Voy a echar las primitivas y en la administración me encuentro un cartel de tamaño XXL en el que reza “Hay Lotería de Navidad”. Y se me caen los palos del sombrajo. Y mira que el sombrajo, con la que está cayendo, me venía muy bien con todos los palos.
Para el día de mi cumple, a finales de Agosto, ya está el moro de las castañas instalando el chiringuito en el cruce del Real. Y sigue haciendo “una caló” que te mueres.
Sólo quince días más tarde, cuando voy a “La Española” a comprar un paquete de cedeses para piratear mis cosillas de Duke Ellington y su orquesta, que seguro que ya no me van a denunciar a la SGAE, veo a María y a Vanessa sacando los adornitos para el árbol y las bolas para el portal, o al revés, que también tiene sentido.
Esto de la Navidad va muy rápido. Pasa como con las bombonas. Parece que hay que encargar la nueva antes de que se termine la que tienes.
Recuerdo que Virginia, el año pasado, después de las fiestas, me dijo un día: “Periquillo, hijo –cuando me dice Periquillo es que me va a pedir algo raro-, tienes que desarmar la jamonera y bajarla al trastero”.  Con la celeridad que me caracteriza, esperé a tener algo más que bajar y entretanto, deposité la jamonera en el maletero del coche. Hoy me ha pedido que baje al trastero a por la jamonera y… ¡Vualá! ¡Ya la tengo a mano! No tengo más que bajar… al coche. El tiempo pasa que es una barbaridad. Estas cosas son así.
El tema del jamón, eso sí, está más o menos solucionado. No había para un pata negra auténtico, pero le he dado un par de viajes al “Hijos de Roberto Alcudia, extra, recebo, curación artesanal” con la cinta de la impresora que se había medio gastado, y está casi negro. Por dentro son todos iguales. Bueno, casi iguales.

Los turrones ofrecen algo más de incertidumbre. Parece que el Suchard de chocolate con arroz es el que más  posibilidades ofrece. Lo malo es que cuando llegamos a los turrones cada año, las opiniones vienen en un formato que no se entiende con absoluta claridad. Después de unas cuantas birras, un par de vinitos, el chupito correspondiente y el champán extremeño, si se te ocurre dar tu opinión sobre el turrón: a) o no se te entiende, b) o a nadie le importa un huevo, c) o ambas. Nunca recuerdo  cual es el que más gusta.
Pero no hay una cena. Hay diez mil.  Las provisiones de ALMAX se te quedan escasas.
Y si tienes la suerte de que te gusta todo, estás perdido.
–Pedrito, ¿un poco más de lomo?
 –No, gracias, no puedo más.
 –Pues mira, te lo tomas, porque quedan nada más que seis rodajas y no se van a tirar.
Lo mismo con el pastel de puerros con cañaillas, con la empanada, con el revuelto de trigueros con  avutarda, con las cestitas de sucedáneo de caviar de jurel de Roquetas,…  El guarrillo es una alegría. Se lo come todo y encima rebaña el plato para ahorrar el jabón del lavavajillas.
Luego está el tema de la etiqueta.
-Pedro, hay que irse arreglando que nos esperan a las diez.
En cinco minutos está Pedro hecho un pincel. Camisa de manga larga… vaqueros limpitos, botas “Panamá Jack” con un poquito de “Pronto” (única vez del año que las limpio), y oliendo a “Old Spice” que dan ganas de comerme. Guapo a reventar. Pero no. Parece que no.
-¿No te vas a poner unos zapatitos? ¿No tienes otros pantalones? ¿No te podía haber echado “Fleur du Pagí” de Guy Larosh?  ¿No…?
-Vale, Virgi, ya me cambio.
Y todavía hay cosas peores.
Una tarde de compras de Navidad.
Lo único que me divierte es observar las caras de otros maridos que están pasando por lo mismo que yo. Una vez fui a un matadero de pavos y tenían todos la misma expresión. Suerte que los maridos no cagamos tanto. Por lo menos en público. Sería horrible para las chicas de Zara y Massimo Dutti.
La Navidad es un tiempo de alegría. No cabe duda. Pero también es como una gripe. Viene todos los años quieras o no quieras, y te deja el cuerpo hecho una mierda.
Mi más sincero deseo para estas fiestas que se avecinan es que disfrutéis cada día como si fueran las primeras, o las últimas, que viene a ser lo mismo.
A los creyentes, rezaré por vosotros y por los vuestros.
A los que no creéis, rezaré por vosotros y por los vuestros.
Y a mis amigos, tanto en el primer apartado como en el segundo, os ruego aceptéis esta reflexión como una sincera y sentida felicitación. Gracias a Dios, sois muchísimos y no puedo escribir a todos tanto como me gustaría.
Que sea para todos una Navidad llena de alegría y de dicha y que el año que entra sea más suave que el que dejamos, que ha sido un poco cabrón.
Ya no sabemos que tenían preparado los tontolabas de los Mayas para después del día de marras, pero no han podido con nosotros. Ahora se trata de que, ya que el mundo no ha reventado, intentemos no reventarlo nosotros. Una buena idea sería empezar por el que tengas más cerca y tenderle la mano o, si se deja, lo que pilles.
Por mi parte, un abrazo enorme, descomunal , exagerado casi, para todos.
¡¡FELIZ NAVIDAD!!

domingo, 4 de noviembre de 2012

“China Factory of Spain”, bajo sospecha.

Mi primer contacto con los Chinos fue a través de mi santa madre que, como buen número de madres de la época, acostumbraba a adquirir chuminadas de diversa índole en algunas tiendas de la ciudad a las que llamábamos “Los Indios”. Un día era un jarrón super hortera, otro una figurita de un Budha sonriente, otro un elefantito de madera con la trompa ahín, alguna que otra vez algo de más enjundia como un colmillo de elefante tallado o un biombo de madera pintada con chinos incrustados…  Hubo incluso una ocasión en la que mi señora madre adquirió una figura de una especie de Francés de porcelana, vestido de petimetre al que en casa llamábamos “El mariquita”. Recuerdo que mi padre puso precio a la cabeza de la figura. “Al que se lo cargue le doy cinco duros”. Lo cierto es que cuando el personal de “Pagoda”, “Sunder”, “Palacio Oriental”  o “Budha” veía a mi madre aparecer, o a cualquiera de sus amigas, no faltaban ganas de sacar los cohetes.
A mí me gustaba ir de vez en cuando y saludar a Celia, a Jose Luis o al Señor Milán. Cuando alguno de ellos me regaló unos palillos de comer arroz, me sirvieron para ponérselos de lanza al negro de los Madelman.
Había misterio en aquellas compras. Por ejemplo: en cierta ocasión, mi padre compró una peana de madera tallada para un jarrón que teníamos en el salón. La peana en cuestión era como de unos veinte centímetros de diámetro y tenía unos dibujos tallados de belleza y factura extraordinarias. Por detrás de la pieza, una pegatina en inglés rezaba “El Gobierno de China certifica que en la confección de este soporte ha trabajado un operario durante un mínimo de once horas”. Teniendo en cuenta que la peana valía veinte duros (cien pesetas, o sesenta céntimos de los de ahora, más o menos), es de suponer que al chino en cuestión lo habían explotado soberanamente, con el permiso, eso sí, del Gobierno Chino, que encima se chuleaba de tal eventualidad.
Así transcurrieron aquellos felices años de mi infancia entre jarrones y mantelerías hasta que llegó… Kung Fú.
Eso sí que era un chino. Nada de pasar mañana tarde y noche tallando absurdas peanas de madera por un puto sueldo de mierda. Este tipo se enteró de que su hermano se había ido a EEUU a vivir “la vida loca” como Ricky Martin, que entonces no existía, y decidió coger el petate e ir tras sus pasos sin más dilación o dilatación, que también se puede decir.
Como entonces no había tiendas de los chinos ni siquiera en la misma China, el pobre Kuay Chan Caine, que así se llamaba el ínclito, no pudo comprarse una maleta con ruedas así que  agarró un modesto zurroncillo y emprendió rumbo a Manhattan.
El viaje iba a ser largo –pensaba él-, y por eso  decidió llevarse también una flauta de regulares proporciones para pasar el rato entre caminata y caminata. Con lo que no contaba Kuai Chan era con que los vaqueros de Wisconsin e incluso los de Alabama, por aquellas fechas, tenían como hobby tocarle los huevos a cuantos más chinos mejor. Si los veían poniendo raíles para el ferrocarril de Santa Fe, los dejaban medio tranquilos, pero si los agarraban preparándose un arroz tres delicias o dibujando tonterías en un pergamino, les robaban la sopa y les metían el pergamino por el jander. Visto así el panorama, lo de la flauta, desde el principio, no tenía buen color.
Y es verdad que Kuai Chan no tenía miedo porque un profe que él tuvo en un instituto de allí de su pueblo, le había enseñado a repartir hostias a diestro y siniestro casi sin despeinarse. Lo que nunca entendí era por qué antes de ponerse a endiñar bofetadas siempre había que aguantar como tres cuartos de hora que lo pusieran de moña para arriba. Para mí que Kung Fú iba contando y al vigésimo “Chino de mierda” que oía es cuando tenía que saltar. De todas maneras, para que no le pillara de sorpresa que se metieran con él, ya el profe le había puesto de mote “Pequeño saltamontes”. Me lo pone a mí y le rompo la cabeza. Ciego y tal, pero con mala leche. ¡Que jodío!
Me decepcionó un poco el Señor Chan. Por eso cuando conocí a Bruce Lee me quedé pasmado. Era feo y chiquitillo, pero no aguantaba ni media. Y entre hostia y hostia, se limpiaba los mocos con el dedillo, ahín, y quedaba super simpático. Lo que pasa es que  al final, también Bruce Lee resultó ser una filfa.
Nunca olvidaré el momento en que se desmontó el mito. Cine Perelló, Una tarde de primavera de 1979, “El furor del dragón”. ¿Con quién se pelea Bruce Lee? Con Chuck Norris… ¡Y muere Chuck Norris! ¡Vamos hombre!  ¡Vete a la mierda!
Bruce Lee no murió de sobredosis. Se lo cargaron por falso.
Yo creo que, a partir de ahí es cuando los chinos se empezaron a aficionar a dar gato por liebre. No lo digo por todos, entre otras razones porque no los conozco y porque los que conozco, se parecen mucho a los que no conozco, y es un riesgo generalizar con estas cuestiones.
Pero falsifican más de la cuenta. Algunas veces, te llevas un “Rolex” medio pasable y te dura casi dos semanas, pero casi siempre, lo que te compras no vale más que la bolsa que te da el de la caja.
Una vez me llevé un chándal Adidas, unas Nike y dos bolsos de Dominicq Buitron, o algo así, y el chinillo de la caja, no contento con haberme endosado todas aquellas falsificaciones, encima, cuando me dio el cambio, me endiñó un euro con la cara de Bustamante.
Por eso y por lo malas que salen las bolas de Navidad, me parece muy bien que nuestros muchachos del Ministerio del Interior hayan llevado a cabo la “Operación Emperador”. Ya es un mérito saber cuáles son los chinos que falsifican y cuáles no, pero meterlos además en el trullo, me parece genial.
Lo siento por Gao Ping. No parecía mal muchacho y además se había hecho fotos hasta con el Tato. Ya casi le habíamos tomado cariño. Pero lo que no está bien -pues mira, Ping- no está bien. ¿Vamos nosotros a China a poner paellas falsas? ¿O intentamos venderles un perrito dorado que levanta la pata y no hace más que eso todo el puñetero día? ¿O abrimos talleres de tatuajes para que se pongan gilipolleces en Español que ellos ni entienden ni les conviene entender?
Yo quiero romper una lanza (ya compraré otra en un chino) a favor de los Chinos trabajadores y honrados. Mis hijos van a un restaurante en el que les sirven fantásticamente y encima les enseñan de vez en cuando algo que chapurrear. –Hola, Wan. ¡Ni jao!- le dicen. Y comen divinamente.
Pero cuando vamos “al chino” tenemos que saber a lo que vamos. Es como un mundo de fantasía de andar por casa, donde hay que hacerse cuenta de que todo es de un solo uso, así cuando lo sacas por segunda vez y te vale, pues ya tienes algo ganado.
Absteneos eso sí, de comprar las pastillas de la tensión y otras cosas por el estilo en el “Gran Frontera Shopping Center” o en la “China Company Store”. Si te las dan tuneadas date por muerto.
O haced lo que hizo un amigo mío. Llevaos todo lo que podáis y luego pagad con un billete falso.
-¡Eh, oiga! ¡Este billete sel falso- dijo Wang Yu.
-¿Y todo lo que yo me llevo, que?- contestó Padilla.

martes, 14 de agosto de 2012

La siesta y el término medio.


Quizá por efecto de las altísimas temperaturas o por el difícilmente ponderable efecto de las sobredosis de gazpacho y salmorejo en una mente estándar, tirando a simple como la mía, debo admitir y admito que hay tardes en las que me tumbo en el sofá a las dos cero cero y me levanto directamente para la cena.
Esto no es preocupante en sí mismo, pero sí que abre ante mí una serie de interrogantes cartesianos e inevitablemente me somete a un cierto nivel de incertidumbre. No llega a desasosegarme el sosiego… pero casi.
Es entonces cuando me doy cuenta de lo importante que resulta en esta vida encontrar el justo término, el nivel de equilibrio, el Ying y el Yang o, como habría dicho mi abuelo, la madre del cordero.
Examinemos las variables sobre un campo determinado: el sofá.
Después de una suculenta ensalada de habichuelas con patatitas y de un par de vasos de Ribera del Duero con casera, el número de actividades a realizar hipotéticamente sobre un sofá de Muebles Carmona queda reducido notablemente. Tomamos entonces en consideración la variable S = siesta. Porque si está la tele encendida y mi Virgi despierta, las opciones son, o S o SD, es decir, o siesta o Sálvame Diario.
Cierto es que, a veces, mi contraria se queda frita y entonces me permito introducir la extremadamente rara variable NG = National Geographic. ¡Ah, amigos! ¡Eso sí que es vida! Nada más aparecer el primer cocodrilo se me quita el sueño. Aunque los leones tampoco están nada mal. O el gran tiburón blanco de Nueva Gales del Sur, que me parece a mí que es el mismo en todos los reportajes. Entonces sí que disfruto viendo como entre unos cuantos despellejan al más tonto. Bueno, en cierto modo es como el Sálvame, pero al aire libre.
Cuando ya he visto como se comen dos o tres ñús, ñúses o ñúes, dos o tres focas y dos o tres cebras, a la par que me interrogo sobre la metempsicosis o transmigración de las almas, rezo por no reencarnarme jamás en una foca de Nueva Gales del Sur e intento buscar en otro canal algo que echarme al coleto. Pero al cambiar de canal, estos cabrones del TDT no se qué mierda hacen con el volumen que al final, mi Virgi se despierta y hábilmente me quita el mando; me refiero al de la tele, el otro… hace años que lo perdí.
No es que la vida de Carmina Ordóñez no tenga su interés, que seguro que lo tiene, pero para seis o siete minutos, no para tres horas; sobre todo, no para tres horas cada tarde, de lunes a viernes. Aunque la verdad es que, gracias a Dios, mi contraria lleva un par de semanas con el “Apalabrados” y, además de estar cogiendo un vocabulario que te mueres, parece que ha relajado bastante lo del Sálvame. Me deja más libre y además me instruye y me culturiza.
También podía leer un poco, pienso. Pero cuando se introduce el factor “libro” sobre el factor “sofá de Muebles Carmona”, inevitablemente vuelve a presentarse la variable S = Siesta y me vuelvo a quedar dormido como un angelito.
-¡Míra mi gordo!-oigo decir a Virgi con cierto cariño. ¡Cómo disfruta!
Definitivamente, Saramago, Murakami o Auster no son compatibles con la sobremesa. ¿Y si probara con “Mortadelo y Filemón contra el Gang del Chicharrón”? ¿O con el “Micho” verde? Sinceramente creo que sería lo mismo. Más de siete letras a la hora mencionada incrementan el peso de los párpados y relajan la respiración a unos niveles que llegan a asustar.
¿No podría yo ver un poquito de tele, leer un rato, dormir una siestecilla y levantarme como nuevo, encontrar ese justo medio, ese equilibrio formidable entre la mera subsistencia post almuerzo y una moderada instrucción cultural y audiovisual? Definitivamente no. Ya lo he probado casi todo.
Durante el pasado mes de Julio, incluso me hice el fuerte y estuve yendo a nadar cada día, inmediatamente después de comer. Los casos de nadadores que se hayan quedado dormidos en pleno ejercicio son –ya lo he mirado en Google- contadísimos y por ello cada tarde era para mí una auténtica muestra de afirmación y de convencimiento. ¡La siesta estaba vencida! Pero la verdad es muy distinta y a veces, cruelmente distinta. Como yo comenzaba mi entrenamiento a eso de las dos o dos y media, y no nadaba más que durante una hora u hora y cuarto, volvía a casa a eso de las cuatro menos cuarto o las cuatro. ¡Justo a la hora de la siesta! Y encima, más muerto que vivo.
Dicho lo cual, terminé por concluir que, sobre un terreno dado al que denominábamos sofá de Muebles Carmona, si a la variable S = siesta, le sumamos la variable N = natación, la variable primera se potencia y se convierte en S2.
-Chato, ¿tú estás seguro de que esto de ir a nadar es para no dormir la siesta?- me interroga Virgi meditabunda.
¿Lo mejor de esto? Por efecto del ritmo respiratorio al que someto a mi cuerpo galano en mis múltiples series de “crawl” y braza gitana, hay veces en las que, sin yo quererlo, los inigualables efluvios del salmorejo de mi Virgi cobran una inusitada libertad y fluyen solidarios y alegres al exterior, llevando (supongo) a los nadadores de las calles tres y cinco a un éxtasis gastronómico inigualable, sobre todo cuando hace levantillo.
Y en eso estamos; buscando ese justo equilibrio en mis sobremesas estivales mediterráneas. No pierdo la esperanza. Seguro que lo logro. Me quedan aún dos semanas.
Voy a echarme un ratito a ver si se me ocurre algo.

sábado, 19 de mayo de 2012

¿Que tal, Pedro Javier? ¿Como le va?

El tío se ha identificado -eso es verdad- pero me ha dicho que se “shama” Carlos Ernesto. Es simpático de cojones. No sé que leches quiere, pero es un verdadero encanto. Lástima que me haya “shamado” justo cuando intentaba descabezar una siestecilla como inteligente alternativa al “Sálvame diario” y a la madre que parió a Jorge Javier Sánchez.
-¡Vázquez! –me dice Virginia.
Bueno, pues Vázquez. ¡Joder!
-Pedro Javier, permítame que le haga una preguntita. Va a ser sólo un minuto.
¡Es que me lo como! ¡Que gracioso es el jodío!
-¿Es usted el titular de la linea, Pedro Javier?
Supongo que se refiere a la línea telefónica porque si fuera con mayúscula –ahín “La Línea” –entonces se trataría de un bello municipio de Cádiz, ahí a la verita del Peñón, y entonces el titular no sería yo sino Doña Maria Gema Araujo Morales, alcaldesa socialista y licenciada en Derecho.
Contesto que sí.
-Pues le voy a explicar, Pedro Javier…
No sé exactamente qué demonios me está explicando el patagónico este. Me planteo si patagónico podría venir de patético y agónico. Suena más monótono que el himno de la selección nigeriana de petanca. Y encima el chaval no hace más que llamarme Pedro Javier, que es justo como me llamaba mi madre cuando era pequeño, cada vez que me tenía que liar la bronca por algo.
Se me cierran los ojos… Me resbala el teléfono… Estoy entre nubes bailando una de Pitbull con la abuela de la fabada. Ya tú sabes, mamita. Ya tú sabes.
-¿Entonces qué, Pedro Javier? ¿Le interesa la oferta?
¡Dios mío! Me había quedado sobado.
-Pues mira, Carlos Alfredo…
-Ernesto –me interrumpe.
-Vale, Ernesto Alfredo. Mira, resulta que estoy implicado en la trama GÜRTEL y la jueza Maria Hortensia Vázquez de Madariaga me la tiene jurada, así que lo más probable  es que ingrese de aquí a un par de semanas en Alcalá Meco o, si tengo suerte, en el Acebuche, que Almería, no veas cómo se está poniendo. Como supongo que sabes que en el talego no nos dejan llevar móvil, pues mejor te aplicas tú el cambio de tarifa, que para “shamar” a tu casa “ashá” en la Pampa, te va a venir de puta madre.
Cuelgo. Reposo. Medito.
Supongo que Alberto Ignacio -o como se llame- se habrá limitado a cliquear en el siguiente incauto de su lista y ya estará dándole la matraca a otro pobre contribuyente, eso sí, con una simpatía y un nohequé ante los que cuesta trabajo no caer rendido.
Yo, que soy de esos amantes a la antigua que suelen todavía mandar flores, no soy tampoco de los que andan por ahí cambiando de operadora cada dos por tres, ni siquiera cuando te ofrecen tres por el precio de dos.
¡Me encanta mi operadora! Tiene la cobertura justa para que yo pueda luego decir, cuando me llama el de hacienda, que no tenía cobertura y que por eso no le cogí el teléfono. Me regalan de vez en cuando unos móviles preciosos que jamás utilizo porque no sé como leches manejar tanto botón y tanta tontería. Ni pago mucho ni pago poco. Pago lo que puedo. Y soy feliz… moderadamente. Por eso no quiero que me den la lata con lo de “¿Qué tal Pedro Javier? ¿Cómo le va?”.
  -Me va bastante mejor que a ti y además mi gobierno no anda expropiando petroleras a nadie, de momento.
Otras veces es una chica de Sevilla, monísima. Esta -Cristina se llama-  está preocupada con el asunto de que yo duerma el número de horas que por mi edad me correspondería. A ella no le parece bien que yo descanse sobre  un colchón que no es ni poroso ni viscoso, que no tiene el índice de flexibilidad mínimo recomendado por la Asociación de Colchoneros de Alabama, y que no hace el número de pelotillas exigido por la Agencia Europea del Látex.
Tiene, según dice, el colchón que yo necesito. Mucho mejor que el de Constantino Romero. Dice Cristina que en el que ella me aconseja podríamos dormir Constantino y yo, y aún quedaría sitio para mi señora, y los tres la mar de blanditos.
Yo, en un primer momento dudo. Constantino es un gran tipo, y además, hace muy bien la voz de Terminator. Pero, por otra parte, apagar la luz y que yo oiga la voz de Clint Eastwood en mi cama, con mi mujer cerca, no me tranquiliza lo más mínimo.
-Mira, Cristina, hija. ¡Flor de Triana! Marcho en misión secreta para Afganistán en un par de días. Si cuando vuelva, sigo vivo, supongo que me vendrá bien poner mi espalda sobre algo más blandito que unas cajas de dinamita anti-talibán, así que ya te llamo yo a la vuelta. ¿OK? Pues cambio y cierro. O como diría Constantino-Terminator “Sayonara, baby”.
Esta es poco más o poco menos la realidad.
A veces me invento alguna mentirijilla y me dejan en paz. Pero en otras ocasiones, estos águilas de la comunicación y de la teleoperación, que se las saben todas, se buscan un teléfono que se parece al de mi suegra y cuando lo descuelgo en la esperanza de que a mi Maruja de mi alma se le haya ido la mano haciendo fritada y quiera que me pase a recoger un “tupervare”, sale Yolanda del BVBA, o Eustaquio Miguel de ORANCH, o Pepito el de los Palotes de “SMITH & GUESSON” y me saludan con el maldito “¿Qué tal Pedro Javier? ¿Cómo le va?”.
Soy un tipo paciente. Salvo cuando pasó lo del Supersol con la señora que se me coló en la carnicería, que ahí si me pasé un poquito, no suelo perder lo papeles. Soy lo que se dice un tipo tranquilo. De hecho, la señora dejó la UVI a los tres días y encima, cuando le desincrustaron el queso de bola del cráneo, dejaron que se lo llevase a casa.
No obstante, mi preocupación adquiere nuevos matices cuando la realidad de mis conversaciones comerciales telefónicas trasciende de mi propia persona y comienza a afectar a los míos y a su cotidianeidad más cotidiana.
Sin más, la semana pasada fui testigo accidental de la siguiente escena.
Mediodía.
En mi saloncito de los libros, estoy terminando de poner la mesa.
Suena el teléfono.
-Lo cojo yo, papi.
Se pone Pedrito al habla.
-¿Si? ¿Virginia Ruiz? –interpela el bigardo mozo-. Es mi madre. No. No se puede poner.
Empieza como a sollozar.
-Si. Ya lo sé –añade-. A mí también me gustaría hablar con ella.
Entiendo que quien llama está perplejo porque hay como un silencio. Mi Pedrillo aprovecha para seguir subrayando algo en un libro de nohequé.
-Se fue –continua-. Con un tío. Y mi padre está hecho polvo.
De nuevo silencio.
-Pues si ahí en CORTEFIEL, la localizan, por favor, díganle que vuelva.
Se oye como un “güigüigüi” al otro lado de la línea.
Pedrito insiste.
-Tiene que estar por Cádiz. El tío era de Cádiz. ¿Ustedes tiene CORTEFIEL en Cádiz? Pues seguramente aparece por allí. Díganle a los de Cádiz, que por favor, que aquí nos hace mucha falta.
Más lloriqueos.
-Señorita, por favor. No me lo deje.
La señorita cuelga.
No han vuelto a llamar.
Me parece que hemos creado un monstruo.

sábado, 12 de mayo de 2012

El sueño de una tarde de verano.

Son las cinco de la tarde y el aire acondicionado de mi salón emite un levísimo zumbido, por otra parte, muy tranquilizador y relajante. En la calle treinta y muchos grados, en casa, veinticuatro por decreto, ni uno más, ni uno menos.
En la tele, Nícolas Keich se esfuerza por endiñarle una somanta de hostias a unos malhechores que no saben que no lo pueden matar porque él es como una especie de zombie en moto y por lo tanto ya está muerto. Cambio de canal. Aparece Nicolas Keich con muy mal aspecto fumando como un poseso. Es casi peor. Decido apagar la tele, no sea que vuelva a cambiar y salga otra vez Nicolas Keich vestido de lagarterana o de sargento de la Cruz Roja. No sé si podría soportarlo.
Me inclino por continuar la siesta. Mis ojos atraviesan su momento coreano cuando oigo a mis chavales que se preparan para irse a la playa. ¡A las cinco de la tarde! ¡En pleno exterior!
¿Es que están locos?
Parece que los lleva Luis, de dieciocho años, con coche. ¡Qué tiempos!
Terminan de meter en sus bolsos o sus mochilas todos los cacharritos; el “aifon”, el “emepetrés”, una “pleisteison” chiquitita que se ve en 3D, y un bote de crema de protección noventa y siete o por ahí. Si te embadurnas la mano con esta porquería, hasta la puedes meter en el horno un rato y ni te enteras. Y si un día te equivocas y se la pones a los espaguetis no hay cojones pa gratinarlos ni en siete horas.
Me dan un besillo y se marchan.
Ahora sí. Cierro los ojos y al ratito yo también estoy haciendo los preparativos para irme a la playa.
Debo tener como unos seis añitos. Mi madre me ayuda a ponerme mis sandalias de plástico blanco que dice ella que me protegerán de mancharme con el alquitrán que, a veces, aparece por la Bocana. Me parece que ya está todo. Mmmmm! Veamos. Falta algo. ¡El rosco! Tengo un rosco que es la envidia de los demás chavales. Es de puro caucho. Azul. Flota que es una maravilla. Lo único es que, para inflarlo, hay que tener a mi padre como unas dos horas soplando como un maldito, y que no es muy suave que digamos, raspa un poco; nada más dos o tres chapoteos y ya tengo los sobacos para la UVI.
También he metido en la maleta del coche, mi cubo de coger cañaillas y una pala verde. Es que soy muy profesional para lo mío.
En el Citröen 2CV de mi padre nos metemos los siete y en nada más que tres cuartos de hora (mi padre era un loco al volante) ya estamos en La Bocana.
He llegado algo acalorado pero feliz. Mi padre ha sido muy comprensivo cuando he vomitado encima de mi hermano pequeño y hasta ha parado el coche para que saliéramos a orinar mientras lo limpiaban.
Al llegar a la playa, parece que hay montado un pequeño campamento al que nos sumamos. Los mayores hacen como he visto que hacen los indios en “Sesión de tarde”, ponen los carromatos en círculo; digo yo que será por si nos atacan los comanches de Beni Anzar y nos quieren vender espárragos.
En la playa, los chavales nos desparramamos y saludamos a primos, primas y demás amiguitos. Yo exhibo mi rosco de caucho azul con cierta vanidad. Alguien decide “hacer un agujero”. ¡Que original! Llevamos todo el verano “haciendo agujeros” en la playa.
 Las mamás se ponen a preparar la comida.
Los papás intentan “montar el toldo”. Montar el toldo es una actividad que consiste en cubrir dos o tres casetas de lona a rayas con una gigantesca lona blanca que debe sujetarse al suelo por medio de cuerdas y estacas de hierro a las que llaman “vientos” y “piquetas”, con el fin de incrementar la zona de sombra bajo la cual ponerse hasta el jander de sardinas a la plancha y otras delicatessen tales como filetes empanados y tortilla de patatas.
Además, el asunto de las cuerdas es entretenido porque, a intervalos más o menos regulares, siempre hay un chiquillo que se da un talegazo en el suelo después de tropezar con alguna. La mercromina rula que es un gusto.
A propósito, ¿sabrán mis hijos lo que es la mercromina?
Las mamáes o mamases (se puede decir de las dos formas) esporádicamente acercan a los abnegados papáes o papáses, vasillos de sangría fresquita para paliar el tremendo esfuerzo de asegurar el maldito toldo ante un viento bucanero que, insistente y procaz, se empeña en ponerles la tarea difícil.
A la hora de comer el toldo está fijo y asegurado. Los papis son los que se tambalean preocupantemente.
Llega el momento de meterse en el agua. Vuelvo a exhibir el rosco de caucho con orgullo manifiesto. Pero nadie quiere nadar. Se han puesto todos a coger coquinas y como hay que hundirse un poco para escarbar en el fondo, el puto rosco no ayuda gran cosa, antes bien, se ha convertido en un auténtico coñazo. Y me roza.
A las dos, despiertan a los padres y comemos.
Después  de la comida viene lo peor. Como alternativa al baño, alguien saca unos “Juegos reunidos Geyper”, la estafa más grande que la historia haya conocido. Todos queremos meternos en el agua porque hace un calor de muerte pero estamos en los años sesenta y en los años sesenta, después de comer hay que “hacer la digestión”. El capullo que ha sacado esa mierda de los parchíses de cartón nos recuerda que “a fulanito le dio un corte de digestión y se murió”.
 Y el aburrimiento ¿qué? ¿Eso no mata?
Dos horas y media más tarde, por fin dejan que nos metamos en al agua.
¡Que felices éramos!
El regreso era un disloque. Casi de noche, nos quitaban la tierra de los pies, uno por uno, y nos metían en el coche. Ese Fernando Alonso que tenía yo como padre, nos llevaba de vuelta a casa en tan solo cincuenta minutos.
Por la noche, una sopita de Avecrem, un viaje de gasolina en los pies para quitarme el alquitrán que, misteriosamente, las zapatillas de plástico blanco no habían conseguido evitar, y una buena dosis de Nivea en los sobacos para aliviar el tremendo escozor producido por mi absurdo rosco de caucho azul... rasposo. 
En la cama, descanso con los brazos bien abiertos y los ojos muy cerrados.
Oigo desde el dormitorio, la sintonía de “Los Invasores” en la televisión del salón.
Alguien se acerca a mi cama y me arropa.
Puede ser mi padre. Puede ser mi madre.
Es mi hija. Ha vuelto de la playa.
Me despierta con un beso.
-Papá, ¡vaya siestecilla te has pegado! Se estaba en la playa divinamente. Voy a ducharme que me voy a una moraga. Vendré tarde. No me esperéis despiertos.

domingo, 22 de abril de 2012

Atila no era tan bárbaro.

Tratamientos familiares de antaño.

Todo empezaba con una mirada.
Yo llegaba a casa, me quitaba de la espalda la pesada cartera, en la que, a duras penas, había conseguido meter todos los libros del cole, y me tiraba en el sofá.
-¡Qué mala cara traes, Pedrito! ¿Es que te has peleado? –interpelaba mi santa madre.
Obviamente no. Si me hubiera peleado, cosa nada aconsejable para un alfeñique como yo, no traería ni buena ni mala cara, simplemente no la traería.
Tosía un par de veces.
-¡Uyyyy! ¡Esa tos! ¡Espera que voy a por el termómetro!
Pero no, no iba a por el termómetro. Por lo menos no de forma inmediata. Mi madre, antes de introducirme aquel cilindro de vidrio relleno de mercurio por el mismísimo jander, con la consiguiente humillación que aquello comportaba, venía de nohedónde y me rodeaba con una manta Paduana de aquellas que llevaban el dibujo de un pobre tigre sereno y majestuoso, pero aburrido.
Cuando por fin aparecía con su instrumento de tortura al que, por lo visto había que pegarle un meneo antes de entanarlo en salva sea la parte, tanto el tigre como un servidor estábamos sudando la gota gorda.
Yo intentaba, con las escasas fuerzas de que disponía, oponerme a la maniobra pero el maldito cilindrillo terminaba siempre donde no llega jamás la luz del sol.
 Alguna vez hasta creí ver al tigre descojonándose.
-¡Este niño está hirviendo! –concluía doña Rocío.
Y menos mal que estaba hirviendo porque a veces, por lo visto, no se veía muy clara la cosa y había que repetir la maniobra.
Yo había visto en las pelis, que en Estados Unidos, los termómetros se los ponían a los niños en la boca, pero Don Federico, que así se llamaba el médico de la familia, había dado instrucciones a mi madre para que se dejara de chuminadas.
-¡Al culo, Rocío! ¡Al culo!
Claro. Como no era el suyo.
Don Federico solía pasarse a verme si la cosa era más o menos grave.
Me hacía un escaneo casero, me metía en la boca un palito como esos de los polos, pero más ancho, y al ratillo hacía lo que yo ya sabía (y me temía) que iba a hacer: sacaba su librillo de recetas y escribía uno o dos nombres mágicos.
-Esto se lo das con las comidas. Esto otro una vez al día, antes de acostarse. Y esto…
Aquí venía lo peor.
-Esto, luego vendrá Manolito a pinchárselo.
¡Mierda! ¡Manolito!
Porque Don Federico Queipo, que no era “per se” un hombre malvado, tenía un esbirro temible. Alguien terrible y malévolo a quien yo odiaba sin límites: Manolito el practicante.
Manolito era un hombre enjuto, cetrino, oscuro, bajito, frío y calculador. Pocos asesinos en serie han mostrado tanto aplomo y decisión como exhibía Manolito a la hora de desplegar sus peculiares instrumentos sobre la mesa del salón-comedor de la Calle O´Donell, número 39, primero derecha.
Primero se quitaba la chaqueta, después ponía sobre la mesa su siniestro maletín de cuero negro, pedía un frasco de alcohol a mi madre, y abría una cajita plateada rectangular de unos quince centímetros de larga. Abría la tapa, ponía un poco de alcohol de quemar dentro, y  hervía en la otra pieza una jeringa de vidrio y una gigantesca aguja de más de medio metro de larga (o al menos eso me parecía a mí).
Os ahorraré la descripción de esos interminables minutos de congoja, terror, carreras por la casa buscando dónde esconderme…
Además del pinchazo, también me solía caer alguna bofetada por insultar a Manolito, quien, según mi madre, no tenía culpa de nada.
Menos mal que, por la noche, venía la parte divertida.
-Pedrito, hijo, tómate esto que te va a venir bien.
Y me endiñaban un vaso de leche al que habían añadido un chorro generoso de coñac “Soberano” y un par de cucharaditas de miel. Hoy, si te pillan dándole esto a un crío te pueden caer de seis a ocho años en El Acebuche o en Carabanchel.
Por si eso no bastaba, además algunas veces me daban una pastilla que se llamaba “Codeinjuste”. Dicho fármaco, que yo ingería sin más con el vaso de “Soberano” y un poquito de leche, está hoy dia prohibido expresamente por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, con sede en Viena (Austria), según el Protocolo de 25 de marzo de 1972.
Pero a mí me lo daban. La verdad es que no tosía casi nada después de aquello. Vamos, ni se me ocurría. Hubiera molestado a todos aquellos elefantes de colores que daban vueltas alrededor de mi cama.
A veces, la pastilla de codeína pura venía acompañada de un par de cucharadas de otra maravilla de medicamento: el riquísimo jarabillo “LASA con codeína”. Como dijo Groucho Marx en el ferrocarril de Wisconsin, “¡Más madera!”.
He de confesar que, cuando mis padres dejaban el frasco en la mesilla de noche, este modesto relator, nada más apagarse la luz, se echaba al coleto otro buen par de tragos. Era como un “quitapenas” pero más… no sé. No me acuerdo.
Así me iba yo quitando los catarros. A fuerza de cebollones. Uno detrás de otro.

Para los dolores de espalda, mi padre me untaba con –según él- “lo mejor que había para eso”: el famoso “Linimento SLOAN”, más conocido como “El tío del bigote”. Aquello apestaba y pringaba como un mamífero de tamaño medio muerto y derretido. Pero era lo que había.
Mucho más humillante fue cuando en casa los cinco hermanos pillamos las paperas. Por lo visto, la única solución válida era o bien el sacrificio ritual, lo cual habría abreviado nuestro sufrimiento y evitado nuestra vergüenza,  o embadurnarnos la cara con una crema pastosa y oscura, de aspecto similar a la NOCILLA, cuyo nombre era “Ungüento PALLESKI”. Además, había que ponerse un pañuelo apretándonos las mandíbulas y amarrado sobre la cabeza. Un poema. Un verdadero poema.
Casi todas las sustancias que empleaban mis padres en el tratamiento o la profilaxis de las enfermedades que nos afectaban, o eran un cachondeo como esto del ungüento o lo de los bigotes, o están ahora calificados por los organismos pertinentes como cancerígenos, nocivos, o estupefacciosos -como se diga-, y no me extrañaría que la CIA y el FBI los hubieran, en algún momento, incluido en su lista de armas de destrucción masiva.
El caso es que estamos vivos. Unos más y otros menos, pero vivos. Los que nacimos en las décadas de los cincuenta y los sesenta, indudablemente, tenemos una ventaja con respecto a generaciones posteriores: estamos inmunizados contra una hartá de cosas. Hemos tomado sustancias como para intoxicar al primo de Zumosol de King Kong siete veces, nos han dado suficiente alcohol como para flambear la Sierra de Gredos durante seis coma dos meses, nos han rociado con cosas que le levantarían la piel a un búfalo cafre de Tanzania en menos de un minuto, nos han inyectado más venenos que a Rambo cuando lo pillaron esos “putos bastardos” del Vietcong y luego, el tío blando, no sentía las piernas.
Nosotros somos otra cosa.
Nos han hecho otra cosa.
Y mira… ¡aquí estamos!

domingo, 15 de abril de 2012

Jugar (también) con la verdad.



Tratar con niños es como conducir un camión cargado de plutonio.  Si no pasa nada, pues mira, es una tarea como otra cualquiera, pero si tienes un tropiezo… Si tienes un tropiezo, amigo mío, la has cagado.
Por eso es tan importante saber como tratar la mercancía y/o producto. Yo, por ejemplo, si fuera el jefe de la “Plutonium Transport Enterprises de Ohio, USA”, jamás le confiaría uno de mis camiones a mi primo Juan Carlos. ¿Por qué?, os estaréis preguntando. Pues porque no tiene ni puta idea de lo que es este elemento metálico, de número atómico 94 y de símbolo Pu (como Winnie, pero mucho más peligroso)  y porque además, suele tener hipo.
Con un niño hay que elegir muy bien la palabra, el momento, la circunstancia, el marco… Hay que considerar todas las variables, elaborar diferentes hipótesis, calcular los riesgos… Con todo, estos cabrones de patas flacas, pecas, alguna que otra mella y casi siempre un remolino montaraz e indomable en el flequillo o coletas con vida propia e independiente de la de su propietaria, tienen una facilidad innata y absolutamente providencial para dejar los nervios de cualquiera como un polvorón en una mochila.
Tener a un niño “controlado” es como tener un lobo agarrado por las orejas: en cuanto lo sueltas, te come. Y como ocurre con los lobos, si pretendes mantenerlos a raya a estacazos, lo más normal es que se quiten de en medio y desaparezcan, o que se encabronen más de la cuenta y terminen metiéndote la estaca por el jánder.
Para comprender a un niño, lo primero que hay que hacer es no olvidar que tú también lo fuiste. Que tú también te sentiste pequeño, apartado, incomprendido, infeliz, celoso,… Que cuando decidieron que habías fallado sin que tú así lo consideraras, también hubo reproches y castigos. Que a ti también te hicieron falta atenciones y mimos justo el día en que no los tuviste. Que también a ti te escondieron alguna que otra verdad.
Pero ¿quién es capaz de darle la  verdad a un niño? Una verdad es un tesoro demasiado valioso para dejarla en manos de un hombre o mujer a medio terminar.
Y es igualmente importante no meter trolas innecesarias a los chaveas porque, un día u otro, esas trolas van a salir a la luz y aunque el otrora chavalillo ya peine canas y ande trajinando por las aseguradoras su cambio de pensión o camino de la agencia para gestionar su viaje del Inserso, seguro que esas palabras crueles y falaces aún resuenan en sus oídos como un perverso bolero de Ravel, repetitivo, castigador y malévolo.
Una cosa es que aguantemos todo lo posible hasta que decidamos que ha llegado el momento de decirle a los chavales que el ratón Pérez no existe, y sólo para evitar que sus compañeros de oficina o del club de pádel se descojonen, y otra muy distinta que ocultemos deliberadamente verdades de mayor calibre que pueden, como casi siempre ocurre, explotarnos en las manos con mayores consecuencias.
Uno de los días más amargos de mi vida lo pasé un tórrido mes de Julio en La Línea de la Concepción, Cádiz,  pueblo natal de mi santa madre, allá por mil novecientos sesenta y poco. No sé por qué extraña razón, me tragué un huesecillo de  naranja. Acudí raudo junto a mis padres buscando consuelo y/o ayuda. Estos, a la sazón se encontraban en compañía de un “graciosillo” que en seguida tomó protagonismo en  la eventual respuesta a mi ocasional y repentino problema gastroduodenal.
-Ahora, te saldrá un naranjo por el ombligo.
Aquel graciosillo de cuya madre y de cuyo nombre no quiero acordarme, pero que se llamaba algo así como Miguel Luis, me tuvo toda la Feria sin beber ni una puta gota de agua.
-Pedrito, ¿no quieres una Mirinda?
-Pedrito, estás sudando. ¿No quieres un poquito de horchata?
Y yo, erre que erre, nada de líquidos.
  Pobre e ignorante de mí, no quería darle motivos a aquel hipotético naranjo para crecer y terminar apareciendo por sitio alguno, y mucho menos por según qué orificios.
La verdad es algo demasiado valioso y puede llegar a ser también demasiado peligrosa. No hay que jugar con la verdad. Hay que racionalizar su uso. Hay que respetarla, convivir con ella y enseñar a todos como  utilizarla. Hay que disfrutar la verdad.
Y, desde luego, no se puede ocultar la verdad a un niño si no es para evitar males mayores.
Aún recuerdo que, cuando en casa, el grueso de la tropa éramos aún unos chiquillos, cinco para ser mas exactos, mi padre venía de vez en cuando con algo novedoso que quería enseñarnos: cierto envase raro para unas drogas que “debíamos” conocer, algún tipo raro de arma que había intervenido en alguno de sus servicios en la afamada y temida “Brigada Criminal”…
-Niños, sentaos que os voy a enseñar una cosa.
Aquellas lecciones magistrales nos enseñaron la cara oculta de la vida en una edad, eso sí, quizá algo temprana. Mi madre no dejó que terminara la explicación aquel día que quiso enseñarnos cómo funcionaba la “Goma 2” en el patio de la casa, pero ahora también a ella la comprendemos.
Para no hacerme demasiado pesado, haré mías la palabras de Benjamín Franklin a quien alguien le prestó una cometa un día de tormenta y, mira tú por donde, inventó el pararrayos.
“Educad a los niños y no tendréis que castigar a los hombres”.