lunes, 17 de enero de 2011

El eucalipto que murió dos veces.

Pedro le había tomado cariño. Era el más pequeño de los que el ayuntamiento había decidido plantar en la calle donde vivía, y en aquellos días de invierno, todos los cuidados le parecían pocos. Cierto es que un camión  cisterna venía de vez en cuando y vertía buena cantidad de agua sobre su metro cuadrado de espacio vital, pero el pequeño eucalipto no terminaba de adaptarse al suelo y las hojas no terminaban de verdear todo lo que se suponía que debía esperarse de un árbol fuerte y con carácter como lo son todos los eucaliptos jóvenes.
Cuando el día estaba seco, Pedro bajaba una o dos garrafas de agua de Aberchán y regaba con dedicación el desgraciado arbolillo. Claro que también docenas de perros con cistitis, de la mano de dueños no demasiado considerados, dejaban fluir sus vejigas sobre su débil tronco así como depositaban en la parcela de nuestro amigo buenas porciones de “Pedigree Pal” ya digeridos y debidamente asimilados.
De esta forma iban pasando los días y los meses, y el joven y enfermo eucalipto quedaba como la bisabuela de Pedro, su abnegado cuidador, que ni se moría ni no se moría, quedaba a medio camino entre el cielo de los arbolillos y esta tierra desagradecida que no le acababa de dar el marchamo de adulto.
Para terminar de empeorar las cosas y de acelerar el más que previsible ingreso del arbolillo en esas verdes paraderas celestiales en las que los perros muertos no cagan ni mean sino que juguetean a la sombra de los abedules y los limoneros en flor, llegó ese momento en la vida de todo árbol en que se cruza en su camino… “el hijoputa”.
Aquel día, “el hijoputa” había bebido una “Heinekken” de más, o se había fumado uno de esos que… ya sabéis, o simplemente, se había levantado con el humor cambiado y, en vez de pegarse un cabezazo contra la pared de su dormitorio o de ir a que se la picara un pollo, decidió culpar de su andrajosa existencia a quien no pudiera darle las dos hostias que probablemente se merecía desde el infausto día en que asomó la jeta por el chichi de su santa madre. Fue verlo y enseguida se le aclaró la mente. -A éste me lo cargo yo- decidió sin pensárselo dos veces.
Apuntalándose como pudo en el “Nissan Micra” de una guapa moza que por allí habitaba, “el hijoputa” quebró, no sin poco esfuerzo, el débil pero fibroso tronco del eucalipto de Pedro.
Y ya no se pudo hacer nada. Ahí terminó todo.
Ese día, Pedro lloró en silencio la desaparición de su arbolillo. Insultó con rabia. Maldijo a los cobardes que pagan sus desdichas con los débiles. Insultó un poco más. Dejó volar su imaginación intentando adivinar cómo habría sido de mayor su eucalipto; sereno, majestuoso, grácil, generoso, sublime… Intentó imaginar su sombra fresca y su estampa formidable cuando su copa llegase a la altura de la terraza desde la que Pedro solía vigilarlo esperanzado y feliz. Me parece que después insultó todavía un poco más. Pedro era muy bueno en eso.
A la mañana siguiente, unos operarios del ayuntamiento retiraron la parte superior del tronco del arbolillo con esas exiguas ramas verduzcas casi descoloridas. Fue un triste adiós que se hizo aún más triste al contemplar el resto del exánime tronco aún clavado en esa pequeña extensión de tierra seca que parecía decir adiós con unos ojos imaginarios a la otra mitad de su cuerpo segado en vida.
Pasaron dos o tres días y ese tronco seco y quebrado seguía allí, implorante y gris.
Y Pedro bajó con dos garrafas de agua de Aberchán y las dejó caer sobre la tierra seca alrededor del tronco muerto. Y lo hizo al día siguiente. Y al otro. Y al otro. Y llegó la primavera. Y llegó el verano. Y Pedro seguía bajando  sus garrafas de agua de Aberchán día sí y día también.
Y cuando estaba a punto de abandonar, cierto día creyó ver un extraño y diminuto brote verde en uno de los nudos del tronco muerto. Era apenas una milimétrica protuberancia rojiza casi imperceptible. Pero allí estaba.
A los pocos días, ese puntillo rojo se había vuelto verde y había crecido. En unas semanas había un pequeño ramillete de hojas de color verde como unos ojos verdes, y en los días de viento hasta se movían con esa descarada alegría con la que se mueven los jóvenes.
Al poco tiempo, el arbolillo había empezado a sacar hojas por toda la superficie de su tronco. De esas hojas salieron ramas, y esas ramas crecieron, bien es cierto que sin demasiada estética ni con toda la rectitud que sus compañeros de calle exhibían sin recato; pero crecieron con fuerza, con decisión, con ganas de llegar a lo más alto, con ganas de saludar a Pedro en esas tardes de verano en las que  compartía un momento cómplice con su amada allá arriba, en su balcón.
Llegó a ser un medio eucalipto fuerte y saludable. Era bajito, pero robusto y con cierta gracia; quizá por eso a Pedro le gustaba tanto, porque era como el: bajito y feo, pero luchador.
Y de nuevo llegó el día.
Un día 17 de Enero llegaron de nuevo los operarios de ayuntamiento. Alguien desde un oscuro despacho con un pascuero medio cadavérico y dos o tres plantas de plástico, había decidido que aquel engendro de eucalipto  cochambroso de caótico ramaje debía ser reemplazado por otro que no desentonara con los enormes y fuertes arbolazos del paseo. El simpático arbolillo fue arrancado de cuajo y abandonado sobre la suciedad del suelo del que tanto había luchado por alejarse.
Ahora, en la parcelilla de su árbol, Pedro puede ver un hermoso eucalipto de larguísimo tronco, recto y altanero. Es en verdad un árbol magnífico, pero no es su árbol. Que no espere sus cuidados ni sus palabras de aliento, que no espere  su amistad ni sus mimos, que ni siquiera se le acerque cuando alcance en las alturas ese momento azul de sus secretos amores de terraza.
Los que le conocen saben que esta noche se asomará al fresco, contemplará al recién llegado, lo saludará con respeto pero sin cariño y volverá de nuevo al calor de su morada y al cariño de unos brazos de mujer. Pero antes, casi seguro, insultará un poquillo más.
No sé si os lo he dicho. Pedro es bueno en eso. Muy bueno.