sábado, 23 de abril de 2011

Me voy a ir arreglando.

Es sábado. Son las ocho u ocho y cuarto de la tarde. En la pantalla del ordenador tengo una partida a medias en la que, con ciento treinta guerreros de dudosa procedencia (me parece que son Godos) intento conquistar la ciudad de Roma. Y voy ganando. Tengo al emperador Claudio con los nervios de punta, preparando las maletas como Boabdil, aunque sin tanto lloriqueo.
Es entonces cuando oigo su voz.
-Perico, me voy a ir arreglando, que hemos quedado a las diez.
Miro el relojillo que puso Bill Gates en el ángulo inferior derecho de las pantallas de los ordenadores para que los hombres no tuvieran que dejar de matar romanos cuando alguien les preguntara la hora y veo que, efectivamente, hay tiempo suficiente para acabar la batalla con mi tropa paseando victoriosa por el Campo de Marte.
Al poco se oye la segunda andanada.
-Pedro (aquí ya no suele usar el apelativo cariñoso), tienes que ducharte y recortarte los pelillos de las orejas. ¿Tienes la ropa preparada?
Le doy al “pause”. Suspiro. Decenas de Godofredos y Witilas me miran expectantes. –Pedro, –parecen querer decir- ¿atacamos o qué?
Tercer y definitivo envite.
-Terminaré, estarás todavía haciendo el gilipollas con los legionarios esos de los cojones, tendré que esperarte y al final, me enfadaré.
Me acuerdo de Tom Cruise cuando en la película “Minority Report” trataba de castigar por adelantado a los hipotéticos delincuentes del futuro.
Pero Tom Cruise, al lado de mi Virginia, es más blando que una mierda de pavo. Así que, me doy por vencido, por la cuenta que me trae.
En mi mente se dibuja entonces la bigarda estampa de mis muchachos retozando alegres y expectantes en el frente de los Apeninos y dejo escapar una lágrima por ellos. Sé que me necesitan pero, para no despertar animosidades, trato de olvidar el tema, apago el ordenador, los abandono a su suerte y en cuestión de segundos me hallo bajo el chorro reconfortante de mi ducha. Diez minutos más tarde estoy hecho un pincel, una brocha tal vez. Aseado y decentemente vestido, la verdad es que parezco otro. Otro, eso si, igual de feo.
Me dirijo entonces al salón donde, si mis cálculos no fallan, aún puedo disfrutar de un buen rato de tele. Sintonizo el canal 59 (Caza y Pesca). Un tal Ramón Perdomo, de Fuerteventura, lleva media hora peleando con un pez espada enormísimo de la muerte. ¡Que “muyayo” más cabrón!
Oigo como sollozos.
En el dormitorio se está desarrollando el mismo drama de todos los viernes.
Dejo al canario cabrón y me acerco sigiloso al origen de los lamentos. Virginia, con los brazos en jarras y el semblante demudado por la incertidumbre más cruel, se debate entre la duda de Hamlet y la desesperación de Espronceda.
-¡Pues no tengo zapatos!
Señalo ingenuamente al inmenso mare-mágnum de zapatos, zapatillas, botas, botines, medias botas, sandalias, manoletinas, medias manoletinas, y demás, esparcidos por el suelo y sobre la cama de nuestro nido de amor.
-¿No? ¿Y todos esos?
-Es que voy de claro –me dice. Y señala un bonito vestido blanco.
Desecho virtualmente los de colores oscuros y los pertenecientes a un diferente espectro y vuelvo a comentar incauto.
-¿Y esos?
-Esos son de verano.
Aparto otros treinta pares.
-¿Estos son de invierno? –inquiero refiriéndome a algunos que por su factura y apariencia así me lo sugieren.
-Sí, pero son de tacón fino.
-¿Y?
-¡Qué no se llevan!
Ya me quedan menos. Temblándome la epiglotis por la inseguridad me atrevo a farfullar algo más.
-Esos de ahí tienen el tacón gordito.
-Sí, pero no me hacen juego con la ropa.
-Pues yo los veo todos blancos.
-¡Pedro! ¡Por Dios! Esto es marfil.
Es entonces cuando doy con la solución. En una esquina, asomando tibiamente su hocico, como Platero en su jardín, refulgen con la blancura sobria y serena del marfil, un hermoso par de zapatos de invierno, con tacón gordito y todo.
-Esos son de color marfil –me arriesgo a decir no sin cierto orgullo de Sir Morgan Styanley después de encontrar a su amiguito el Doctor Livingstone.
-¡Que cateto eres, hijo! Eso es blanco roto.
- Pues entonces… ¡No tienes zapatos!
-Anda, Perico (vuelve el cariñoso apelativo), ¡vete a ver la tele un rato!
Con el orgullo herido me vuelvo al salón y espero ese momento mágico de verla recién arreglada y oliendo a “Eau de Rochas”.
Al cabo de una hora más o menos, en el canal pesca no hay nada y me entretengo viendo un anuncio largísimo de algo llamado “Squeeze master” que hace unos zumos que te cagas y que venden en el chino del “Real”, pero mucho más barato.
Está preciosa, pero no va de blanco. ¡Claro! ¡Cómo no tiene zapatos blancos...!
Lleva un precioso vestido rosa.
Se lo digo.
-Te queda de escándalo el rosa.
Sonríe. Otro regalo.
-No es rosa. Es salmón.
-Salmón –asumo.
-Salmoncito -añade.
Bajamos en el ascensor. Ella, bellísima y sonriente. Yo, acordándome de mis valientes visigodos, probablemente en situación comprometida, del canario cabrón y del capullo que inventó la gama de colores. ¡Ah! Y de su puta madre.