viernes, 29 de abril de 2011

El gordito de las croquetas.

Como homenaje a todos los invitados a comuniones.



Estás en medio de un enjambre de niños que huelen a Massimo Dutti, llevas corbata y estás jodido, hermano, porque te han invitado a una comunión.

 Durante la ceremonia has podido medio escabullirte y te has salido a fumar un cigarrillo con otros tres como tú; comentáis lo buen día que hace, lo bién que estaríais pescando, o en los pinos, o en la playa, o, ya puestos, en medio de un bombardeo talibán cerca de Kandajar. En cualquier sitio, mejor que aquí.

Pero llega la celebración. El restaurante está hasta arriba; los niños siguen oliendo a "Massimo Dutti", y las madres de los niños a "nohequé" de Vittorio y su amigo, o a "Fleg de Pagí" o a demonos fritos. Y eso no es nada; las abuelas huelen a "Maderas de Oriente" o a "Joya". ¡Santo Dios!

Y encima, con la hora que es, todavían no han puesto nada sólido para comer. Es verdad que en tu plato hay algo parecido a ensaladilla rusa, y una rodaja de jamón de algo que en su día vió de lejos la foto de una bellota. Pero eso no es lo peor. Ahí cerca. mirándote, desafiante, en la mesa de al lado, un chaval con cara de Harry Potter entradillo en kilos, saborea un pedazo de plato de San Jacobo y croquetas con patatas fritas que, en algunos paises de Centro Africa valdrían como pensión completa para un poblado Guandangui durante, por lo menos, un mes y medio. Los demás Sanjacobos permanecen cruelmente despedazados, yaciendo entre una corte ignorada de croquetas rotas y patatas machacadas debatiéndose entre el olvido y el desdén porque los jodidos niños de la comunión han descubierto que es más divertido incordiar al recien cristianado mientras juega con su flamante Blackberry, que comerse unas croquetas de sabe Dios qué, con bechamel.

Y entonces te encuentras con la realidad.

Miras tu plato de rezumante ensaladilla, te aflojas la corbata unos milímetros, te palpas la axila que, sí, está empapada, y deseas cambiarte, al menos por un momento, por el dichoso gordito de las croquetas.

 Ese sí que está disfrutando. ¡Que cabroncillo!

lunes, 25 de abril de 2011

Virgi y el Doctor House.


Estoy ya en la edad en que los conciertos apetece verlos sentado, y a ser posible, habiendo cenado antes un buen chuletón de Ávila o de cualquiera de sus zonas limítrofes. Es una edad en la que el deporte por la tele es cada día más atractivo y el deporte en la cancha cada día te seduce menos. Se va durmiendo menos, se va teniendo cada día más mala uva, te parece que todo el mundo conduce peor que tú, no entiendes ni papa de lo que dicen tus hijos o los amigos de tus hijos, piensas que las niñas van por ahí enseñándolo todo… Vamos, que estoy llegando a “mayor”.
Y mi cuerpo serrano, parece que se ha dado cuenta y el muy cabrón me lo recuerda de vez en cuando. Sin ir más lejos, hace unos días, me tomé una pastilla de nosequé, de esas que si estás embarazado o vas a conducir excavadoras mejor no te las tomes, y se ve que mi maquinaria interna se pilló un rebote de esos que hacen historia. Y porque el sistema inmunológico no habla, así con palabras, pero a su modo, se cagó en mis muertos. Que quien soy yo para medicarme, que si me creo que tengo veinte años, que le dé el ibuprofeno a mi madre, en fin, un verdadero show.
Parece que mis endorfinas (¿se dice así?) reaccionaron con los cojones que las endorfinas parece que tienen, y terminé derecho en urgencias. Allí, pues todo amabilidades, buen trato, simpatía… pero lo primero que hacen es que te pinchan. Si, con amabilidad, pero “pon el brazo que te vas a enterar, y si no, no haberte tomado la mierda esa que te has tomado, que mira cómo tienes la tensión, payaso”. En ocasiones como ésta, hay que hacer lo que hizo Pavarotti cuando le dio la tos: callarse.
Un rato allí, tranquilito, sin meterme con nadie, y luego… luego, amigos, vino lo peor.
Llego a casa, mi mujer me mira, aunque más que mirarme me escruta, se alegra de verme, me da dos besos, y me dice volviendo a mirarme a los ojos con una mirada que le he visto a “House en algunos episodios:”Me voy a comprar un cacharro de esos de medir la tensión y te la voy a controlar”. Luego, como quien no quiere la cosa, añade “¿Te parece bien, gordi?”.
A partir de ahí, mi vida se ha convertido en un constante vaivén de sensaciones. Que estoy tumbado en el sofá contemplando”Canal cocina” y carraspeo un poco, pues “¿Tienes tos, cariño? Veremos a ver si no vas a tener la tensión alta” y dale que te pego a espachurrarme el brazo con el invento del demonio. Que estoy jugando al “Bouncing balls” intentando quitarle el record a Ana Palazón y se me hinchan los ojos con las cabronas de las bolitas, pues “¡Uy esos ojos! ¿Te duele la cabeza o algo? Vamos a ver esa tensión”.
Estoy planteando una demanda por lo civil contra “Hartmann”, la creadora del puto aparato “Tensoval Duo Control” por haber introducido en mi, hasta ahora, pacífico hogar este artilugio malvado y demoníaco que está acabando con mis paciencia y tal vez, no sé, acabe también con mis solomillos a la pimienta y mis cervecitas de los viernes.
Porque además, mis hijos secundan a la nueva Doctora House y, de vez en cuando colaboran en el diagnóstico con sutiles comentarios como “Mamá, papá tiene la vena de la cabeza hinchada, ¿le has mirado la tensión?”. Ya me lo estoy imaginando. Dentro de unos días esto va a convertirse en la reunión de principio del episodio.
-Mamá, -dirá Rocio- ¿has comprobado el resultado de la resonancia del Lunes?
-Daba negativo, –dirá Pedrito- pero el análisis de los niveles de Tungsteno en sangre muestran niveles preocupantes. ¿No deberíamos ponerle cien miligramos de pirifedrina?
Me esperan días convulsos. Lo peor está por llegar. Ya me estoy imaginando a mi Virgi haciéndome las pruebas para descartar el Lupus. Por lo menos, eso sí, mi Virgi tiene mejores modales que House. Y está más buena.

domingo, 24 de abril de 2011

A ese puerto que se nos fue.

Muchos melillenses asociamos nuestra vida al mar, nuestros recuerdos más felices vienen del mar  y van al mar. Y la vía por la que esos recuerdos fluían era el puerto, ese puerto que, día a día se nos va hurtando a los paisanos, se va cerrando y mercantilizando, “modernizando”, ocultando…
Pero los recuerdos son como las aves: si no tienen de qué alimentarse, emigran. Es formidable adquirir nuevos conocimientos, abrirse al mundo y  admirarse ante este futuro tan apasionante que nos aguarda, pero no podemos ni debemos olvidar todas esas experiencias que, a lo largo de nuestras vidas, han forjado nuestro carácter y le han dado ese color característico a la vida de cada quién.
Mis recuerdos, como los de gran parte de mis vecinos (estoy seguro), empiezan con un paseo por el puerto, de la mano de mi padre, o de mi abuelo. En esas mañanas dulces de los inviernos de antaño, gustábamos del paseo al borde del cantil, sorteando, eso sí, cajitas de aparejos, bolsitas con caracolillos, sardinas o masilla, y cubos de colores azules y rojos, pocas veces llenos de pescado, pero siempre de esperanza; de esa mezcla de esperanza y de paciencia que parece que Dios creo para los pescadores.


Tarde a tarde, mañana a mañana, terminabas por aprenderte los nombres de tus favoritos. Uno de los míos  era Sebastián, el afilador. Con su “Mobilette” roja siempre a mano y su sombrero de fieltro negro, era una estampa inconfundible, solemne, legendaria. Desde que pasaba junto a la garita de la Compañía de Mar, intentaba localizarlo.  –Allí lo veo, Perico. – decía mi padre. Y allá que íbamos a su encuentro. Nos situábamos a diez o doce metros; una prudente y respetuosa distancia. El maestro pescaba. Y a la luz de este sol africano que en los crepúsculos estivales le concede a los seres y los objetos una casi sobrenatural grandeza, la imagen de Sebastián, con su pequeña y remendada caña, con Melilla al fondo y el olor y el sabor del mar impregnándolo todo, se ennoblecía. Ya no era Sebastián, era historia pura, era un hombre sumergido en ese mar que nos rodea, nos alimenta, nos inspira, nos da paz y nos comprende.


Con el tiempo, aprendí que el puerto ofrecía bajo la mágica luz de su faro y  con la calidez de su piedra oscura y confidente, ese romántico rincón que tantas y tantas historias de amor ha presenciado, con esa callada y tranquila complicidad que solo la piedra y el mar (siempre el mar) ofrecen a los niños, los viejos y los enamorados.
En el puerto hemos empezado a caminar, hemos jugado,  hemos soñado, hemos aguardado en los días de temporal el regreso de los nuestros, y hemos llorado abrazados a quienes partían llenos de esperanzas y proyectos.
En el puerto hemos fraguado amistades, hemos  desencadenado historias, hemos olvidado penas, hemos aprendido a vivir, hemos amado, y hasta hay quienes no concebimos nuestra vejez sin contemplar la posibilidad de llevar de paseo, quizá a media tarde, algún día de esos bellísimos  Septiembres nuestros, sorteando cubos azules y rojos, a un pequeño nietecillo de remolino en la frente y mirada inquieta, buscando entre las cañas la imagen serena y satisfecha de Paco, de Bartolo. . . o de Sebastián.