sábado, 30 de noviembre de 2013

El barril de pólvora y el gilipollas del mechero.

(Con cariño para mi amiga Magui Olmedo, La Flor de Burgos)

El ser natural de cualquier sitio, las Islas Comores, por ejemplo,  tiene sus inconvenientes y supongo que debe tener también sus  cosas positivas. Aquello es bonito sin llegar a ser lujuriosamente bello, posee un clima razonable dentro de su comorismo, la gente es hospitalaria sin llegar a ser pelma ni pegajosa, hay buena pesca… Digo yo que eso de ser… “de allá” tendrá sus más y sus menos como por lógica debe suceder con casi cualquier otro lugar de la tierra.
Pero el haber nacido en Melilla -cada día lo veo más claro- ha terminado por  tener como principal y único atractivo, que puedes decir que eres… “de acá”.
Y… ¡ya está! ¡Se acabó!
O por lo menos, para eso me parece a mí que estamos quedando los paisanos de esta bendita tierra que limita al este con el mar y a los demás puntos cardinales, con lo que podríamos denominar “la puta valla de los cojones”.
Podría parecer, por la peyorativa descripción de que la he hecho acreedora, que no goza ese monumento de hierro y alambre de una mínima consideración por parte de este modesto escritor, ni en función de su aspecto artístico, ni en función de su más que cuestionable operatividad. Y en realidad, el que así pensase, pensaría bien.
Me explicaré.
Quizá los más jóvenes no recuerden que hace unas décadas, en Melilla no existía una valla de triple paño y siete metros de altura que limitara el tráfico de personas y mercaderías entre este nuestro país y el vecino reino de la siempre simpática y colaboradora monarquía alauita, pero es cierto; no la había.
El melillense típico solía pasar unos quince o veinte domingos al año comiendo arroz o pinchitos en los Pinos y era habitual que los más jóvenes nos diéramos un paseo por los “Pinos morunos” después de comer, paseo durante el cual recogíamos piñas -que entonces, sorprendentemente, tenían piñones- o buscábamos tortugas, o matábamos escorpiones, o nos embadurnábamos con resina las manos, las piernas, la cara y la ropa para que nuestros padres estuvieran supercontentos por la noche.
La separación entre nuestros pagos y los pagos vecinos era puramente testimonial y la alambrada –que sí que la había- consistía en retazos oxidados de irregulares tramos de vallas de cómo medio metro de alto que los chaveas pasábamos sin el menor recato ante los ojos, divertidos a veces y somnolientos casi siempre, del mehanni de turno o del policía de servicio.
Podría decirse que éramos más los que pasábamos para allá que los que venían hacia acá.
Mientras nos íbamos haciendo mayores, los países africanos fueron ganándose la independencia y sus independientes ciudadanos comenzaron a hacer lo que en este continente es tradicional en circunstancias similares, es decir,  matarse vivos. Occidente, siempre alerta contribuyó armando milicias de un signo o reventando a las del signo contrario según mil y un criterios nunca suficientemente explicados.
Apoyamos gobiernos demenciales, desquiciamos hasta lo impensable a cuantos comenzaron a asomar la cabeza por el estrecho ventanuco de la democracia, ignoramos a los que más nos necesitaban y les reímos las gracias a varios payasos que hablaban bien el Español y se vestían de Ermenegildo Zegna mientras sus paisanos se devoraban los unos a los otros por puro odio o por puro aburrimiento.
Y entonces surgieron el miedo y el hambre.
Y mientras en la Península se empleaban a fondo en demostrar lo solidarios que éramos en Melilla y lo mucho que nos respetábamos y nos queríamos, y los bien que convivíamos y lo de las “Cuatro Culturas” y todas esas gaitas, llegaron los primeros subsaharianos.
Los Melillenses empezamos a ejercer entonces una curiosa mezcla de solidaridad y escepticismo, adobados con la siempre forzada bizarría con la que afrontamos desde tiempo inmemorial los desmanes y la incompetencia de nuestros políticos en la metrópoli.
El pueblo de Melilla se ha desvivido por ayudar en la medida de lo posible a esos miles de hombres y mujeres que se han enfrentado valientemente a su destino y que no han dudado en jugarse la vida para encontrar simplemente un poco de paz y un plato de comida.
El pueblo de Melilla ha aprendido a ver al inmigrante como a un amigo.
El pueblo de Melilla, no está indignado, ni dolido, ni triste… Está cansado.
El pueblo de Melilla ha hecho lo que tenía que hacer.
Pero ahora no  nos toca a nosotros.
Y a mí me preocupa especialmente este absurdo y dantesco espectáculo que tenemos montado a uno y  otro lado de la valla de la vergüenza y la discordia.
Nos pusieron la valla –supongo yo- para que no pasaran de forma ilegal los que no debieran hacerlo. Hasta ahí, y por doloroso que pueda parecer, me parece lógico y hasta necesario.
Pero el hambre da alas y las escaleras de palo ayudan. Y las “excelentes relaciones” con Marruecos ponen de su parte. Y cada día recibimos con la boca más abierta y el corazón más cerrado las noticias de cientos de subsaharianos que vulneran cada noche la majestad de esa inútil estructura, gris, siniestra y estúpida.
Los hombres que defienden el perímetro de nuestra frontera asisten, agotados, al espectáculo en el que se ven por fuerza envueltos madrugada tras madrugada. Los veo volver a casa maltrechos, doloridos, agotados, impotentes. Regresan cada mañana con la mirada perdida entre la amargura y el desconcierto.
Desde muy lejos “comprenden” nuestro problema.
Se decide la instalación de una red de cuchillas meramente disuasorias. Pero que cortan. Es decir, cortan, si subes los ocho metros de alambre que las separan del suelo.
Y hacen daño. Mucho daño. Y matan.
Ya tenemos el dilema servido en bandeja.
Cientos de voces se alzan contra el infame invento por lo inhumano que resulta. ¡No puede ser! El inmigrante tiene que pasar sin resultar herido. Ahora el reto consiste en que los que se atrevan a cruzar la valla lo puedan hacer sin sufrir daño físico.
¡Quitamos las cuchillas!
Pero entonces todo el mundo querría pasar.
Ah. Pues entonces… ¡que no las quiten!
Pero esas cuchillas pueden seccionarte la yugular y ponerlo todo perdido.
Eso es otra cosa. En ese caso ¡Que la quiten inmediatamente!
Pero es que hay miles de personas acampadas en el Gurugú esperando el momento de atreverse a saltar y llegar a Melilla.
Pues… Pues…
Y así estamos.
Nadie quiere esa valla. Yo me siento encerrado. Me roba la vista de ese mar que cada día vemos menos. Me despoja de la sensación de libertad que disfrutábamos en esa infancia feliz que vivimos en Los Pinos cuando podíamos ir y venir a nuestro antojo. Me da tristeza. Me duele esa valla.
Y también me duele que me ignoren, que jueguen conmigo, que crean que en Melilla lo estamos pasando bien con esta vergonzosa circunstancia en la que NO NOS HEMOS METIDO NOSOTROS.
Alguien tiene que poner fin a esto. Sinceramente no sé cómo, pero tampoco he querido nunca saberlo. Cada cuatro años asisto con litúrgica predisposición y esperanza renovada al sacrosanto acto de depositar mi voto en una urna. Hay quienes se dan de hostias para aparecer en esas listas. Son ellos los que tienen que hacer algo. Y lo tienen que hacer antes de que alguna tragedia nos vuelva a situar en las portadas de los periódicos o en los titulares de los informativos.
Es el momento de exigir valentía. Hay que ponerse por delante de los acontecimientos y evitar lo inevitable.
Los Melillenses no tenemos porqué arreglar esto. Esto no es obra nuestra. Hemos hecho lo humano y lo inhumano por vivir y convivir, por sobrevivir y por ayudar a los que quieren sobrevivir, por comprender y por que nos comprendan.
Y que quede claro -bien claro-, que con melindres no se solucionan los problemas.
Estamos sobre un barril de pólvora. Y aunque estamos preocupados y expectantes, no dejamos que ello nos amargue la existencia.

Lo peor es que venga un gilipollas con un mechero a jugar a nuestro lado.

domingo, 9 de junio de 2013

Un "voyeur" televisivo.

Soy  -tengo que admitirlo- un “voyeur” televisivo.  Hay días en los que me sorprendo detenido ante la pantalla, como si de la mítica Medusa se tratara, convertido en piedra por mi volubilidad  y mi incapacidad para apartar la mirada.
Suelo  moverme por un reducido número de canales. En el Plus, de vez en cuando me  conecto al 66, “Caza y pesca”, al XX, “Canal Cocina”, o a los clásicos “Discovery”, “Odisea” y “Nacional Geographic” o incluso al “Viajar” porque ahí se conoce buena parte del mundo sin salir de casa, y también salen cosillas de gastronomía.
Pero hay ocasiones en las que, buscando en la parrilla esos hitos ya trillados y familiares, aparece en pantalla algo, un destello, un flash, una pincelada de algo que me aturde, me anestesia y me hechiza como el canto de una sirena griega encantadora y fatal.

Un día es Carlos Sobera que  propone a una pareja de señor entrado en años y chica joven y dicharachera  -al parecer, su hija-, un interesante dilema:  ¿Cuál de estos nombres no es egipcio? Y la pareja tiene que apostar una buena cantidad de dinero sobre alguna de estas opciones: Akhenatón, Ramsés, Sócrates y .Anwar.
-Pues yo… es que no leo muchas cosas egipcias- dice la muchacha.
-Puede  ser Sócrates , porque me parece que ese era  italiano –dice el señor.
Sobera empieza a descojonarse, pero como es vasco, sabe disimularlo medio bien.
La chica razona.
-Puede ser Anwar, porque en inglés significa “una guerra”. Si. Va a ser Anwar.
Sobera, vasco y todo, ya no puede más.
-Si, puede ser, dice entre sollozos.
-Mira –concluye el padre- todo a Akhenatón y que sea lo que Dios quiera.
-¿Estás seguro?
-Si. Partenón… Akhenatón… ¡Es griego! ¡Seguro!
Al ratillo, padre e hija se abrazan y comentan lo bonito que ha sido “ir a jugar”.
Yo, en casa, comento lo bonito que habría sido estudiar un poquillo más cuando tuvieron que hacerlo.

Otro día es una especie de show en el que cada hombre, o cada mujer, o cada “viceversa” tiene que demostrar lo arrastrado que puede llegar a ser el ser humano con tal de salir en la tele un par de días y hacerse ligeramente famosillo.
Por lo visto, unos y otros van a buscar novia y son todos guapos a rabiar.
-Willy, me han dicho que anoche te has cepillado a Jenny.
-Si pero eso no significa nada- dice Willy. Yo sigo queriendo a Candy.
-Si –dice Candy. Yo voy a luchar por él.
Y se levanta otra del fondo y añade orgullosa: -Es que yo también me lo cepillé el otro día en el hotel y eso no quiere decir nada. Cada una es como es.
-De todas maneras –añade el mozo- mi favorita sigue siendo Mariloli.
Mariloli, con una minifalda que deja ver parte del melendrete, suspira orgullosa.
La presentadora le pregunta que piensa ella.
-Yo no hablo con estas furcias que nada más piensan en tirarse al primero que aparece.
-¡Eso no es cierto! –arguye otro del fondo. Yo aparecí el tercero y también me he cepillado a Mariloli.
El concurso es una joya.
Con el asunto de la cocina la cosa no alcanza niveles muy superiores, y eso que el tema culinario es sagrado, por lo menos para mí.
Hay un espacio-concurso en el que nohecuántos candidatos aspiran a ser super-chefs. Se les somete a algunas pruebas y un jurado especializado decide quién tiene posibilidades y quién se vuelve a casa a seguir pelando papas y  soñando con ser el nuevo Adriá.
La dinámica es la siguiente: los chicos y chicas se matan cocinando y después el jurado los chulea.
-Esta bechamel no se la doy yo ni a mi perro.
-¿Has hecho la salsa con cemento o es que eres así de imbécil?
-No solo no voy a probar la mierda de puré que has hecho sino que en cuanto se dé la vuelta el cámara te voy a meter dos hostias que te vas a enterar.
Los jueces, igual cocinan que da gloria, pero de modales andan regular.
No he conseguido ver más que uno o dos episodios y termino siempre cabreado.

Mucho más relajante me resulta otro espacio en el que “alguien” siempre tiene “una cosita” que le quiere decir a “alguien”.
El presentador los separa con una especie de biombo grandote y te cuenta primero la historia de uno de ellos.
-Yo tiré a mi hijo por el wáter y cuando lo rescataron los bomberos y me lo devolvieron, lo mandé por SEUR a Somalia. Ahora quiero que me perdone.
Lo  peor es que, de vez en cuando, el otro pobre va y lo perdona.
-Yo engañé a mi marido con su jefe, con el fontanero y con la plantilla entera del Covaleda Futbol Club, incluido Bimba, el camerunés, que salta cada día mejor y que el día que le dé a la pelota se lo van a rifar en primera.
-¿Y ahora le vas a pedir que te perdone?- dice el presentador.
-No. Le voy a decir que es un gilipollas. Es que se me olvidó decírselo cuando lo eché de casa.
El programa no tiene desperdicio.
Pero aún los hay más sangrantes.
“Mira la casa que tengo, pedazo de pringao”, o algo ahín, es como se llama mi favorito.
Un colega, casi siempre arquitecto, te enseña la casa donde vive. Lo peor es cuando te presenta a Lilly, la sirvienta.
-¿De dónde eres, Lilly?
-De Ecuador.
-¿Y tienes papeles?
-No. El día menos pensado le meto un “crujío” al pijo este que se le van a quitar las ganas de enseñar la casa.
Otras veces es una parejita de cincuentañeros podridos de dinero y con un gusto exquisito por  el arte conceptual.
-Yo soy Alberto Ernesto.
-Y yo Maria Daniela, pero podéis llamarme Fufi.
-¿Y a quien se le ocurrió hacer un bidé con cascaras de cañaillas, Fufi?
Es cierto que la tele relaja, que acompaña, que llena un hueco formidable en los silencios de toda relación, que nos permite saber y conocer, que ayuda, que puede, incluso, instruir…
Es cierto que la tele es una forma de entretenimiento barata y asequible.
Es cierto que la tele nos permite llegar a donde las obvias limitaciones de la  física nos lo impiden, pero hay días en los que pienso seriamente en la posibilidad de sustituirla por una pecera con calamares o por una repisa con huachifofos de yuca y magüéi.  
No obstante, no todo es negativo.
La tele te ayuda a dormir, especialmente después de comer.
La tele nos convoca y nos compacta.
La tele nos ha hecho vibrar con Alonso, Nadal o “La Roja”.
La tele nos informa… a veces.
Lo que sí hay que hacer es ser exigentes, discriminar y seleccionar.
Y tampoco pasa nada si, de vez en cuando, hacemos un poco el “voyeur”. Luego un ALMAX y aquí no ha pasado nada.

sábado, 25 de mayo de 2013

Mongolia y nuestras leyes de educación.

Con cariño, para Pilar.

Los alumnos íbamos de pantalón corto en invierno y en verano. Las alumnas, a quienes veíamos desde muy lejos, eran una realidad paralela intangible, lejana y casi etérea. A los profes había que llamarles de “Don”, y siempre, siempre, teníamos muchos mocos.
Había detalles más o menos folclóricos como aquello de cantar según que himno a determinada hora de la mañana, o tener que formar y cuadrarse antes de entrar en clase.
La mayoría llevábamos para el recreo un bollo de pan con chocolate “Maruja” o un bocata de salchichón “Pamplonica”.
Jugábamos al trompo (nadie sabía lo que era una peonza), a las bolas (lo de “canicas” vino después) o a las chapas. Yo era malo  en las tres categorías.
Además,  cuando alguna persona mayor entraba en clase, te tenías que levantar y preguntarle por la salud.  En el momento de marcharse, además,  se le espetaba un “Que usted lo pase bien”, ya fuera el sujeto en cuestión al parque a darle de comer a los patos, o a hacerse una colonoscopia.  Eso ya no era problema nuestro.
Si Quito López era amigo tuyo, pues “te ajuntabas”. Si Rielo dejaba de serlo, pues “ya no te ajuntabas”. Y viceversa.
Había clases por la mañana y por la tarde.
Había que hacer “tareas”.
Y aprendías. Aprendías mucho.
Básicamente, esta  era nuestra escuela.
Pero fuimos creciendo y empezamos a cuestionar algunas cosas.
Siempre recordaré  aquella oscura y húmeda tarde de octubre en la que Don Cristóbal, quizá motivado por lo sombrío del ambiente, desplegó sobre la pizarra un enorme mapa de Europa y Asia. No era un mapa de colorines. España no era amarilla y Portugal no era verde claro,  pero venían todos y cada uno de los ríos y las montañas del viejo continente.
-Vamos a estudiar los sistemas montañosos más importantes de Europa – dijo el buen hombre.

Y empezó a mencionar, de Oeste a Este, todas las manchitas marrones que cruzaban caprichosamente la geografía europea. Cuando iba por los Pirineos, ya me perdí y sólo recuperé un poco la consciencia cuando creí oir “Cárpatos”. Esos montes me sonaban de una peli de Drácula.  Christopher Lee le mordía el cuello a una pava descotadísima que lo que quería era otra cosa pero que… Bueno, esa es otra historia.
Si mal no creo recordar, llegamos hasta los montes nohequé, de Mongolia.
Y aquí, amigos mios… aquí me dí cuenta de que en España, las leyes de educación no iban nada bien. O al menos no iban nada bien con la realidad sociopolítica en la que nos desenvolvíamos.
No había nada más que mirar un pasaporte de la época.  En la página cuatro, en tinta azul, venía diáfanamente explicado que  si se te ocurría pasarte por la URSS o por Mongolia exterior te podían forrar a hostias; con otras palabras, pero venía a decir eso mismo. Creo recordar que tampoco podías ir a Albania, a Corea, o a Vietnam.
O sea, que mientras los funcionarios del Ministerio de Educación y Ciencia te cantaban las lindezas de las cordilleras transalpinas y las maravillas de los rios de más allá de los Urales, los sagaces asalariados del Ministerio de la Gobernación te advertían que de ir a pescar truchas al Volga… ¡Ni pensarlo!
Te dejaban, eso sí, la posibilidad de ir a Mongolia “interior”, que por lo visto no era  tan nociva como la otra.
Y -me preguntaba mientras ponían en la tele unos horribles dibujos animados checoslovacos-  ¿para que mierda quiero yo saber los rios que pasan por  Rusia si no me van a dejar ir a Rusia en toda mi miserable vida? ¿De qué me sirve haberme aprendido dónde está Mongolia si nada más me dejan ir a la “interior”? ¡Con lo buena que está la rata de pantano como la cocinan los de la “exterior”!
También tuvimos que estudiar los “conjuntos”. Un jeta, denominado Euler Venn elaboró una serie de leyes y propiedades sobre los putos “conjuntos”, cuya única  finalidad era volvernos locos. Y con algunos, verdaderamente, tuvo éxito.
Lo de los “trabajos manuales” cuya sola enunciación ya da que pensar, era una asignatura que consistía en que el profesor de turno mandaba  a nuestros padres hacer una torre Eiffel o un acueducto de Segovia con palillos de dientes. O era lo de los palillos, o era un mapa de España en escayola… o era un cubremanteles con tapones de vino Savin… A mi padre le volvía loco regresar del trabajo a las tantas de la noche y ponerse a pegar palitos con pegamento “Imedio”.
Fue, como dijo Frodo Bolsón, una época oscura. Pero, la verdad sea dicha, no nos lo pasábamos mal.
Y lo mejor de todo es que de aquel cúmulo de despropósitos, sacamos bastantes cosas en claro y, desde luego, una culturilla más que aceptable.
No todos llegamos a sabernos las obras de Delibes, pero casi nadie escribía Delibes con V. No llegamos a conocer el nombre de todos los ríos de España con sus correspondientes afluentes, pero sabíamos que el Ebro jamás –repito, jamás- ha pasado ni tiene la intención de pasar por Santa Cruz de Tenerife, ni siquiera en carnavales, que aquello se pone precioso.
 Aprendimos que el puma no es un cantante, que el participio no es una parte del pene, que un ladrillo, por bonito que te parezca, no es una piedra preciosa… Aprendimos mucho.
Recuerdo aquellos años de nuestra iniciación a la lectura con especial ternura.
“Santillana” editó un manual de lectura que era una verdadera joya. Con fragmentos muy inteligentemente escogidos, hacía que los chavales nos llegáramos a interesar por “Las inquietudes de Shanti Andía” de Pio Baroja,  “El mujik y el diablo” de Tolstoi, “La canción del Pirata” de Espronceda… Algo de Calderón… Algo de Gloria Fuertes… Un poquito de esto… Un poquito de lo otro…  Nos gustaba leer. No nos cansaba. Bueno, en realidad, lo que si cansaba era llevar aquellos libracos tan enormes en la cartera. Porque además, por aquellas fechas nadie llevaba mochila, todo iba en una “cartera” que, si tenías suerte, disponía de unas correíllas para poder llevarla en la espalda, pero si no, podía llegar a alargarte los brazos varios centímetros durante la EGB y otros pocos durante el BUP.
Gran parte de la “culturilla” que adquirimos con la lectura se lo debemos a la editorial “Satillana”. Buena parte de nuestros problemas cervicales… también.
La EGB y el BUP.
Y nosotros nos quejábamos.
Pero nos valió. Salimos del trance, mal que bien, pero salimos.
Ahora lo que me pasa es que me planteo cierto número de dudas que, a veces, unidas a la de si se separa o no Carmen Bordiú, me tienen sin sueño.
Desde la Ley General de Educación de 1970, obra de Villar Palasí, hemos tenido seis hermosas leyes de educación. Seis.
La que viene, la LOMCE, la de Wert, esta nueva maravilla, es la séptima.
La mayoría de los ministros que firmaron esas leyes, y otras joyas por el estilo, unos más espabilados y otros menos,  incluido el ínclito Wert, estudiaron la EGB y el BUP. ¡Y llegaron a Ministros! 
¿Tan malo era aquello? ¿Hay que ir cambiando cosas hasta que nos las carguemos del todo?
Siempre recordaré uno de los días más funestos de mi vida como enseñante. Corría el año 91 del pasado siglo. La LOGSE llevaba poco tiempo aplicándose y para algunos profesionales del ramo, dicha aplicación presentaba no pocos dilemas.
Llegó a clase uno de mis alumnos. No quiero dar su nombre pero se llamaba Jose Luis. No uno de los más brillantes, desde luego. Venía de recibir las notas de Inglés en el Instituto.
-¡Pedro! –me dijo presa de una gran excitación y mostrando un júbilo desmesurado-. ¡He sacado un uno!
-¡Mierda! –dije yo.
-¡No, Pedro! –corrigióme-. ¡He aprobado!
-¿Con un uno?
-¡Si! Dice la seño que se ve que me he esforzado. Como tenía un cero en la primera evaluación…
Tuve otras tardes negras. Como aquella en que un alumno mío me dijo que tenía ya estudiado todo lo de Historia para la PAU.
-Me sé el siglo XX casi de memoria –arguyó-.
-¿Y el XIX, que?
-Ese no es importante- me dijo.
A partir de ese día tengo pesadillas recurrentes con Solana y Cruz Martinez Esteruelas vestidos de Pinky y Winky. Me despierto sudando y recitando de memoria los ríos de la cuenca cantábrica.
No pierdo la esperanza. Algún día alguien se dará cuenta de que la Educación no debe ser un proyecto de cuatro a ocho años en el que cada partido nos venda lo mejor de su apostolado para servir principalmente a sus deudos y votantes. Algún día, alguien verá en los estudiantes algo más que futuros contribuyentes. Algún día, espero, terminaremos por considerar el conocimiento como  un bien verdaderamente digno de ser protegido, y no como a un mero instrumento.
No deja de ser una lástima que, ahora que ya podemos ir a Mongolia exterior a comer rata frita, muchos de nuestros licenciados, futuros “Grupo A” no tienen ni puta idea de dónde está.

sábado, 18 de mayo de 2013

El clavo ardiendo.

Cuentan los códices de la época que San Policleto de Alejandría, astrónomo, erudito, profeta,  y mártir, de natural optimista y dicharachero, empezó a dudar seriamente de su buena fortuna cuando la  trigésimo cuarta piedra que le impactó en el cráneo salpicó de bolodilos de sesada su hasta entonces nívea túnica de lino de Galilea.
Con el ojo que le quedaba abierto después de aquellos tres cuartos de hora recibiendo pedradas amarrado a un poste, lanzóle un guiño a una bella samaritana de Samaria que por allí pasaba ajena, o tal vez no, al tumulto y al vocerío. La guapa samaritana, contagiada del griterío y dejándose llevar por la enfervorecida masa, ignoró la lisonja gestual del dubitativo mártir y, recogiendo del  suelo una muestra más que regular de roca basáltica entreverada con pirita de manganeso, endiñóle sin miramientos el loscazo número treinta y cinco.
Gaudeamus Ígitur, legionario veterano de la Séptima, a la sazón guarda encomendado del orden en la ceremonia, interrogó de esta forma al infortunado mártir:
-¿Todavía te quedan ganas de juerga, cebollino?
-En los momentos malos, amigo Meneamus…
-¡Gaudeamus!
-En los momentos malos, querido Gaudeamus, hay que agarrarse a un clavo ardiendo.
San Policleto habría pasado a la historia con más pena que gloria de no haber sido porque tuvo a bien inventar la mercromina y por sus enseñanzas sobre el mal recurrente y los clavos ardiendo.
Y en eso andamos.
No hemos cambiado tanto desde el siglo equis, palito, palito.
Y desde luego, no nos va mucho mejor que al exégeta de Alejandría.
Nos están forrando a sopapos mañana tarde y noche y, lejos de saltarle al cuello al verdugo de turno, ya sea la Comisión Europea, ya sea el Ministro de Economía y Hacienda o ya sea el tontaina del banco que no nos quiere refinanciar la hipoteca porque no se fía ( y hace bien), nos dedicamos como españoles de pro, a buscar ese rinconcillo común del buen rollo y la francachela amable e intentamos, tarde tras tarde, olvidar el mal rato que nos están haciendo pasar. Es una especie de resignación racial no exenta de cierto fatalismo hedonista con tintes ibéricos, muy de nuestro estilo. Es como si Viriato hubiera pensado “Mira, no son tan malos estos romanos. Me voy a tomar un chupito de oporto y a ver si mejora el panorama” en vez de liarse a matar romanos como en el “Imperivm  II” de Nintendo.
Ahora, más que nunca, estamos agarrando cada uno el clavo ardiendo que nos pilla más a mano.
Nos viene de perlas que Fernando Alonso gane de vez en cuando y ni siquiera nos importa esa mala follá que parece irle invadiendo lenta pero inexorablemente.
Vivimos con el Barcelona o el Madrid cada uno de sus éxitos, sus batallas y sus vicisitudes, y nos duele la mano chunga de Casillas mucho más que esta artrosis financiera que nos tiene medio doblaos y mirando al suelo.
Gracias al cielo, hay clavos ardiendo para todos.
Y está el iPad.
Y está el wassap.
Y está el Canal Cocina.
Y tenemos los mejores restaurantes del mundo. Aunque si quieres comer en alguno de ellos, tienes que empeñar el iPad y empezar a mandar los wassaps con la epileidi.
El paro anda por las nubes, los recortes nos tienen de una mala leche casi perpetua y esa mierda de la prima de riesgo es como aquella vecina del segundo que tuve yo, que cada vez que mis padres se iban y teníamos jarana en el tercero, se empeñaba en subir y al final nos fastidiaba la fiesta. Se llamaba Magdalena y además era como un gremlim; cuando le caía agua se ponía como loca.
No nos va –decía yo- nada bien, pero lo peor es que a algunos, a muchos en realidad, parece como si hubiera empezado a darles lo mismo. “Ya mejorará la situación”, dicen. “Esto no va a seguir siempre ahín”.
Y luego están quienes protestan mal o a destiempo. Recuerdo aquel muchacho de frondosa melena que se quejaba en un telediario, de las tasas universitarias. “Es que si tardas tres años en sacarte una asignatura, se te va un pastón”, explicaba. Si. Ahí tengo que reconocer que llevaba más razón que un santo. Más razón que San Prolígeno, por ejemplo, que sacó su carrera en los cinco años reglamentarios.
Para unos y para otros, siempre está el clavo ardiendo. Siempre hay hacia donde mirar si no nos gusta lo que vemos y siempre hay algo o alguien a quien echarle el muerto si no nos gusta lo que tenemos.
En los ochenta, era la costumbre pedir la dimisión de Martín Villa, ministro del interior, cada vez que a alguien se le torcía la mañana. En cierta ocasión, en una manifestación contra las matanzas indiscriminadas de focas en Groenlandia que, no se quien había convocado en la Puerta del Sol, varios sujetos portaban pancartas con el rótulo “Martin Villa. ¡Dimisón YA!”.
Como dice el pasodoble “Entre flores fandanguillos y alegrías…”
Es que somos la leche.
Pero nadie me malinterprete. Yo no digo que esté mal esto de agarrarse a sabe Dios qué mientras salimos o no a flote.
Yo lo que digo es que si al toro lo quieres coger por los cuernos, no puedes a la vez ponerte a ver el fútbol.  Si el toro es malo, le das cuatro pases, le pones las banderillas, lo matas, y luego te comes un estofado de rabo con patatas, si quieres, mientras ves como gana el Liverpool. Pero primero, amigo mio… Primero lo toreas.
Como dijo Tito Puente en el “Tropicana”, “Hay que mover el bullarengue”. Los que tengan trabajo, a moverlo bien y con responsabilidad. Los que no, a buscarlo con ganas y sin tonterías, con las ideas claras y sin que se nos caigan los anillos.
A este temporal no hay que ponerle buena cara, hay que bandearlo con decisión y con coraje.
Seguramente, vamos a salir de esta y nos reiremos después recordándolo. Pero, de momento, hay demasiada gente que no lo está pasando nada bien por mucho “Salvame” y mucho fútbol y mucha romería que les montemos. 
Y además, los hay tan desgraciados, que cuando por fin han encontrado el clavo ardiendo al que agarrarse… estaba dibujao.

jueves, 21 de febrero de 2013

JAZZ "El experimento" ("Estás herido").

El pasado día 19 de Febrero, en una charla sobre JAZZ titulada "Pero... ¿lo has probado?" y enmarcada en las XVII JORNADAS DE JAZZ organizadas por la UNED de Melilla, bajo la Dirección de Don Angel Castro, realizamos un curioso experimento: intentamos, a través de un texto escrito, introducirnos en una composición musical.
La pieza se titula "You are blazé", que viene a ser algo asi como "Estás herido"de Stan Getz. Podéis abrir una pestaña distinta,  buscarla en YOUTUBE y sincronizar la lectura con la música.
http://www.youtube.com/watch?v=6QUzdCptphM
Debéis darle al PLAY en la frase que está destacada en negrita.
Espero que os guste.

"Estás herido".

Con cariño y agradecimiento para Juan, Ginés y Angel.

Recuperas el aliento apenas a unos pasos de la entrada, te detienes y escuchas el triste crepitar de los tubos de neón sobre la puerta del bar de Marty MacCallan.
El aire de la madrugada te hace daño en los pulmones. En el paladar aún conservas parte de ese sabor acre que deja la pólvora de un revólver recién usado. Apuras el cigarrillo con los ojos entrecerrados. Es una calada profunda y silenciosa. Arrojas la colilla a la boca de una alcantarilla tan seca como un cadáver.
Con el leve movimiento del brazo, vuelves a notar el incómodo reflejo de esa onza de plomo que dejaron los muchachos de Calabresse en tu espalda, aquel maldito día de difuntos del 39.
Desprendes el polvo de tus zapatos frotando el empeine con la parte posterior de la pernera del pantalón. En noches como ésta desearías tener conciencia y poder limpiarla de la misma manera. Ladeas ligeramente el sombrero ocultando unos ojos grises, siniestros y cansados. Deseas desesperadamente verla.
Abres la puerta. Apenas das unos pasos hacia el interior y ya te ha envuelto una familiar atmósfera de humo denso. Tú lo agradeces en silencio. Saboreas ese humo que huele a sudor y a bourbon, a mentiras, a fracaso y a perfume barato italiano.
Bugsy Spencer lucha con su artrosis sentado al piano. En casa, los recuerdos y el crujir de sus propios huesos le mantienen despierto noche tras noche, pero aquí en el McCallan´s, el bueno de Spencer aún se siente importante, por eso él y su botella son siempre los últimos en marcharse.
Warren “el Gordo” Rawlings, de pie, a su lado, sudando algo más que de costumbre, acompaña a Bugsy dejando caer las notas de su viejo saxo con cansada dignidad. Si no fuera porque jamás la tuvo, se diría que toca con elegancia.
Mientras te quitas el sombrero y el gabán, buscas con la mirada una melena rubia y un par de ojos verdes tan grandes como una moneda de diez centavos.
Desmond “Diablo” Donahue, con un cigarrillo cubano apagado en los labios, ralentiza por un segundo el ritmo sobre la batería, atrae tu atención levantando una de sus escobillas, y luego, guiñándote un ojo, apunta con ella hacía una mesa tenuemente iluminada cerca del guardarropa.
Allí esta ella.
Sobre su mesa, una copa de Martini a medio vaciar y un sucio cenicero de cristal.
El vestido de terciopelo azul deja al aire una espalda perfecta y blanca.
Mueve suavemente sus hombros al ritmo cadente de la música.
Te acercas y depositas el gabán sobre el respaldo de la silla que queda libre junto a la mujer de la melena platino.
-“Estabas tardando” –dice la mujer sin apartar sus ojos del escenario.
-“Hace buena noche y vine paseando”- mientes.
La mujer abre un pequeño bolso que reposaba sobre su regazo. Extrae un sobre de color pardo y te lo pasa  por debajo de la mesa. Lo coges y durante un segundo tus dedos rozan la suave piel de su rodilla. Guardas el sobre en el bolsillo interior de tu americana.
-“¿Quién ha sido esta vez? “–pregunta la mujer.
-“No quieras saberlo, muñeca. Al jefe no le gustaría que anduvieras preguntando.”
-“¿No te cansas nunca?” –vuelve a preguntar. Esta vez sus ojos se vuelven hacia los tuyos y, durante un  instante, te falta el aire.
Notas de nuevo ese maldito dolor en la espalda. Ahora, además, sientes una punzada profunda en el corazón. Otra antigua herida.
-“No valgo para otra cosa. Ya me conoces.”
La música remueve en tu interior el plomo y los recuerdos.
-“¿Puedo invitarte a algo?” –te atreves a preguntar.
-“Gracias. Esta noche, no”- contesta.  “Estoy esperando a alguien.”
Dejas que pasen unos segundos. Vuelves la mirada hacia Bugsy, Warren y “Diablo”.
Ellos, al menos tienen su música y parecen felices.
A ti solo te queda tu revólver aún caliente, una bala en el pecho y un montón de recuerdos tan oscuros, espesos y tristes como el humo del MacCallan´s.
Te levantas. Recoges tu sombrero y  tu gabán polvoriento.
-“¡Hasta siempre, muñeca!”
-“¡Adiós! ¡Cuídate!” –responde ella con la mirada de nuevo en el pequeño escenario.
Te diriges hacia la salida.
 A un par de metros de la puerta, el viejo Smokey, con su caja de tabaco de contrabando intenta como cada noche ganarse unos centavos. Hace un esfuerzo y se incorpora a tu paso. Agarra la manga derecha de tu abrigo y tú te detienes.
 -“¿Qué tal, viejo?  ¿Ya no te quieren en el grupo esos negros?”
-“Estos temblores no me dejan en paz. Ya sólo sirvo para vender cerillas.”
Te enseña sus manos nudosas y fuertes que no consigue dejar quietas.
-“No te acerques a ella, muchacho. Ahora es la chica de Romano y ya sabes cómo son esos italianos de mierda. Viene todas las noches y él sabe lo vuestro. Si te pilla aquí hoy, puede haber líos.”
“Lo vuestro”. Mascullas en voz baja.
Sacas un dólar de tu bolsillo y lo dejas caer sobre las cajetillas de “Lucky Strike”.
Abres la puerta y antes de salir de nuevo al aire fresco de las madrugadas de Broklyn, te diriges al anciano.
-“¡Hazme un favor, Smokey!. Dile que esta noche, Romano… no va a venir.”

FIN