viernes, 18 de noviembre de 2011

Hay que hablar con los calamares.

Con afecto para Juan y Angel.


Hay días en los que, a fuer de intentar sacarle algo positivo a mis mañanas de secano en las que el poniente, el levante o el Telegrama del Rif no me permiten zarpar  en pos del jurel esquivo y displicente o del pargo mentecato y falaz, termino por ponerme a filosofar y a  elaborar conclusiones diversas sobre conceptos y/o realidades tangibles que, más tarde o más temprano acaban por impregnarse de esa sal de nuestros oleajes del Este o de ese aroma terroso y seco de nuestros tormentosos ponientes que coronan de blanco las graciosas crestas de los “borreguitos” del Oeste.
Hoy ha sido uno de esos días.
El detonante de mi largo elucubrar ha sido  la genial frase de mi amigo Juan, quien para terminar la tertulia post-desayuno y en medio de una amena charla sobre el mundo de la pesca estacional, espetó sin pensárselo dos veces: “Hay que hablar con los calamares”.
Juan es así: directo, conciso, vital. Es un maestro y un hombre de mar. Es grande como todos los maestros y profundo como todos los hombres de mar.
Ángel y yo ponemos la misma cara que puso Fernando el Católico cuando Colón le dijo lo de “Me voy para la India… pero por allí”. Intentamos digerir tan extraordinario aforismo. Sin abrir la boca y con el corazón en un puño, aguardamos esa explicación que al cabo llega y agradecemos aliviados.
Ángel es el primero en levantarse para abandonar el local e iniciar el paseo, al tiempo que musita un  “Muy bien, chaval” dirigido al genio.
Ángel es así: entusiasta, concesivo, lacónico. También es maestro, de los antiguos, de los mejores. Y también es un hombre de mar, aunque él no lo sabe.
Después seguimos caminando, contemplando, fiscalizando en suma, la vida de esta Melilla palpitante y  alegre que se abre gozosa ante el espectador de la Avenida a cada paso que se da, en cada esquina, con cada aliento…
Esto del aliento quizá sea una licencia excesiva a un lirismo extemporáneo, exacerbado y febril pero ahí se va a quedar. Un capricho.
Como os decía, disfrutaba del paseo matutino cuando sorprendíme -¡Joder Pedro, cómo estás hoy, hijo!-  con la inusual proliferación de grupúsculos humanos diversos que, armados de una singular artillería de literatura política y aditamentos varios en forma de pañuelos, pegatinas y yoquesés,  servíanse atacar  a cuantos peatones se aproximaban en la creencia de estar contribuyendo con ello a la grandeza futura de una España nueva y  capaz, en la que, siempre que ganen sus partidos, podrán ver sus sueños realizados y sus problemas con la economía suavizados y/o diluidos para siempre en la "Nada" de Carmen Laforet o en otras nadas por el estilo.
Y ya me vino la metáfora. Las metáforas son como los Taliban: atacan cuando menos te las esperas. Son muy cabronas.
Y ya no veía personas; veía gardumos de cefalópodos. Sí. Verdaderas masas de cefalópodos arremolinados en torno a sus presas, ávidas de  proteínas que les faculten, debidamente procesadas, para seguir deambulando por esos mares de Dios, devorando a un pobre mamífero herido de vez en cuando, bailando alegremente tras una multitudinaria y fantasmal cópula  de luces y tentáculos, o simplemente dormitando serenos sobre las cálidas aguas primaverales.
En cada grupo identifico a personas que conozco. Los tres conocemos a buen número de militantes en cualquiera de los partidos con mando en plaza. Yo, por mi parte, a muchos de ellos los admiro y los aprecio, a algunos, incluso los quiero. Pero, precisamente, por esa misma peculiaridad de nuestra patria pequeña en la que TODOS nos conocemos, algunos de estos abnegados trabajadores por la Democracia, adscritos voluntariamente en las diferentes opciones de militancia, terminan por asemejárseme a ciertas especies de cefalópodos marinos.
Y veía pulpos. Pulpos taimados y ladinos dispuestos a prodigar abrazos y chupetones por doquier. Se te acercan, te ubican, te escanean, calculan el porcentaje de probabilidades… Los ves actuar a media agua. No se esconden. Se saben poderosos una vez has entrado en su radio de acción.
Cuidaos de los pulpos. El pulpo es sibilino, subrepticio y mendaz. El pulpo jamás te dará su amistad por muchos brazos con que te rodee, antes bien, tratará de ahogar tus ansias y tus deseos con esa falsa amistad camuflada tras  el viscoso encanto de la lisonja y  la zalamería.  El pulpo no se entrega aunque lo veas pegado a ti. El pulpo puede prometerte el cielo en un segundo para después,  desafiante y vengativo, arrastrarte a las profundidades más oscuras.
Huid de todo pulpo que no venga en rodajas y cocinado por alguien cuyo apellido termine en –iño o su profesión en –eiro.
Pero también están los chopos. Los chopos ambiguos y displicentes. Los que sabes que se te acercan por mero formalismo. Ni siquiera se esfuerzan por parecer agradables. Con su mancha de tinta por delante, emborronan la realidad e intentan camuflarla. Son torpes en su empeño. Son lentos, cachazudos, inconstantes y falaces.
El chopo se deja llevar. El chopo es desabrido, infame, ignominioso y servil. Un chopo no tiene amigos ni es útil para nada. De igual manera que, para Heidegger “La nada nadea”, podría decirse que un chopo… chopea. Y solo sirve para ello.  Lo peor es que en su grupo todos lo saben. Se aprovechan de su lasitud y de su falta de iniciativas. -¡Haz esto! – y el chopo lo hace. –¡Reparte esto!- y el chopo lo reparte.
No me gustan los chopos. Y hay demasiados.
Menos mal que, tanto la naturaleza como el mundo de la política están bendecidos con la magnífica existencia de una criatura tan divina y seductora como el calamar.
Se les ve alegres, ufanos y contagiosamente chispeantes con su colorida y cambiante fisonomía.
Cuando se acerca “el tiempo de los calamares”, hasta el pescador más desmañado recupera la confianza. El calamar no engaña; es lo que es. Y si emplea un agradable chisporroteo inocente y  atractivo es para hacerte la vida más cómoda y para sublimar tus anhelos más escondidos.
En el mar, en la mar, todo el mundo sabe  cómo, dónde  y a qué hora encontrar al calamar. El calamar no te traiciona porque es casi transparente. Podrá gustarte más o menos, pero no cambia de forma ni se esconde. No se envara, ni se enroca, ni te arrastra.
Si ves a un calamar, puedes acercarte, puedes llegar casi a comprenderlo. Diríase que Dios creó a los calamares para que los humanos pudiéramos perdonarlo  por haber creado también la mediocridad y la estulticia.
Hay demasiados chopos y demasiados pulpos en el mundo. Van a mostrarse muy conspicuos durante estos próximos días.
Calamares no hay tantos. Y es una pena. Pero a ellos sí me gusta verlos. Quizá no comulgue con muchos de ellos, pero me apasiona ver cómo luchan por lo que quieren y me llena de esperanza que lo hagan con nobleza.
Al final, no tengo más  remedio que estar de acuerdo con Juan.
Con quien hay que hablar… es con los calamares.