jueves, 22 de febrero de 2024

 LA GRIETA



Era un vaso de vidrio grueso y de aspecto venerable, de esos de gran capacidad y más que probada estabilidad. Había resistido bien la furia del estropajo y la agresividad fría y despersonalizada del lavavajillas.

Otros habían caído. Unos al precipitarse al suelo en la, a veces, desordenada actividad que seguía a cada celebración en la cocina de los Bueno Ruiz, durante la cual cada uno de los invitados intentaba ayudar sin saber exactamente cómo hacerlo y otros por la torpeza o inexperiencia de los más jóvenes que también trataban de ordenar a su manera la vajilla y los cubiertos. Otros, los más, por la simple acción del tiempo habían ido perdiendo trasparencia y habían acabado, sin más, exhalando sus últimas fuerzas. Estos expiraban de un día para otro, estallando en el microondas o arrojándose en suicida actitud desde lo alto de una pila de platos inestable y caprichosa.

Era un vaso callado, solemne, atemporal, con esa especie de pátina que el tiempo y las vivencias dejan sobre los que han sido importantes y han sabido hacerse  imprescindibles.

Era ya un vaso único. El último de su estirpe.

Virginia lo utilizaba por las mañanas para tomar el primer café de la jornada y de nuevo a mediodía para ese reconfortante y placentero vino de verano que desde no sé cuándo suele acompañar sus almuerzos. Rocío y Pedrito se apañaban con sendos vasos de vidrio de regular calidad y diseño simple y cateto de esos que se venden en las grandes superficies  -de IKEA tal vez- y que no sé cómo habían llegado a nuestro mueble de cocina. Allí, uno y otros convivían en forzada camaradería con dos o tres vasos de Nocilla y con un escuálido y frío vaso de tubo que alguien, distraídamente, trajo de alguno de los bares del puerto después de una noche de fiesta descontrolada.

Entre los vasos, el de Virginia gozaba de un respeto evidente, manifiesto e incontestable, ocupaba un puesto preferente porque era el primero en ponerse a trabajar cada mañana, era el jefe envidiado, era el maestro y el ejemplo, era –por decirlo así- una institución y un mito.

Cierto día oí a Virginia charlando con mi Rocío.

-Tengo que acercarme a ver vasos- dijo.

-¿Vasos?- preguntó mi hija.

Por la explicación que siguió entendí que, ante la posibilidad de que algún día ese vaso excepcional dejara de existir, habría que buscar otro de similares características, básicamente, uno bien amplio y muy, muy resistente.

No quise darle mayor importancia al hecho en sí aunque me quedé expectante ante la probable eventualidad de que tuviera que ser yo quien al final se encargara de la gestión del problema. A menudo, este tipo de encargos terminan con un previsible “esto no es lo que te dije, no estás pendiente, no se te puede pedir nada”.

Pasaron varios días y cierta tarde, la flor de mi vida, mi noche y mi día, mi amada Virgi, va y me dice  “Perico, tienes que bajar al coche, que me he dejado un paquete con media docena  de vasos nuevos que he comprado para la cocina”.

-Pero ¿qué vas a hacer con tu vaso de siempre? – inquirí.

-Hombre, Perico, ese lo sigo usando yo porque a mí me gusta el café en vaso grande y ese es mi preferido y tal y cual y nohequé más- me respondió ella. O algo así.

Juraría que oí murmullos en el mueble. Creí percibir una leve  agitación, un coro casi inapreciable de suspiros apagados y  sordos. Algo acababa de suceder en el pequeño universo de los vasos de mi cocina.

Rumiando la idea de que algo se estaba fraguando en el mundo de los vasos, mascando la tragedia, anticipando la tormenta como los viejos marinos presienten la tempestad y anuncian la galerna y el mistral, así bajé al coche a por la caja de seis unidades de “vasos nohequé, de gran calidad, aptos para agua y vino”.

Virginia siguió usando su viejo vaso de Duralex, sobrio y enjundioso, dio pasaporte a los de Nocilla, depositó los del Ikea en el contenedor verde sin la menor piedad, se deshizo del indolente y estúpido vaso de cubatas y situó a los recién llegados en la leja pertinente, a escasos centímetros de su vaso preferido, de su vaso de siempre.

Durante algunos días nada especial sucedió en este universo de vidrio y porcelana. Virginia continuó dándole uso a su vaso habitual, a su fiel compañero en los cafés de madrugada.

Ayer, muy temprano, vi desde la cama que había luz en la cocina. Virginia había madrugado más de lo usual y por la campanilla del microondas deduje que se acababa de preparar un Nescafé. Olía a pan tostado. A veces pienso que el cielo también debe oler a pan tostado. De lo que no estoy tan seguro es de que mi Virgi vaya a ir a prepararse tostadas allá arriba cuando, por mor del destino, algún día fenezca… porque es muy mala.

Me levanté y me dirigí a lo que yo llamo “el laboratorio”, mi flamante y enorme cocina.

Allí estaba mi contraria saboreando un café oscuro y bien caliente en uno de los vasos nuevos.

Di un beso a mi cari como viene siendo habitual después de más de treinta años cada amanecida y me sorprendí al ver cómo sorbía café calentito de uno de los vasos adquiridos un par de semanas atrás.

-¿Y eso?- dije. ¿Y tu vaso?

-No se -dijo ella encogiéndose de hombros-. He cogido este no sé por qué.

La experiencia de saborear ese primer café del día en uno de los vasos nuevos debió satisfacer a mi compañera de alegrías y sinsabores porque a la mañana siguiente repitió el gesto. Después, se puso guapa  y marchó al tajo, a enseñar a los chavales a manejar la sintaxis y las rimas y las prosas y toda esa… Bueno, todo eso.

Me tocó fregar los cacharros depositados en el fregadero, como suelo hacer cada día a media mañana.

Una vez secas las cucharillas, los vasos y el plato de las tostadas, abrí el armario a fin de recolocar cada cosa en su sitio. Fue entonces cuando lo vi.

Allí estaba. Sereno. Demasiado sereno. Sentí una suerte de conmiseración y tristeza, de compasión y misericordia.

Lo cogí y lo contemplé a la luz de la cortina del patinillo a medio descorrer. En la base, perfecta y extrañamente dibujada, podía verse una grieta. El vidrio exhibía una herida irreparable y letal que se había producido en el silencio de la noche.

Se me vinieron a la mente los versos de la canción de muerte de los viejos guerreros Manitobas de Canadá.

Oh, Manitú,
 dame tu mano
 y llévame contigo a las praderas,
 a cazar a tu lado eternamente
 y a escapar de esta vida que me quema
”.

Llevo desde ayer pensando qué voy a hacer con el viejo soldado. No se merece desaparecer en la verdosa oscuridad del contenedor de vidrio, no. Desde luego que no.

Ya se me ocurrirá algo.

De momento está junto a la cesta de las naranjas, bajo a la ventana, donde la luz del sol le saluda cada mañana.

Y contemplo esa maldita grieta.

Y maldigo el momento en que se produjo.

Y pienso que, de alguna manera, así es como a los vasos, se les rompe el corazón.



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