martes, 11 de octubre de 2016

El viejo y el mar... y un niño.

La escena se repetía más o menos de la misma forma cada vez que hacía bueno.
Me levantaba, consultaba el parte meteorológico y los llamaba a los dos.
-Jefe, voy a salir de pesca. ¿Te vienes?
“El Jefe” era mi padre.
-¿Viene Victor?
-Supongo que sí. Ahora lo llamo.
-Victor, voy a salir de pesca. ¿Te vienes?        
-¿Viene el Jefe?
-Si. Dice que sí.
En una media hora andábamos los tres rumbo a Cala Blanca o a “La piedra del corcho” a bordo de la pequeña pero coqueta “Luz Marina”, mi primera barquilla.
Al zarpar, ”El Jefe” se limitaba a contemplar la maniobra y a meterse con aquel enano de flequillo rubio y mirada de golfo que siempre sabía que cabo había que zafar o que corriente había que sortear para llegar pronto a nuestro destino.
Victor ya sabía pescar. Muchas jornadas con su padre, allá en la Bocana lo habían curtido en esa especial liturgia de empatillar y  encarnar anzuelos. Lanzaba el sedal con inusual  pericia para un chaval de su edad que apenas levantaba un palmo del suelo. Conmigo aprendió además, a cebar el motor de nuestro pequeño “Evinrude” de cinco caballos, a dejar caer el ancla y a recogerla o a sostener el salabar cuando había suerte y lográbamos enganchar algo de cierta enjundia.
-Tira como un sargo-decía.
Y solía ser un sargo.
-Parece una doblada – decía en la siguiente ocasión.
Y a menudo era una doblada.
-¡Mira! – decía alguna vez con alegría desbordante-. ¡Un besugo!
-¡Tu si que eres un besugo! –intervenía entonces mi padre.
“El Jefe” disfrutaba  gastándole bromas a su “grumete”.  Así lo llamaba: Victor, “el grumete”.
Se nos hacían las mañanas cortísimas. Algunas tardes, incluso, dejábamos que cayera el sol a nuestro regreso y, en silencio, esa luz acogedora y sedante de las tardes de poniente nos acompañaba hasta el puerto.
Victor se hizo mayor y empezó a recorrer mundo. Empezó también una travesía algo más complicada por los extraños vericuetos de su peculiarísima forma de ver las cosas.
La vida lo llevó por mares que los demás sólo podemos imaginar. Jugó con delfines y tortugas, nadó entre barracudas, se dejó seducir, como los viejos marinos, por esa canción secreta de las sirenas que solo consiguen escuchar unos cuantos valientes.
Y lo dejó todo y se fue a una playa.
A vivir.
Al Jefe, la vida también se lo llevó una mañana de Abril. Algo más lejos.
Aún recuerdo el día en que vino de Málaga con un paquetillo bajo el brazo.
-Ví esto en “El Corte Inglés”  y me acordé de ti.
Se trataba de una figurita en resina que representaba una barca muy similar a la mía. Sentado en la borda, un viejo marino, gordito y afable fumaba una pipa bajo la atenta mirada de una gaviota posada en la regala.
Esa figurilla ocupó desde siempre un lugar preferente a la cabecera de mi cama. Mi Virgi la puso allí un día y ahí se quedó.
Como también recuerdo el día en que Victor, en el transcurso de un café, sacó del bolsillo un envoltorio y me lo entregó.
-Algún día me iré  muy lejos y quiero que tengas esto.
Era un buzo de plástico. Era el mismo Victor en una figurilla de apenas diez centímetros.
Victor andaba ya por aquel entonces haciendo planes para marcharse a Costa Rica.
La ciudad le pesaba cada vez más y el asfalto le asfixiaba.
Y como aquellos marinos que brujuleaban  por los puertos esperando el galeón que precisara manos expertas y hombros recios, Victor daba vueltas por la vida esperando enrolarse en el barco adecuado.
El barco adecuado llegó al fin.
 Tenía forma de mujer. Se llamaba “Eli”.
Y juntos se perdieron en el horizonte buscando sol y arenas blancas.
Ahí andan, una y otro, felices en su playa, jugando con el viento y navegando juntos.
Y sobre la cabecera de mi cama, las dos figuritas que yo dispuse a ambos lados de un espejo con forma de ojo de buey, más que nada por razones de pura simetría estética, cada vez que me descuido, amanecen juntas.
Virginia me asegura que no es ella quien las acerca. La chica que de vez en cuando viene a echarnos una mano con la limpieza sostiene que ella tampoco.
El caso es que  el viejo lobo de mar y el joven buzo aventurero, por azares del destino, por pura casualidad o por efecto de mareas inexplicables, suelen terminar a escasos centímetros.
Hay noches en las que juraría que los oigo cuchichear de sus cosas.

La mar de bien.

2 comentarios:

  1. Totalmente emocionada estoy Pedro, un relato precioso, cargado de sentimientos, permíteme que en ésta ocasión te pueda llamar así. ¡Gran jefe, que bello escribes!. Los recuerdo son hermosos porque nos permite vivirlos de nuevo.

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    1. Gracias, Paqui. Eres un encanto. Seguiremos escribiendo.
      Un beso.

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