Las bodas, al contrario
que las natillas, no a todo el mundo le gustan.
Yo, para ser sincero, las
considero fascinantes. Me refiero a las
bodas, no a las natillas, que también lo son, pero a su manera, y que
por su escasa variedad en la oferta (con o sin galleta) no merecen, de momento,
un análisis especial.
Una boda recrea ante el
espectador un universo de sensaciones.
Una boda saca lo mejor y lo
más especial de cada uno.
Una boda es un acto
sublime y extraordinario.
No hay nada mejor en este
mundo que el hecho de que te inviten a una boda.
Recibes la invitación,
ese pedazo de cartón, soberbia y atractivamente decorado, cuyo diseño suele ser
unas veces cursi y otras hiperflorido, pero no tienes tiempo de apreciarlo en toda su
belleza porque ya estás mirando el número de cuenta del Santander Central
Hispano o de La Caixa o del Transat United of Caiman Islands que venía en una
“tarjetita” ( a esta se le suele llamar “la tarjetita de los cojones”) algo
menos florida, y has empezado a hacer cuentas mentales de lo que le vas a
ingresar a los contrayentes. Diecisiete euros te parece poco, y más o menos es
lo que te queda si vas a tener que ir a Salamanca o a Mondoñedo, o a donde
quiera que sea el día quince y vas a tener que comprarte un traje nuevo porque
eres un caso perdido, te has dejado, y con “el traje de las bodas”, que ya no
te abrocha, vas hecho un payaso.
Y luego viene lo de
“¡Joder! ¿El día quince? ¡Mierda!”
Porque una boda siempre
cae el día que tenías planeado hacer algo divertido como una barbacoa en la
casa de tu mejor amigo, que tiene piscinita y todo, o una fiesta ibicenca en la playa de los
Cárabos.
Tomas aire, te sosiegas,
recapacitas…
Bueno. Después de todo,
se casa Antonio. Es tu amigo. Con él has compartido incontables experiencias,
noches de fiesta, viajes, secretos… Y que se case con Silvia, la chica de la
que estuviste toda la vida enamorado como un idiota sin que te hiciera ni el
menor caso, no quiere decir nada.
Bueno, quiere decir
bastante, pero puede que ahora no sea el momento de recordar lo arrastrado que
fuiste siempre.
Te sientas jugueteando
con la tarjeta del código bancario en las manos y te pones a teorizar.
Que una pareja se quiera
es bonito. Y si deciden unirse ante Dios o ante los hombres de forma más o menos
solemne, pues mira, a otros les da por coleccionar tapas de petisuis.
Las ceremonias religiosas
tienen su aquel, pero en lo que hemos avanzado verdaderamente es en las
ceremonias civiles.
Recuerdo una ocasión en
la que unos amigos se casaron en el ayuntamiento porque no querían “hacerlo por
la iglesia” y resulta que les leyeron los Hechos de los Apóstoles, las cartas
de San Lucas a los Adefesios y hasta les cantaron el Ave María; el de Shubertt,
no el de Bisbal que, hasta cierto punto, habría sido más lógico.
Con otro amigo mío fui en
cierta ocasión a hablar con el concejal que iba a oficiar su enlace civil en el
ayuntamiento de la ciudad:
-Te puedo ofrecer una ceremonia
larga o una corta –expuso el solícito concejal.
-Me haces la corta y me
la abrevias –respondió mi amiguete.
Quizá fuera una
premonición porque en pocos días mi amigo estaba tramitando el divorcio, esta
vez no sé si en ceremonia corta o larga.
De todas formas, lo mejor
de las bodas, obviamente, es la celebración, la fiestita, el… ya sabes.
Siempre he pensado que la
participación de los hombres en las bodas obedece a una milenaria tradición de
cazadores-recolectores.
Un soltero en una boda
viene a ser, en muchos casos, como un neanderthal inquieto en un páramo
abarrotado de mamuts. Hay un montón de “niñas monísimas” que no paran de ir de
aquí para allá haciéndose fotos con el teléfono y él está a dos velas. Se ha
gastado un pastón en el trajecillo y la corbata. Está –él lo sabe- guapo a
rabiar. Sería una pena no acertarle al bicho en toda la trompa.
Los casados son otra
cosa. Los casados hacen piña, especialmente después del vals, justo en el
momento en que alguien anuncia que la barra libre ha empezado a funcionar.
Hacen piña… y meten tripa. Y recuerdan
aquellos tiempos en que, cada vez que acudían a una boda, alguien les
preguntaba con la sorna característica “¿Y la tuya para cuándo?”
“¡Ah!” piensan para sus
adentros. “¡Qué felices éramos!”.
Y lo piensan para sus
adentros pero no muy fuerte porque están metiendo tripa.
Las señoras, creo yo, disfrutan el doble que los hombres.
Porque a la excitación
del hecho en sí, a la alegría y la felicidad que el singular acontecimiento
provoca de forma más o menos lógica, se añade la vertiginosa y grandiosa experiencia
de… vestirse.
No se trata de elegir el
vestido más bello o el que mejor resalte sus naturales encantos. Se trata,
además, de elegir algo especial sin que lo sea en exceso. Y, desde luego, algo
que no haya elegido simultánea y vilmente alguna de sus amigas, o todas, que se
han dado casos.
En cierta ocasión, andaba
yo con mi contraria, de escapadita romántica en Ronda. El calor –la calor, como
allí se estila decir- era agobiante. Las campanas de la iglesia de Santa María
la Mayor estaban a punto de dar las doce y allá arriba de la cuestecilla se
arremolinaban inquietos los elegantísimos invitados a una boda de tronío.
Acabábamos de visitar la
iglesia y bajábamos hacia el hotel cuando vimos a una chica con un modelazo
gris de nohequé con tocado de nohecuántos y taconazos vertiginosos que no impedían,
no obstante, su garboso ascenso hacia el templo.
-¡Que guapa va! –exclamó
mi Virgi.
-¡Y que original! –añadí
por mi parte.
Cuando al cabo de unos
minutos vimos subir a la segunda chica, un escalofrio mortal nos sacudió la
espalda. Mismo modelo… mismos zapatos… mismo tocado de nohequé…
No hizo falta decirlo.
Virgi y yo, simplemente nos miramos y nos dimos la vuelta para reiniciar el
ascenso en pos de la segunda top model.
Una vez arriba, la escena
que contemplamos bajo los centenarios
soportales del hermoso templo rondeño fue inolvidable. El silencio… las
miradas… Se podía oir el latido de los corazones. Solo faltaba el “Directed by
Quentin Tarantino”.
Lo cierto es que estos
meses primaverales vienen cuajados de bodas y de historias de amor y hay que
vivir con ello como con las alergias, que también vienen por las mismas fechas
y son casi igual de entretenidas.
Espero que nos veamos en
alguna boda cualquier bonito domingo de Mayo.
Por si tenéis duda, yo
soy el calvo del traje negro que hace
piña y mete tripa.
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