La naturaleza, que es sabia pero
débil en manos del hombre, que es débil pero mastuerzo por naturaleza, no ha
conseguido hacernos olvidar el instinto depredador de los primeros homínidos. Ha
ido, eso sí, alterándolo, transformándolo, transfigurándolo en una especie de
ridícula costumbre de dar el follón al prójimo, especialmente si éste es un ser
tranquilo, pacífico y feliz.
La naturaleza, por el motivo que
fuera, tuvo a bien darnos a los humanos inteligencia. Podía habérsela dado a
los boquerones, o al chorlito común, o a la vaca lechera, pero nos la dio a
nosotros. Y nada más que por eso, nos comemos a los boquerones -encima en
manojitos, lo cual debe ser muy humillante para la especie-, puteamos a los
chorlitos dejándolos sin árboles para anidar y haciendo bromas sobre su cabeza
y tratamos a las vacas de muy mala manera, independientemente de lo sabrosas
que puedan o no estar ciertas partes de su anatomía. Y eso es por poner sólo
tres ejemplos.
La naturaleza ha hecho de nosotros, a
nivel evolutivo, unos gilipollas.
Yo se lo perdono por el rollo ese de
“madre naturaleza” y tal. A una madre se le debe un respeto. Pero lo que es…
es.
Detengámonos por un momento en
nuestros familiares más próximos en la cadena trófica: los primates.
Si un gorila, por poner un ejemplo,
se cabrea con otro, le endiña un hostión de puta madre y lo escorromoña para
tres o cuatro días. Hasta ahí, me parece lógico y normal. Para eso son gorilas,
si no, serían profesores de Derecho Administrativo en la Complutense. Podríamos
por tanto considerar una barbaridad eso de utilizar la violencia de forma tan
desmesurada. Pero lo que sí es cierto es
que los humanos, que somos así de graciosos, somos capaces de hacer lo mismo que
los gorilas y encima cachondearnos e insultar al mismo tiempo al elemento
contrario en cada conflicto, especialmente si el contrario en cuestión es más
bajito o más educado o está distraído.
Ese es, comparativa y evolutivamente
hablando, nuestro grandioso hecho diferencial. La adición del cachondeo
indiscriminado y cruel a la violencia intrínseca de los mamíferos superiores.
Hemos hecho del insulto y de la
ofensa un arma de mayor uso que la propia violencia para la que, en su día, la
evolución nos dotó de un instinto natural, tan valioso y eficaz entonces como
innecesario y obsoleto hoy.
Recuerdo las palabras de Pedro, un
simpático adiestrador de reptiles: “Los cocodrilos no tienen lengua. Un
cocodrilo podrá devorarte lentamente mientras va triturando tus huesos uno a
uno, pero jamás hablará mal de ti”.
Los hombres hemos llegado a sublimar
el simple hecho de la agresión práctica, obviando la acción física y ahorrando de
esta forma daños biológicos irreparables. Sin levantar un dedo, somos capaces
de aprovechar la mínima para ridiculizar al vecino, especialmente si no está
haciendo nada malo.
Hemos inventado los prejuicios como
en su día inventamos la sandwichera y utilizamos ambas cosas sin el menor
pudor. Hemos sido capaces de crear la intolerancia, el menosprecio, el
sectarismo, la intransigencia, el resentimiento, el desdén y la maledicencia.
No cuesta nada ridiculizar al operario
que llega temprano al trabajo, al esposo o a la esposa que mantienen intacta su
fidelidad año tras año, al contribuyente sincero, al amigo leal… Todos son patéticas máquinas de perder oportunidades.
Pero con quien más parecemos
disfrutar es con el creyente.
El creyente se ha convertido en un
triste payaso de rodeo a quien el jinete no hace ni caso y el toro patea sin
compasión.
Y encima tiene que reírse.
Es Semana Santa, la semana en la que el
creyente recrea la pasión y muerte de aquel judío a quien llamaron Jesús.
El creyente sale a la calle a pasear
a sus “muñecos” y se viste de forma rara. Entona extrañas letanías e interpreta
lúgubres cánticos hasta bien entrada la madrugada. El creyente, por tanto, es
un ser a quien no hay más remedio que atacar.
El creyente hace un mal terrible a la
sociedad.
Al creyente lo hemos llegado a comparar
con esos extremistas de lugares lejanos que exhiben en nombre de sus dioses la
violencia y el horror argumentando la oportuna razón del mandato divino.
Al creyente le reprochamos que la
Iglesia predicó la misma violencia de la que ahora abjura y empleó el miedo en
los tiempos oscuros y se enriqueció… y mató…
Al creyente cristiano le podemos
decir casi de todo.
Pero, desde luego, no seré yo.
No seré yo, que jamás me he vestido de
nazareno, ni disfruto especialmente portando las imágenes de nuestro Señor o de
la Madre de Dios, ni me gustan las saetas, ni voy a misa regularmente, ni me
acuerdo de respetar la vigilia y la abstinencia en Cuaresma…
No seré yo quien abra mi boca o coja
mi pluma para criticar la actitud del que suda su túnica en silencio o se destroza
el lomo por pasear a la imagen de su Cristo o su Virgen por las calles de su
ciudad. No seré yo quien ridiculice a la
mujer que se viste de mantilla para expresar con respeto y en silencio
su dolor en la semana de la Pasión.
No seré yo quien dude de la fe de
cada uno.
No seré yo quien ofenda a nadie ni se
considere ofendido por quienes no hacen sino manifestarse libre y pacíficamente
en torno a unas creencias que, se mire como se mire, no hacen el menor daño.
Y tampoco seré yo quien se
escandalice ni señale ante algunos que aprovechan el momento para medrar, destacar
o simplemente dejarse ver.
No seré yo quien juzgue.
Y no seré yo quien se ría.
Tampoco me veréis con el cucurucho y
el cirio, eso sí que es verdad.
Pero rezaré con toda mi alma para que
los que viven la Pasión de esta forma puedan seguir haciéndolo muchos años; los
que lo hacen de corazón, con todo el corazón, los que lo hacen de verdad, con
toda la verdad del mundo, los que lo hacen con fe, con la mejor fe.
Y si hay alguno que pasea el palmito
sin corazón, sin verdad o sin fe, pues… peor para él. Me da un poco de pena… pero lo respeto.
A los demás, desde mi altozano
silencioso donde yo rezo mejor porque no escucho tanto los tambores y las trompetas, todo el
amor del mundo.
Al creyente, al hombre de Dios, por
favor, no tocádmelo.
Feliz Pascua de Resurrección.
PD. No tengo nada en contra de las
bandas de música, pero es que me voy con el ritmo y no me concentro.