miércoles, 25 de junio de 2014

La verdad sobre los tasteros. Una historia real.


 Mi trastero y mi cerebro son muy similares. Ambos son un caos. Los dos están llenos de cosas perfectamente inútiles, absolutamente ordenadas y de cosas que me hacen falta pero que no encuentro porque no sé donde leches las he guardado.
Dicho esto, tengo que admitir que mi cerebro me preocupa bastante menos por dos motivos, a saber: el tamaño y la proximidad.
Mi cerebro es más chiquitillo y manejable y aún tiene mucho espacio disponible, de hecho, mi mujer piensa que lo tengo casi hueco.
Mi cerebro, además, suele encontrarse allá donde el Señor, en su infinita sabiduría, tuvo a bien implantármelo, es decir, justo en pleno tarro; es por ello que lo tengo siempre a mano y no tengo que bajar cuatro pisos cada vez que tengo que buscar algo.
Un trastero, amigos míos… un trastero es otra cosa.
El trastero es una cruz en la vida de la mayoría de los mortales. Tengo que reconocer que, en mi caso, a fuer de que se me tache de victimista, es un auténtico calvario. Es mi Gólgota, mis Termópilas, mi Peste Negra, mi Rendición de Okinawa, mi concierto de “Pitingo and friends” … ¡un horror!
Todo empieza cuando ves que va cambiando el tiempo, comienza a refrescar y tu contraria inicia su simpático torpedeo con frases como “Esta blusa ya no me la puedo poner. Es muy de verano” o “No encuentro el polito ese de entretiempo que me pongo yo siempre por estas fechas”.
“¡Ostias!” pienso yo. Y pongo el cronómetro en marcha.
Doce segundos y cuatro centésimas más tarde llega la estocada del Juli, el guantazo de Tyson, la sentencia de la Pantoja… se abre la caja de Pandora.
“Habría que bajar al trastero…”
Jamás adopta la forma de una oración imperativa al uso clásico, es más bien una sugerencia impersonal y ambigua, como casual. Es como la bellota de la dehesa salmantina que cae al suelo, inocente y sin criterio, para que el guarro más tonto venga y se la coma, ajeno al hecho de que esa misma bellota lo acerca irremisiblemente al matadero, gordito e insensato como él solo.
-¡Vale! –accedo. Mañana mismo bajo.
-¿Mañana?
Veo en su rostro una sonrisa extraña que me resulta familiar  porque la he visto en su cara algunas veces, y por que también la he visto en la de Hanníbal Lecter en  cualquiera de sus tres pelis. Mi cuerpo se estremece de pánico y también del propio estremecimiento.
-¡Vale! ¡Entonces, esta tarde bajo!
-¿Esta tarde?
La suerte está echada. El péndulo de Allan Poe ha dejado de pendulear. Tengo el vello erizado como la madre de todas las escarpias.
Recojo mi llaverito y me dispongo, cabizbajo y resignado a cruzar el Caronte maldito y a adentrarme en los infiernos.
El hecho diferencial es que cuando vas al infierno de verdad, el de quemarte y tal, nadie te dice “Pues mira, ya que bajas, podías llevarte estas dos maletas”, que luego son dos maletas, tres ventiladores, dos bolsas enormes llenas de toallas y bañadores, dos sombrillas de playa y una caja con mierdas variadas de dudosa utilidad que no se pueden tirar a la basura porque “pueden hacernos falta el día menos pensado”.
Lo cojo todo y me dirijo al ascensor, cargado como una burra en un belén.
Lo llamo con el codo porque con las manos es imposible. Llega. Se abre la puerta. Entro.
La bolsa de las toallas se ha resbalado del hombro y ha ido a parar al codo.
Ya no puedes apretar el botoncillo del garaje, ni con el codo ni de cualquier otra forma convencional y digna. Por mi carácter latino y mediterráneo, se me ocurre otra forma de apretar el botón de la letra G, pero mi natural pudor me obliga a desecharla de inmediato.
Es ahora cuando doy gracias al cielo por mi nariz. La uso hábilmente.
Vuelvo a dar gracias porque no hay nadie presenciando mi patética maniobra ni cámaras de seguridad que puedan después dejar constancia.
Llego por fin al trastero, pateando por todo el garaje la cajita de las mierdas que se me había caído.
Ahí está. Es el número 31.
Tiro todo al suelo.
Ahora tengo las manos libres y puedo meter la llave en la cerradura. La puerta se abre… casi.
¿Qué mierda pasa ahora? ¿Por qué la puerta no se abre del todo?
Asomo el morro tibiamente, como hacía Platero con las florecillas rojas, celestes y gualdas.
Una estufa vieja y dos sacos de dormir, tiempo ha que cayeron de donde alguna vez las puse y ahora bloquean el normal devenir de la puerta del siniestro habítáculo.
“No hay cámaras”, recuerdo, y le endiño una patada a la estufa a través de la reducida abertura con lo cual dejo parcialmente expedito el acceso a la cámara de los horrores.
Es entonces cuando oigo el “buuuumba” tras la puerta violentada.
Una caja de cartón con todos los apuntes de cuando mi abuela estudiaba para ingeniero de montes en Jaén se acaba de desplomar de lo alto de una estantería de metal gris como mi suerte. En su día no se tiraron porque uno nunca sabe cuando a ti o a tu tía Maricarmen, la de Algeciras os puede apetecer estudiar Ingeniería de Montes en Jaén, que es tan bonito a pesar de las cuestas.
Voy metiendo el cuerpo a duras penas y, una vez dentro, escruto, ojeo, contemplo, analizo… y lloro.
En el reducido espacio de esos tres metros cuadrados en los que no cabe ni un alfiler, tengo que encontrar una maleta con ropa de invierno. Tengo después que sacarla y llevarla al piso. Y en el espacio que deja la maletilla graciosa, tengo que meter otras dos, los tres ventiladores, las toallas, las sombrillas… y las mierdas.
Tres cuartos de hora más tarde, sudoroso, envejecido, desmadejado, flojo y triste como un perrillo abandonado, doy por concluida mi misión.  ¡Vuelvo a la base! ¡Corto y cierro!
Cierro malamente, porque oigo que algo se ha caído, pero cierro.



Después de mi odisea, mi Penélope sí que me espera en casa.
-¡Que bien, chati! ¿Ves como no era para tanto? ¡Si es que eres más apañao!
“Ayyy” suspiro. ¡La quiero tanto…!
-Y te habrás acordado de subirte la mochila de los niños, que se van de campamento el jueves, ¿no?
“¡Mierda! ¿Qué mochila? ¿Qué niños? ¡Que puto campamento de los cojones?” pienso.
-Pues mañana… ya sabes.
Es como si le hubieran dicho a Tom Hanks “Pero bueno, ¿y el soldado Ryan? ¿Andestá?”
Me voy al cuarto de baño y me encierro por dentro. Me ducho para quitarme los malos espíritus. Lloro de nuevo.
Me miro en el espejo y vuelvo a ver la cara de Hanníbal Lecter.
Pero ahora soy yo.
Y ahora Hanníbal no sonríe.
No tiene ganas.

Ni chispa.