Hay personas que recuerdan la Navidad como la mejor de sus experiencias. Huelen, allá por Octubre, las bolsas cerradas con el espumillón que quedó indemne el año pasado, y empiezan a liberar jugos gástricos lampando por unos polvorones o unas peladillas de esas que mandan el último empaste que te hiciste, camino de Trebujena.
Hay quienes disfrutan la Navidad y la subliman en una vorágine de bolitas decoradas y de ramitas verdes de acebo plástico.
Hay quienes compran el décimo de Doña Manolita con mucho más que una esperanza. Yo veo en sus caras hasta una cierta “seguridad” que me aturde, me encorajina y me asusta.
Y hay quienes darían la vida por que todo el año fuera como la Noche de Reyes.
Aparte del dueño de “La casa del caramelo”, en cuyo caso, no sólo lo entiendo sino que además lo envidio sobremanera, no comprendo esa enfermiza obsesión por la noche pretendidamente mágica del cinco al seis de Enero. Desde luego, no ha sido nunca de mis preferidas. Casi prefería la de Eurovisión; me reía cantidad viendo a los nuestros hacer el ridículo.
Es más, he pasado años intentando olvidar aquellos Reyes en los que me cayó la del pulpo después de haberle volado un ojo a la perdiguero de mi madre, “Wendy” por más señas, con una escopeta-trabuco que me había traído Gaspar. Por aquellas fechas, los Reyes Magos se pasaban la normativa comunitaria relativa a la seguridad de los juguetes por la parte en la que el cuerpo humano encaja entre las dos jorobas del camello, y las balas de aquella maravilla tecnológica eran realmente letales… o casi. Teniendo en cuenta que la segunda bala que se me escapó le dio a uno de mis hermanos en un huevo, la reacción de mis atribulados padres fue, cuando menos, lógica. Se acabaron los Reyes aquella misma mañana para Pedrito J. Bueno, “The Killer”.
Al año siguiente, me trajeron un transistor “Sanyo” para que escuchara el fútbol; a mí que el fútbol me la traía al pairo completamente, a mí que creía que Di Estéfano era un cantante.
Eso sí, al año siguiente volví a mis raíces bélicas y pedí un arco de flechas. En el minuto uno, me metí una de las dos flechas que traía, en el ojo izquierdo –la venganza de Wendy- y la segunda saeta, como consecuencia directa de la deficiente puntería de que hice uso con un ojo lloroso y entrecerrado, fue directamente a caer sobre una prima gibraltareña de mi madre que se llamaba Eloisa y que adolecía de un sentido del humor más bien dudoso. Chivose del atentado, aunque en realidad, después del demoníaco grito y/o graznido que me dedicó entre otros insultos en Inglés cuyo significado en aquellos tiempos desconocía aunque intuía, la delación se hizo del todo innecesaria, quedó patente “per se”.
En otra ocasión, pedí a sus Majestades un aparato de “Congost” con el que un pequeño helicóptero tenía que rescatar a tres muñequitos astronautas con un pequeño imán incrustado en el cerebro y otro más chiquitillo en el jánder. Aquello gastaba unas pilas enormes que debían de tener más watios, voltios o kilopondios –como se diga- que la central de Almaraz y la de Vandellós juntas. En dos o tres noches, aquellas pilas crearon en el interior de la cápsula del “Apollo IX” una especie de sustancia verde y pegajosa que puso de relieve ante mí, ese peculiar fenómeno que marcó mi infancia y buena parte de mis regalos en esa etapa de mi vida: la sulfatación. La puta sulfatación que no avisaba, que se presentaba como una peste medieval llevándose por delante a mi Cabo Kennedy en miniatura o al “Phanton 2” teledirigido (con cable, pero teledirigido, al fin y al cabo) que me regaló mi tío Domingo, que era piloto de los de verdad y que contaba muy buenos chistes. Una vez que unas pilas se te sulfataban, llevabas el juguete a papá. Él lo abría, tocaba esa sustancia mohosa, pútrida y aborrecible, te miraba a ti con esperanza de que tú lo entendieras, y daba al fin ese diagnóstico que temías en secreto, que te negabas a admitir, pero que sabías llegaría. – ¡Estas pilas de mierda se han sulfatado!¡Anda –añadía – hazte un puzzle!
Nuestra generación se crió a golpe de puzzles. Los malditos puzzles “Educa”. A mí, una vez, los Reyes me trajeron, en casa de una tía mía -ahora que lo pienso, puede que fuera la Gibraltareña de adusto semblante- un puzzle muy gracioso. Era la fotografía, descuartizada hasta lo inmisericorde, de una ladera montañosa y nevada en la Suiza de Guillermo Tell; de nuevo el símbolo de las flechas cobra un siniestro sentido. Salvo algunas piezas con esquinita, el resto de los setecientos mil pedacitos de cartón con forma de espermiocitos o de glomeroblastos eran diabólicamente iguales. A mi odio cerval por los malditos puzzles “Educa” de los cojones, se añadió otro aún más enfermizo e irracional por todo lo que oliera a Suiza: los relojes, la puta nieve de las laderas del Hungëlstrom, Guillermo Tell y la madre que lo parió, los quesos blandurrios y los absurdos relojes de cucu, puntuales y…neutrales.
Tantos despropósitos encadenados año tras año no podían venir de seres aparentemente tan fantásticos a quienes en otras culturas incluso se les llama “Los sabios de Oriente”. ¿Acaso eran una filfa? ¿Una invención?
Sólo quedaba una cosa por hacer: conseguir pruebas fehacientes de su existencia, a la vez que de su, de momento, cuestionada sabiduría. Junto con no recuerdo cual de mis hermanos ideamos un ingenioso plan mediante el que, si todo salía como quedó planeado, conseguiríamos evidencias concluyentes y oportunas.
Básicamente y “grosso modo”, el plan consistía en la instalación de ciertos e invisibles cables que, debidamente conectados al enchufe del pasillo, y tras haber embadurnado el suelo con un poco de agua y jabón, harían que cualquier humano o cuadrúpedo –léase camello- que irrumpiera subrepticiamente en la intimidad de nuestro salón al abrigo de la oscuridad de la noche, quedaría parcialmente electrocutado y temporalmente a nuestra merced para un posible interrogatorio.
El azar es sinuoso a veces, ingrato siempre, malévolo en suma, caprichoso en extremo; y quiso el destino que entre sus Majestades de Oriente y nuestro elaborado e inteligente plan, acertara a interponerse -¿cómo no?- la capulla de la perdiguero de mi madre, ese absurdo ser marrón y blanco que respondía, a veces, al apelativo de Wendy, y que parecía no aprender de sus anteriores experiencias. Wendy, para variar, salió regular de todo este “affaire”. Menos mal que, por aquel entonces, la corriente era de 125. A Wendy se le pusieron los pelillos de punta y estuvo cagando burbujas por lo menos un mes y medio.
Además de algún sopapo, me quedé sin mi “Magia Borrás”.
Ahora sólo pido a los Reyes que me dejen… seguir batallando. Sin arcos ni flechas, sin trabucos ni magia; simplemente, seguir luchando cada día por la igualdad, la paz mundial, la emancipación de los pueblos indígenas del Arapazú, el desarrollo de las energías alternativas, la Primavera árabe, el solomillo con almendras, los cuatro puntos básicos, la vuelta a los valores victorianos, el nohequé, el queseyó…
De todas maneras, si también me dejan algún detallito de Casa Parra o del Gallo, o la “Fritanguéitor Plus 2000” , pues mira, no me voy a quejar.
¡Vamos! ¡Pero nada, nada!