miércoles, 8 de diciembre de 2010

"Beer time"


Es viernes. Son las nueve y media de la noche. Algo dentro de tu estómago está enviando señales a tu cerebro con una consigna muy clara e imperativa: “BEER TIME”. Tu cerebro inmediatamente reacciona y responde con un instantáneo “VAMOS PARA ALLÁ” al tiempo que se pregunta una vez más porqué el jodido estómago te habla en Inglés. Tu cuerpo, a veces, es un misterio.
Cae la tarde, cada célula de tu cuerpo se pone a funcionar y en cuestión de segundos, todas tus glándulas se encuentran inmersas en la sublime tarea de irte preparando para lo que viene. Dicen que esta teoría la comprobó un tal Paulov, puteando a su perrillo. Parece ser que el ruso éste le perforó el píloro al chucho y se entretenía llamándolo para comer a las horas que no le correspondía. Bueno, no sé si fue el píloro, el páncreas, el epigastrio o algo por el estilo, porque yo soy de letras. El caso es que, nada más oír el silbidillo del cosaco, el fiel cánido se ponía a mover el rabillo y a salivar como un poseso.
“Pos” eso es lo que te pasa a ti cada Viernes; me refiero a lo de la sobreexcitación glandular, no a lo de mover el rabillo.
Y es que es como un premio. Has trabajado toda la semana. No tienes un yate en Marbella para escapar del mundanal ruido, tu cuenta bancaria no está como para tirar cohetes y, desde luego, no puedes liarte la manta a la cabeza y coger el avión a París o Londres para ver a Mickey o a la Reina Isabel.
Pero tienes veinte o treinta euros en la cartera, tienes a tu compañera o a tu compañero, y si eres un tipo con suerte, hasta tienes tres o cuatro amiguetes con el mismo nivel de adicción que tú. Y te decides, y los llamas, y os veis… y llega el momento de la verdad, el segundo de oro de la noche: pedís la primera. Cae el precioso y dorado elixir con majestuosa gracia; aparece una nívea y prístina espuma que presagia el instante triunfal, se condensan pequeñas gotas de vapor en el exterior de la copa, tu cuerpo tiembla, te acuerdas del cachorrito de Paulov y te enjugas una lágrima, el simpático camarero te entrega tu caña y antes de llevártela a los labios das las gracias al Señor, que todo lo puede, porque, amén de otros dones, nos concedió la razón para crear y nos dejó a nosotros hacer ese milagro.
Cae la cerveza inundando tu interior y tu mundo se transforma. Todo es más luminoso, más alegre, más humano.
Y no acaba aquí tu dicha porque, tras el éxtasis del primer trago, llega el nirvana del “chopitoplancha” o del “perritolomo”. Así, como suena; porque tú sabes que los camareros jamás - repito, JAMÁS- utilizan las preposiciones, conjunciones y demás para separar el nombre compuesto de una tapa, logrando con ello una trascendencia que, de otro modo restaría empaque y enjundia al aperitivo en cuestión.
Y a tu lado todo es fiesta. Y ya no te acuerdas del escrito que tenías que haber terminado urgentemente, ni de la hipoteca, ni de la nota del último examen de Física de tu niño, ni de la madre que parió al que te dio un rachón en el coche y no te dejó una notilla para el seguro.
Es entonces cuando caes en la cuenta de que eres un tipo con suerte porque no te hace falta casi nada para estar bien, porque con la segunda ya ni te lo vas a creer, porque con la tercera vas a rozar el cielo.
Y cuando roces el cielo, San Miguel, que estará por ahí, como es lógico, te dirá: “Ya llevas tres. Vete tranquilizando y que luego conduzca otro”.
Yo, muchas veces me creo que me he pasado porque en la mesa de al lado se suele sentar un grupillo muy simpático en el que hay dos gemelos. Hasta que me dí cuenta, siempre pensé que estaba viendo doble.
Un saludo para todos y, bebed con moderación.

La lista de la compra.



La primera vez que visité el Supersol con mi mujer, me pareció el lugar más romántico del mundo. Lo tenía todo, bonitos paisajes (charcutería, pescaditos. . .) amplias avenidas graciosamente dispuestas, musiquilla romántica (me parece que era de Perales), y yo paseaba de su mano, sin perder de vista las ofertas 2x1 y todo eso. -¿Te apetece un poquito de queso de ese que huele a sobaco, cariño? Me decía con la mirada cálida y los ojillos soñadores. –¿Te cojo otra botellita de Marqués de Riscal, gordí? –añadía al rato- Ya sólo te quedan seis en casa.
Fueron unas semanas maravillosas. Cada compra semanal era una fiesta y un jolgorio y un ya te digo.
Al poco, mi contraria me dio la primera nota. ¡Que nerviosismo! ¡Qué emoción! Iba a hacer una compra yo solito. Como los hombres de verdad. Pues, una mierda para mí y otra para los hombres de verdad.
Me explicaré. Teniéndome por un individuo de recursos, decidí no limitarme a la mera literatura e improvisar cuando la falta de detalles en el pedido así me lo pareciera indicar.
Si en la nota ponía “champú para cabello graso” y ahí terminaba la información, yo tenía como unos trescientos champúes (o champuses) donde elegir, todos ellos “para cabellos grasos”. Y entonces optaba por uno con PH neutro y olor de guayaba o de almendra salvaje.
Si en la nota ponía “quitamanchas”, yo buscaba entre los más de seis mil diferentes en stock y cogía uno con un calvito de brazos cruzados que me caía super bien.
Y cuando esa santa que preside mi humilde hogar empezó a desgranar la lista de mis desdichas, se abrió la caja de Pandora y escaparon los truenos.
-¿Es que tú no sabes que a mí la guayaba me da cosa? –y después- ¿Y por qué no has traído quitamanchas de amoníaco, que es el que usa mi madre?
Y después seguía con el fuagrás, con los esnakis, con el papel higiénico, con el shopper. . .
-Pues yo pensé que. . . -no pude terminar.
Porque ella soltó la frase que ha marcado mi vida de forma indeleble e imperecedera.
-Cuando yo te dé la lista de la compra, ¡TU NO PIENSES!, ¡OBEDECE!
Y así lo hice. Y no sé que fue peor.
De las sesenta o setenta cosas de la siguiente lista, me parece que, como mucho, le llevé catorce o quince.
-¿Es que no había sopa Maji de calabacín?
-No. La que había era de Nor.
-¿Y por que no te la has traído de Nor?
Si hubiera podido pensar, seguro que me la habría traído de Nor, o de Avecrens. Pero aún resonaban en mi oído las crueles palabras ¡No pienses! ¡Obedece!
Con otras cosillas, el truco es infalible. Y la respuesta suele ser “Déjalo. Ya lo hago yo. ¡Que no valéis para nada!”
Pensé que con esta actitud decidida y varonil, había ganado una batalla en favor de la emancipación del varón y la liberación del género a la hora de ser involucrados en tareas viles y rastreras como la compra semanal.
Pues otra mierda para mí y otra para la emancipación del género.
Porque, de nuevo la astucia femenina se impuso.
Desde aquel aciago día, las listas de mis compras vienen cuajaditas de detalles.
-Fregasuelos Arrichaka, olor a pino mediterráneo, de la parte de Manilva lindando con San Roque, tarro blanco semi- opaco con etiqueta verde esperanza y ligeros tonos en pistacho clarito, tapón rojo fuerte con rosca para la derecha. Lo quiero en tamaño familiar, que viene a corresponder a unos 1000 c.c. según las normas de capacidad de la YUPAC, con sede en Lovaina (Suiza).
-Paté de pechuga de pato joven, marca Apish, a las finas hierbas, a saber: hinojo, romero, albahaca y perejil. La lata es cilíndrica en tonos ligeramente dorados y con leyenda en marrón y negro azabache. Tamaño estándar de trescientos treinta y seis gramos.
Creedme, ahora es un infierno. Me tiro leyendo tres horas para elegir cada producto, me vengo cargado como una burra, y encima, si no encuentro algo como estaba escrito, me aplica la Ley de vagos y maleantes del Franquismo, según Decreto ley 554/55 de Junio de 1958.
Gracias a Dios, el champú de melocotón del Atilano, no hay cojones de localizarlo. No hay en toda la tienda ni un bote de champú que lleve o el nombre o el dibujito. Y aunque ella insiste en apuntarlo día tras día, juro por mi honor que jamás, repito, JAMÁS, llevaré a casa el puto champú de melocotón del Atilano.
Mi Virgi lo intentó, angelito. Me dijo que no tenía más que irlos oliendo uno por uno. ¡Los diez mil!
¡Hasta ahí podíamos llegar! ¡Hombre hasta la muerte!
Vamos, digo yo.

martes, 7 de diciembre de 2010

No va a ser, pero . . .

 
Son las doce de la noche y estás deseando que termine esta pesadilla. Quieres llegar a casa y darte una ducha bien caliente, ponerte el pijama, acostarte, y dejar que el sueño acabe de una vez por alejar a los  fantasmas que llevan todo el día atormentándote cruel y despiadadamente.
Todo empezó a primera hora de la mañana.
Entraste en la cafetería y pediste un café y unas tostadas. El camarero te pidió que esperaras un momento y tardó más de un cuarto de hora en volver. Cuando apareció, oíste atónito cómo te decía que “se habían suspendido los cafés de la mañana, que la tostadora, por problemas técnicos, no iba a entrar en funcionamiento hasta bien entrada la tarde” y que, a lo largo de la jornada, te iría indicando si volvía a funcionar la cafetera o si tendrías que tomarte un vaso de leche con galletas.
Molesto y con unas ganas tremendas de saborear un cortado bien cargadito, saliste a la calle y te dirigiste al aparcamiento. Abriste la puerta de tu precioso deportivo alemán y comprobaste que andaba flojo de carburante. Afortunadamente hay una gasolinera a escasos metros de tu casa.
-¿Me lo llenas, chico?
El chaval con el chándal de Repsol, implacable y decidido, no se dignó a atrapar las llaves que le lanzaste. Viste sorprendido como caían al suelo. El chico te miró, las miró y procedió a dar un informe detallado de la situación.
-A partir de este momento y hasta nueva orden, quedan canceladas todas las operaciones de repostaje de coches alemanes. Para cualquier consulta, diríjase a Repsolcarburantes.com.
No podías creer lo que estaba sucediendo. Entraste como una exhalación en la oficina, buscando al responsable ante quien presentar una reclamación por el trato abusivo de ese estúpido operario. En el interior, el jefe, te escuchó atento durante un par de minutos y después te ofreció su punto de vista.
-Hasta que Repsol no modifique la cláusula 5ª del párrafo 9º del convenio de estaciones de servicio, no le voy a despachar ni un puto litro de gasofa, se ponga el señorito como se ponga. Si quiere, llame usted al 902 tal y tal y tal y les presenta su reclamación, y si no, me la escribe usted en el papel higiénico que hay en el baño y ya luego yo la tramito personalmente.
De nuevo, te sentiste acosado e impotente. Pero tu espíritu combativo y tu ánimo imperturbable te impulsaron a buscar una rápida solución alternativa.
-¡Taxi! –gritaste.
En un segundo, un hermoso taxi blanco se detuvo ante ti. Entraste.
-¡Al aeropuerto! ¡Rápido!-ordenaste.
El taxista, un fornido caballero con barba de varios días y unas manos enormes y viriles, te saludó cortésmente.
-Le habla Pablo Cantalapiedra, conductor de taxi. Siguiendo indicaciones de la central de taxis de la zona centro, este taxi y, por añadidura su comandante, aquí al volante, no va a efectuar su trayecto hasta que cambien las condiciones climatológicas y medioambientales de la mencionada zona centro. En el plazo de unas tres o cuatro horas volveremos a informar. De momento, y si no le importa, guapetón, vaya bajándose de mi taxi.
Aquí llegó el primer vahído. Fue algo leve, casi imperceptible. Pero premonitorio. Premonitorio de cojones.
Había que llegar al aeropuerto como fuera. Tenías que cumplir con tu jornada al frente del control de tráfico aéreo en Barajas. No es que te importara mucho tu trabajo, pero había que estar allí. Mañana te ibas de vacaciones a las Islas Fidji y querías recoger un par de cosas.
Tardaste más de dos horas en llegar. Pero lo habías conseguido. El olor a mortal en el autobús, atestado de mileuristas y de pobretones te revolvió las tripas. Era una sensación aterradora y profundamente desagradable.  Al fin, llegaste a la torre. Treinta y tres vuelos retrasados por tu demora… ¡nada grave!.
Y alguno más tendría que esperar en pista porque con todo el ajetreo y el nerviosismo consiguiente, tu estómago se había resentido hasta el punto de que si no conseguías despejar tus intestinos en cuestión de minutos, tendrías que lamentar daños colaterales de muy vergonzosa índole.
Te dirigiste al cuarto de baño. Con premura. Con celeridad. Con cierta intranquilidad manifiesta.
Estabas cerca, a unos metros. Un muñecajo azul con las piernas ligeramente abiertas anunciaba el acceso a sus dominios “¡Caballeros!”.
Y entonces apareció Carmen, la señora encargada de mantener pulcros e inmaculados los servicios del personal técnico de la torre de control de Barajas.
Interponiéndose entre la puerta y el preocupado operario, Carmen procedió a echar el cierre. Hubiérase dicho que existía una cierta y oscura complicidad entre el  inexpresivo muñecajo azul y la simpática limpiadora.
-A partir de las 10.00 horas del día de hoy, quedan fuera de servicio las dependencias a mi cargo y en tanto en cuanto el Ministerio de Fomento no elabore las nuevas directrices sobre el jabón de manos y los secadores de vientecillo, estas instalaciones se mantendrán por completo inoperativas.
Pánico. Desesperación.
Y luego… todo aquel paseo hacia casa. Cabizbajo, meditabundo, humillado, solo.
Y cagado.
Llevas andando no se cuantas horas. Te escuece el jander como jamás lo había hecho. Quieres llegar a tu casa y parece que cada vez está más lejos. Te sientes abandonado y triste. Cierto es que tienes una cuenta en el banco que te mueres, pero hoy… estás solo.
Jamás pensaste que la de controlador aéreo fuera una profesión de las comúnmente conocidas como “de riesgo”, pero ya lo estás empezando a considerar.
Sólo quieres llegar.
¡Sólo quieres llegar!.
Con el paso lento y las pernas ligeramente abiertas, sigues viviendo esta pesadilla.
Sólo quieres llegar...