(Con cariño para mi amiga Magui Olmedo, La Flor de Burgos)
El ser natural de
cualquier sitio, las Islas Comores, por ejemplo, tiene sus inconvenientes y supongo que debe
tener también sus cosas positivas.
Aquello es bonito sin llegar a ser lujuriosamente bello, posee un clima
razonable dentro de su comorismo, la gente es hospitalaria sin llegar a ser
pelma ni pegajosa, hay buena pesca… Digo yo que eso de ser… “de allá” tendrá
sus más y sus menos como por lógica debe suceder con casi cualquier otro lugar
de la tierra.
Pero el haber nacido en
Melilla -cada día lo veo más claro- ha terminado por tener como principal y único atractivo, que
puedes decir que eres… “de acá”.
Y… ¡ya está! ¡Se acabó!
O por lo menos, para eso
me parece a mí que estamos quedando los paisanos de esta bendita tierra que
limita al este con el mar y a los demás puntos cardinales, con lo que podríamos
denominar “la puta valla de los cojones”.
Podría parecer, por la
peyorativa descripción de que la he hecho acreedora, que no goza ese monumento
de hierro y alambre de una mínima consideración por parte de este modesto
escritor, ni en función de su aspecto artístico, ni en función de su más que
cuestionable operatividad. Y en realidad, el que así pensase, pensaría bien.
Me explicaré.
Quizá los más jóvenes no
recuerden que hace unas décadas, en Melilla no existía una valla de triple paño
y siete metros de altura que limitara el tráfico de personas y mercaderías
entre este nuestro país y el vecino reino de la siempre simpática y colaboradora
monarquía alauita, pero es cierto; no la había.
El melillense típico
solía pasar unos quince o veinte domingos al año comiendo arroz o pinchitos en
los Pinos y era habitual que los más jóvenes nos diéramos un paseo por los
“Pinos morunos” después de comer, paseo durante el cual recogíamos piñas -que
entonces, sorprendentemente, tenían piñones- o buscábamos tortugas, o matábamos
escorpiones, o nos embadurnábamos con resina las manos, las piernas, la cara y
la ropa para que nuestros padres estuvieran supercontentos por la noche.
La separación entre
nuestros pagos y los pagos vecinos era puramente testimonial y la alambrada
–que sí que la había- consistía en retazos oxidados de irregulares tramos de
vallas de cómo medio metro de alto que los chaveas pasábamos sin el menor
recato ante los ojos, divertidos a veces y somnolientos casi siempre, del
mehanni de turno o del policía de servicio.
Podría decirse que éramos
más los que pasábamos para allá que los que venían hacia acá.
Mientras nos íbamos
haciendo mayores, los países africanos fueron ganándose la independencia y sus
independientes ciudadanos comenzaron a hacer lo que en este continente es
tradicional en circunstancias similares, es decir, matarse vivos. Occidente, siempre alerta
contribuyó armando milicias de un signo o reventando a las del signo contrario
según mil y un criterios nunca suficientemente explicados.
Apoyamos gobiernos
demenciales, desquiciamos hasta lo impensable a cuantos comenzaron a asomar la
cabeza por el estrecho ventanuco de la democracia, ignoramos a los que más nos
necesitaban y les reímos las gracias a varios payasos que hablaban bien el
Español y se vestían de Ermenegildo Zegna mientras sus paisanos se devoraban
los unos a los otros por puro odio o por puro aburrimiento.
Y entonces surgieron el
miedo y el hambre.
Y mientras en la Península se empleaban a
fondo en demostrar lo solidarios que éramos en Melilla y lo mucho que nos
respetábamos y nos queríamos, y los bien que convivíamos y lo de las “Cuatro
Culturas” y todas esas gaitas, llegaron los primeros subsaharianos.
Los Melillenses empezamos
a ejercer entonces una curiosa mezcla de solidaridad y escepticismo, adobados
con la siempre forzada bizarría con la que afrontamos desde tiempo inmemorial
los desmanes y la incompetencia de nuestros políticos en la metrópoli.
El pueblo de Melilla se
ha desvivido por ayudar en la medida de lo posible a esos miles de hombres y
mujeres que se han enfrentado valientemente a su destino y que no han dudado en
jugarse la vida para encontrar simplemente un poco de paz y un plato de comida.
El pueblo de Melilla ha
aprendido a ver al inmigrante como a un amigo.
El pueblo de Melilla, no
está indignado, ni dolido, ni triste… Está cansado.
El pueblo de Melilla ha
hecho lo que tenía que hacer.
Pero ahora no nos toca a nosotros.
Y a mí me preocupa
especialmente este absurdo y dantesco espectáculo que tenemos montado a uno
y otro lado de la valla de la vergüenza
y la discordia.
Nos pusieron la valla
–supongo yo- para que no pasaran de forma ilegal los que no debieran hacerlo.
Hasta ahí, y por doloroso que pueda parecer, me parece lógico y hasta
necesario.
Pero el hambre da alas y
las escaleras de palo ayudan. Y las “excelentes relaciones” con Marruecos ponen
de su parte. Y cada día recibimos con la boca más abierta y el corazón más
cerrado las noticias de cientos de subsaharianos que vulneran cada noche la
majestad de esa inútil estructura, gris, siniestra y estúpida.
Los hombres que defienden
el perímetro de nuestra frontera asisten, agotados, al espectáculo en el que se
ven por fuerza envueltos madrugada tras madrugada. Los veo volver a casa
maltrechos, doloridos, agotados, impotentes. Regresan cada mañana con la mirada
perdida entre la amargura y el desconcierto.
Desde muy lejos
“comprenden” nuestro problema.
Se decide la instalación
de una red de cuchillas meramente disuasorias. Pero que cortan. Es decir,
cortan, si subes los ocho metros de alambre que las separan del suelo.
Y hacen daño. Mucho daño.
Y matan.
Ya tenemos el dilema
servido en bandeja.
Cientos de voces se alzan
contra el infame invento por lo inhumano que resulta. ¡No puede ser! El
inmigrante tiene que pasar sin resultar herido. Ahora el reto consiste en que
los que se atrevan a cruzar la valla lo puedan hacer sin sufrir daño físico.
¡Quitamos las cuchillas!
Pero entonces todo el
mundo querría pasar.
Ah. Pues entonces… ¡que
no las quiten!
Pero esas cuchillas
pueden seccionarte la yugular y ponerlo todo perdido.
Eso es otra cosa. En ese
caso ¡Que la quiten inmediatamente!
Pero es que hay miles de
personas acampadas en el Gurugú esperando el momento de atreverse a saltar y llegar
a Melilla.
Pues… Pues…
Y así estamos.
Nadie quiere esa valla.
Yo me siento encerrado. Me roba la vista de ese mar que cada día vemos menos.
Me despoja de la sensación de libertad que disfrutábamos en esa infancia feliz
que vivimos en Los Pinos cuando podíamos ir y venir a nuestro antojo. Me da
tristeza. Me duele esa valla.
Y también me duele que me
ignoren, que jueguen conmigo, que crean que en Melilla lo estamos pasando bien
con esta vergonzosa circunstancia en la que NO NOS HEMOS METIDO NOSOTROS.
Alguien tiene que poner
fin a esto. Sinceramente no sé cómo, pero tampoco he querido nunca saberlo.
Cada cuatro años asisto con litúrgica predisposición y esperanza renovada al
sacrosanto acto de depositar mi voto en una urna. Hay quienes se dan de hostias
para aparecer en esas listas. Son ellos los que tienen que hacer algo. Y lo
tienen que hacer antes de que alguna tragedia nos vuelva a situar en las
portadas de los periódicos o en los titulares de los informativos.
Es el momento de exigir
valentía. Hay que ponerse por delante de los acontecimientos y evitar lo
inevitable.
Los Melillenses no
tenemos porqué arreglar esto. Esto no es obra nuestra. Hemos hecho lo humano y
lo inhumano por vivir y convivir, por sobrevivir y por ayudar a los que quieren
sobrevivir, por comprender y por que nos comprendan.
Y que quede claro -bien
claro-, que con melindres no se solucionan los problemas.
Estamos sobre un barril
de pólvora. Y aunque estamos preocupados y expectantes, no dejamos que ello nos
amargue la existencia.
Lo peor es que venga un
gilipollas con un mechero a jugar a nuestro lado.