Con cariño, para Pilar.
Los alumnos íbamos de pantalón corto en invierno y en verano. Las alumnas, a quienes veíamos desde muy lejos, eran una realidad paralela intangible, lejana y casi etérea. A los profes había que llamarles de “Don”, y siempre, siempre, teníamos muchos mocos.
Los alumnos íbamos de pantalón corto en invierno y en verano. Las alumnas, a quienes veíamos desde muy lejos, eran una realidad paralela intangible, lejana y casi etérea. A los profes había que llamarles de “Don”, y siempre, siempre, teníamos muchos mocos.
Había detalles más o menos folclóricos como aquello de cantar según que himno a determinada hora de la mañana, o tener que formar y cuadrarse antes de entrar en clase.
La mayoría llevábamos para el recreo un bollo de pan con chocolate “Maruja” o un bocata de salchichón “Pamplonica”.
Jugábamos al trompo (nadie sabía lo que era una peonza), a las bolas (lo de “canicas” vino después) o a las chapas. Yo era malo en las tres categorías.
Además, cuando alguna persona mayor entraba en clase, te tenías que levantar y preguntarle por la salud. En el momento de marcharse, además, se le espetaba un “Que usted lo pase bien”, ya fuera el sujeto en cuestión al parque a darle de comer a los patos, o a hacerse una colonoscopia. Eso ya no era problema nuestro.
Si Quito López era amigo tuyo, pues “te ajuntabas”. Si Rielo dejaba de serlo, pues “ya no te ajuntabas”. Y viceversa.
Había clases por la mañana y por la tarde.
Había que hacer “tareas”.
Y aprendías. Aprendías mucho.
Básicamente, esta era nuestra escuela.
Pero fuimos creciendo y empezamos a cuestionar algunas cosas.
Siempre recordaré aquella oscura y húmeda tarde de octubre en la que Don Cristóbal, quizá motivado por lo sombrío del ambiente, desplegó sobre la pizarra un enorme mapa de Europa y Asia. No era un mapa de colorines. España no era amarilla y Portugal no era verde claro, pero venían todos y cada uno de los ríos y las montañas del viejo continente.
-Vamos a estudiar los sistemas montañosos más importantes de Europa – dijo el buen hombre.
Y empezó a mencionar, de Oeste a Este, todas las manchitas marrones que cruzaban caprichosamente la geografía europea. Cuando iba por los Pirineos, ya me perdí y sólo recuperé un poco la consciencia cuando creí oir “Cárpatos”. Esos montes me sonaban de una peli de Drácula. Christopher Lee le mordía el cuello a una pava descotadísima que lo que quería era otra cosa pero que… Bueno, esa es otra historia.
Si mal no creo recordar, llegamos hasta los montes nohequé, de Mongolia.
Y aquí, amigos mios… aquí me dí cuenta de que en España, las leyes de educación no iban nada bien. O al menos no iban nada bien con la realidad sociopolítica en la que nos desenvolvíamos.
No había nada más que mirar un pasaporte de la época. En la página cuatro, en tinta azul, venía diáfanamente explicado que si se te ocurría pasarte por la URSS o por Mongolia exterior te podían forrar a hostias; con otras palabras, pero venía a decir eso mismo. Creo recordar que tampoco podías ir a Albania, a Corea, o a Vietnam.
O sea, que mientras los funcionarios del Ministerio de Educación y Ciencia te cantaban las lindezas de las cordilleras transalpinas y las maravillas de los rios de más allá de los Urales, los sagaces asalariados del Ministerio de la Gobernación te advertían que de ir a pescar truchas al Volga… ¡Ni pensarlo!
Te dejaban, eso sí, la posibilidad de ir a Mongolia “interior”, que por lo visto no era tan nociva como la otra.
Y -me preguntaba mientras ponían en la tele unos horribles dibujos animados checoslovacos- ¿para que mierda quiero yo saber los rios que pasan por Rusia si no me van a dejar ir a Rusia en toda mi miserable vida? ¿De qué me sirve haberme aprendido dónde está Mongolia si nada más me dejan ir a la “interior”? ¡Con lo buena que está la rata de pantano como la cocinan los de la “exterior”!
También tuvimos que estudiar los “conjuntos”. Un jeta, denominado Euler Venn elaboró una serie de leyes y propiedades sobre los putos “conjuntos”, cuya única finalidad era volvernos locos. Y con algunos, verdaderamente, tuvo éxito.
Lo de los “trabajos manuales” cuya sola enunciación ya da que pensar, era una asignatura que consistía en que el profesor de turno mandaba a nuestros padres hacer una torre Eiffel o un acueducto de Segovia con palillos de dientes. O era lo de los palillos, o era un mapa de España en escayola… o era un cubremanteles con tapones de vino Savin… A mi padre le volvía loco regresar del trabajo a las tantas de la noche y ponerse a pegar palitos con pegamento “Imedio”.
Fue, como dijo Frodo Bolsón, una época oscura. Pero, la verdad sea dicha, no nos lo pasábamos mal.
Y lo mejor de todo es que de aquel cúmulo de despropósitos, sacamos bastantes cosas en claro y, desde luego, una culturilla más que aceptable.
No todos llegamos a sabernos las obras de Delibes, pero casi nadie escribía Delibes con V. No llegamos a conocer el nombre de todos los ríos de España con sus correspondientes afluentes, pero sabíamos que el Ebro jamás –repito, jamás- ha pasado ni tiene la intención de pasar por Santa Cruz de Tenerife, ni siquiera en carnavales, que aquello se pone precioso.
Aprendimos que el puma no es un cantante, que el participio no es una parte del pene, que un ladrillo, por bonito que te parezca, no es una piedra preciosa… Aprendimos mucho.
Recuerdo aquellos años de nuestra iniciación a la lectura con especial ternura.
“Santillana” editó un manual de lectura que era una verdadera joya. Con fragmentos muy inteligentemente escogidos, hacía que los chavales nos llegáramos a interesar por “Las inquietudes de Shanti Andía” de Pio Baroja, “El mujik y el diablo” de Tolstoi, “La canción del Pirata” de Espronceda… Algo de Calderón… Algo de Gloria Fuertes… Un poquito de esto… Un poquito de lo otro… Nos gustaba leer. No nos cansaba. Bueno, en realidad, lo que si cansaba era llevar aquellos libracos tan enormes en la cartera. Porque además, por aquellas fechas nadie llevaba mochila, todo iba en una “cartera” que, si tenías suerte, disponía de unas correíllas para poder llevarla en la espalda, pero si no, podía llegar a alargarte los brazos varios centímetros durante la EGB y otros pocos durante el BUP.
Gran parte de la “culturilla” que adquirimos con la lectura se lo debemos a la editorial “Satillana”. Buena parte de nuestros problemas cervicales… también.
La EGB y el BUP.
Y nosotros nos quejábamos.
Pero nos valió. Salimos del trance, mal que bien, pero salimos.
Ahora lo que me pasa es que me planteo cierto número de dudas que, a veces, unidas a la de si se separa o no Carmen Bordiú, me tienen sin sueño.
Desde la Ley General de Educación de 1970, obra de Villar Palasí, hemos tenido seis hermosas leyes de educación. Seis.
La que viene, la LOMCE, la de Wert, esta nueva maravilla, es la séptima.
La mayoría de los ministros que firmaron esas leyes, y otras joyas por el estilo, unos más espabilados y otros menos, incluido el ínclito Wert, estudiaron la EGB y el BUP. ¡Y llegaron a Ministros!
¿Tan malo era aquello? ¿Hay que ir cambiando cosas hasta que nos las carguemos del todo?
Siempre recordaré uno de los días más funestos de mi vida como enseñante. Corría el año 91 del pasado siglo. La LOGSE llevaba poco tiempo aplicándose y para algunos profesionales del ramo, dicha aplicación presentaba no pocos dilemas.
Llegó a clase uno de mis alumnos. No quiero dar su nombre pero se llamaba Jose Luis. No uno de los más brillantes, desde luego. Venía de recibir las notas de Inglés en el Instituto.
-¡Pedro! –me dijo presa de una gran excitación y mostrando un júbilo desmesurado-. ¡He sacado un uno!
-¡Mierda! –dije yo.
-¡No, Pedro! –corrigióme-. ¡He aprobado!
-¿Con un uno?
-¡Si! Dice la seño que se ve que me he esforzado. Como tenía un cero en la primera evaluación…
Tuve otras tardes negras. Como aquella en que un alumno mío me dijo que tenía ya estudiado todo lo de Historia para la PAU.
-Me sé el siglo XX casi de memoria –arguyó-.
-¿Y el XIX, que?
-Ese no es importante- me dijo.
A partir de ese día tengo pesadillas recurrentes con Solana y Cruz Martinez Esteruelas vestidos de Pinky y Winky. Me despierto sudando y recitando de memoria los ríos de la cuenca cantábrica.
No pierdo la esperanza. Algún día alguien se dará cuenta de que la Educación no debe ser un proyecto de cuatro a ocho años en el que cada partido nos venda lo mejor de su apostolado para servir principalmente a sus deudos y votantes. Algún día, alguien verá en los estudiantes algo más que futuros contribuyentes. Algún día, espero, terminaremos por considerar el conocimiento como un bien verdaderamente digno de ser protegido, y no como a un mero instrumento.
No deja de ser una lástima que, ahora que ya podemos ir a Mongolia exterior a comer rata frita, muchos de nuestros licenciados, futuros “Grupo A” no tienen ni puta idea de dónde está.
Cuanto más ignorantes seamos,más facilmente seremos manipulados,así que el hecho de que haya una inmensa masa pseudoanalfabeta no les viene mal a los distintos gobiernos que partitocraciamente nos hemos dado.
ResponderEliminarAsí que no seamos ingenuos,por favor.
Buen domingo.
Estimado amigo:
ResponderEliminarPermíteme que te felicite y agradezca esta pequeña obra de arte que como colega (profesional) me llena de esperanza al comprobar que a pesar de todas las "LOcacas" que nos ha tocado sufrir aún seguimos en la brecha luchando y por otra parte la inquietud de no entender por qué no nombran ministros de Educación a gente como tú......Seguro que todo iría mejor y hasta recuperaríamos el sentido del humor, de la originalidad y de la creatividad....¡¡Ahí es "na" que diría algún sabio gaditano.
De todas formas, no olvidemos que la culpa es nuestra, que les consentimos esta y otras barbaridades, como la corrupción. Y si alguien sale indignado a protestar, lo tildamos de vago perroflauta antipatriota.
ResponderEliminarYo era de los que se sentaban en las últimas filas...
ResponderEliminarhoy me atrevaría a levantar la mano.
Jesus González González no anda desencaminado...
no se vaya a descarriar el rebaño.
Buen día.