El ser humano, aunque en
ciertos aspectos pueda parecer el miembro más aventajado de una especie que en
sus orígenes fue muy peluda y bastante fea, no puede por menos de conservar
ciertos hábitos primitivos que no solo traslucen a la hora de procrear,
alimentarnos o matarnos vivos, sino en situaciones mucho más complejas y de más
difícil interpretación.
Desmond Morris, en su
célebre ensayo “El mono desnudo (1967)” nos atribuye a los humanos, como principal
seña diferencial con respecto a los primates, el dudoso mérito de haber ido
perdiendo progresivamente el pelo para ir adoptando en sustitución del mismo
diferentes tipos de vestimenta y multitud de complementos absurdos a juego.
Algunos, esto de perder el pelo, lo hemos hecho, además, sin el menor glamour.
Obviando esta trivialidad
del vello corporal, parece ser que los humanos no estamos tan por delante de
nuestros parientes más feúchos.
En un hipotético
“ranking” de felicidad básica, por ejemplo, me consta que los grupos étnicos más
satisfechos con su existencia son los que, aislados del resto de la humanidad,
viven a la vera de pequeños riachuelos perdidos en Papúa Nueva Guinea, o
desperdigados por las selvas de Borneo o de Tanzania en pequeñas comunidades
absolutamente ajenas a todo aquello que no sea cazar un yoquesé para la cena o asegurarse un buen
revolcón antes de la ceremonia del Bumba-bumba, o como se llame, o después de
las lluvias del mediodía. El día que les lleven su primer “aipad”, los han
jodido.
Porque yo creo que al ser
humano, lo hemos jodido. Lo hemos jodido con las pijadas, con las tonterías y
con las corbatas.
¿Para esto hemos
evolucionado?
¿Esto es lo que quería el
Señor cuando decidió pasarse toda una tarde con el “Barronova” haciendo sus
muñequitos?
Y eso que eligió
–supongo- barro de primera calidad. ¡Si se llega a poner a jugar con el
“Mierdonova”…!
Esos documentales
soporíferos de “La 2” o del “Discovery Channel” que se empeñan cada tarde en
mostrarnos la patética –y corta- existencia del ñu del Serenguetti, a veces se
descuelgan de su línea herbívoro-ungulada y se entretienen con un grupillo de
gorilas de montaña de Rwanda o con una familia de orangutanes de Sumatra y, a
poco que observemos el sosegado devenir de estas comunidades, saltan a la vista
actitudes, pautas, patrones y conductas infinitamente “humanas”. Actitudes del
“humano que debió ser”.
Hay violencia, pero
reviste la forma de estallidos puntuales, y nunca premeditados, cuya extensión
temporal suele ser mínima y con la única pretensión de asegurar un orden más o
menos lógico en la normal convivencia de los individuos que habitan el mismo
nicho ecológico. No hay revanchas, no hay bandas, no hay ensañamiento. Un
gorila de espalda plateada te puede reventar la cara de un hostiazo, para eso,
entre otras cosas, sus doscientos kilos de puro músculo, pero lo hará sin
acritud, sin mala leche, lo hará tal cual. Tú te acordarás toda la vida del
leñazo, pero él, seguro que mañana lo ha olvidado.
Añoro los tiempos en que
los humanos éramos así.
Añoro cuando la violencia
era puro instinto. Echo de menos esa nobleza ancestral del vencedor con el
vencido y esa magnífica inteligencia práctica de la víctima que sutura sus
heridas con orgullo y vuelve a casa sin alharacas pero con la satisfacción de
haber luchado y haber perdido con dignidad.
Hay razas que se
extinguen sin remedio y sólo después de certificar su desaparición llegamos a
valorarlas en su justa medida. En cierta ocasión conocí a un “carterista” de
renombre. Era un malagueño enjuto, de tez oscura y manos suaves y nudosas;
vestía impecable terno gris marengo y sombrero de fieltro negro. Nadie hubo
jamás con tal destreza a la hora de dejar vacíos los bolsillos de una persona. No
recuerdo su nombre. Pero sí recuerdo lo que de él me contaron: “Siempre devuelve
las carteras a sus propietarios. Las remite por correo a sus domicilios”.
-¿Para qué joder más de
la cuenta? –decía el hombre.
Antes, el enemigo te
miraba a la cara. Te valoraba. No se escondía.
Ahora, contemplo con
tristeza la forma en que ha cobrado importancia
y peligrosa legitimidad el daño a la víctima imprecisa.
Detrás de una mesa de
despacho, al otro lado de la línea telefónica, escondidos y acechantes en “la
Red”, los nuevos delincuentes se escudan en el anonimato más cobarde y, las más
de las veces, ni siquiera parece que te están robando o te están agrediendo. Ni
siquiera existe esa violencia remota e instintiva. Racial.
Miles de millones vuelan
al extranjero sin que, desde casa, percibamos el más leve movimiento, ni un
mínimo pestañeo. Se compran bancos, se evaden impuestos, se liquidan empresas
millonarias que no figuran sino en la ininteligible realidad de los papeles
pautados y en la impalpable ficción de los datos informáticos, y todo, sin que
parezca en absoluto que hay una “victima”.
Siempre hubo violencia.
Siempre hubo crímenes.
Siempre habrá
delincuentes.
Pero cada día estoy más
convencido de que el hombre se ha saltado
millones de años en la escala evolutiva, adelantando por la derecha a
especies que se lo merecían más que nosotros.
Los “Korowai”, los “Yanomami”
o los “Kayapó” podrán matarte llegado el caso, si les chuleas y tal, pero
siempre te mirarán a la cara mientras te rebanan el cuello.
Y un orangután jamás roba
si no lo necesita.
Pero nosotros… Nosotros,
amigos mios, es que somos “civilizados”.