sábado, 9 de agosto de 2014

El reborde plateado.

En ese extraño juego de poleas que rige nuestra existencia, unas veces nuestra ruedecilla baja y otras veces nuestra ruedecilla sube, unas veces gira hacia la izquierda y otras, en cambio, hacia la derecha. Es como si el cielo y la tierra se conjugaran en un misterioso equilibrio para que la maquinaria  de nuestras vidas no se vaya a hacer puñetas.
Hay ocasiones, no obstante, en las que, por no haber engrasado los ejes nos llaman “abandonaos” y nos hacemos la picha un lio tirando de la cuerda que no es o poniendo el dedo justo donde no debíamos. En cierto modo, es como si al ying y al yang de nuestro implacable destino quisiéramos añadirle  un poco de sal y pimienta a fin de hacer el juego más divertido, interviniendo caprichosamente e ignorando de la misma forma que no es sino la vida, la única encargada de administrar ese inexplicable tejemaneje.



Es entonces cuando, en medio de una catástrofe, surge la chispa y aparece alguien que no se lo está pasando tan mal. No hablo de los desalmados que se aprovechan malévolamente del mal ajeno, de los buitres y de los especuladores, de los que trafican y medran con el dolor y la miseria; esos son, básicamente, unos hijos de puta. Me refiero a ese grupo de chavales que, en una calle de Nueva Orleans, con el agua por la cintura tras la horrible devastación causada por el temible huracán Katrina en 2005, juegan con una tabla de surf y un perro vestido de los “Rockets”. O a esa romántica pareja de jóvenes que practicaba el patinaje artístico sobre las congeladas aguas del Volga durante la fatídica ola de frio que martirizó a los rusos aquel crudo invierno de 2012.
Son destellos.
Son ramalazos.
Son señales.
Son, a mi entender, las pruebas irrefutables de que la grandeza del ser humano tiende a manifestarse en su máximo esplendor, cuando alrededor reinan la devastación y la desgracia.
Es aquí donde surgen los héroes, donde aparece la solidaridad, donde la abnegación llega, a veces, a límites irracionales y donde, casi siempre, también estalla ese momento mágico de encontrarle al temporal el lado bueno por difícil que parezca y por escondido que pueda estar.
Uno termina por esperar con morbosa impaciencia las imágenes del terremoto, del tornado o de la inundación en los noticieros de la tele. Sabes que ha sido terrible, que ha habido una cantidad de victimas aterradora, que la situación es dramática en extremo y, de pronto, ves a unos chiquillos lanzarse al río desde un puente de piedra partido en dos por los efectos del seísmo. Saltan alegres al agua y chapotean felices, rodeados de cascotes y de ruinas, ajenos momentáneamente al cruel panorama que les rodea.
El ser humano es increíble. Somos –me incluiré- capaces de hacernos un batido con el coco que acaba de caernos sobre la cabeza. En realidad es como si después de un imaginario accidente a resultas del cual la humanidad hubiera perdido las piernas, determinados individuos aún sacaran ánimo y fuerzas para iniciar una conga sandunguera.
Atravesamos tiempos difíciles, no cabe duda, pero, como decía Rabindranath Tagore, “No hay nube, por gris que sea, que no tenga su reborde plateado”. ¿Se habría fumado algo el día en que pergeñó tan singular axioma? No dispongo de datos acerca de las adicciones del simpático bengalí, en todo caso,  por tener mucho que ver con la idea central de este modesto escrito y porque los suecos le dieron el Premio Nobel, que es como un beso de amor, que no se le da a cualquiera, no tengo más remedio que citarlo y considerarlo.
Si el ser humano, en general, sabe sacar en momentos de crisis, lo poco de bueno que pueda quedar entre los  restos del naufragio, de la gente de Melilla no te quiero ni hablar. Somos expertos en volver del final del túnel y dejarlo, ya de paso, perfectamente alicatado. Podemos, cuando llega la ocasión, rentabilizar ese ínfimo, casi imperceptible porcentaje de optimismo que queda entre los árboles tumbados por la tormenta. Un pueblo que se las ha visto con cañaillas desde los albores de la civilización sabe lo que es luchar hasta el final para sacar lo mejor cuando parece que no queda nada.

Y aquí llega mi amiga Pilar.
Y una noche estamos charlando de lo mal que están las cosas, de la frontera, de la puta valla, de yoquesé, de queseyó…
Y al día siguiente la veo de chatos con un mozo guapísimo, fuertote, de preciosos ojos verdes…
-¿Y esto, Pilarita?
-Es guapo, ¿eh? – me susurra al oído con coqueta confidencia.
“Desde luego que sí” pienso. “Mucho más que yo, que ya es decir”.
-Es poli. Ha venido para lo de la frontera –me explica.
Veo en sus ojos, en los dos de ella y en los dos del mozo, un brillo especial, mágico e inmarcesible. Mi condición de romántico desfasado me lleva a imaginar historias: la de un centurión enamorado de una bella princesa egipcia, compartiendo una cerveza, una tarde de calima a la verita del Nilo; la de un viril vikingo de rubias guedejas y hacha ensangrentada por la batalla recogiendo orquídeas para regalarlas luego, con la dulzura de un ternerillo, a la hija del jefe Ostergäard, de Ludkolsgïn, cerca del valle Heïnzerbur ut Malmöe, y otras gilipolleces por el estilo.
Quiero saber más. Esta historia me gusta.
Me cuentan más.
Hasta hace cierto tiempo, un Guardia Civil digamos… tipo, parecía venir equipado de serie con un bigote más o menos poblado y, en muchas ocasiones, con una talega considerable. De igual forma, en el Cuerpo Nacional de Policía, el culto al otro cuerpo (al físico, quiero decir) no se consideraba prioritario. La eficacia y la profesionalidad de nuestros agentes de seguridad, legendarias en todo el mundo conocido, no pasaban necesariamente por la obligación de tener unos bíceps poderosos o un trasero bien torneado. Pero ahora, a esa increíble e inigualable calidad de nuestros muchachos, hay que sumar el hecho incuestionable… de que están buenísimos.
Ellos… y ellas.
Porque  esa es otra. Casi cada mes nos llegan de la península decenas de hombres y mujeres que vienen a ofrecer lo mejor de su formación en aras del normal desenvolvimiento de nuestra vida civil. Todos vienen a trabajar y a hacerlo con seriedad y con absoluta dedicación.  Se han convertido en una estampa más de nuestra vida, de nuestros días… y de nuestras noches.

Ese quizá sea, en cierto modo, el reborde plateado de toda esta trágica y oscura nube de la inmigración ilegal, de los frecuentes errores políticos, de nuestra consuetudinaria indignación y de la valla… -¿cómo era? ¡Ah! ¡Si!- de la valla de los cojones.
Me contaban, decía, que ya son varias las parejas que se han formado a raíz de estas temporales y forzadas visitas, que algunos y algunas, hasta han empezado a revolver papeles para venirse desde Lugo, o Barcelona, o Mondoñedo, o desde Dios sabe dónde.
Melilla es mucha Melilla.
¿Qué pensabais? ¿Qué no os ibais a enamorar? ¿Eh? ¿Tipos duros?
Melilla es mucha Melilla.
Aquí, las poleas de la maquinaria se mueven un poco a nuestro aire.

Y algunas veces, entre el ying y el yang aparecen unos ojos verdes.