La escena se repetía más o menos de
la misma forma cada vez que hacía bueno.
Me levantaba, consultaba el parte
meteorológico y los llamaba a los dos.
-Jefe, voy a salir de pesca. ¿Te
vienes?
“El Jefe” era mi padre.
-¿Viene Victor?
-Supongo que sí. Ahora lo llamo.
-Victor, voy a salir de pesca. ¿Te
vienes?
-¿Viene el Jefe?
-Si. Dice que sí.
En una media hora andábamos los tres
rumbo a Cala Blanca o a “La piedra del corcho” a bordo de la pequeña pero
coqueta “Luz Marina”, mi primera barquilla.
Al zarpar, ”El Jefe” se limitaba a
contemplar la maniobra y a meterse con aquel enano de flequillo rubio y mirada
de golfo que siempre sabía que cabo había que zafar o que corriente había que
sortear para llegar pronto a nuestro destino.
Victor ya sabía pescar. Muchas jornadas
con su padre, allá en la Bocana lo habían curtido en esa especial liturgia de
empatillar y encarnar anzuelos. Lanzaba
el sedal con inusual pericia para un
chaval de su edad que apenas levantaba un palmo del suelo. Conmigo aprendió además,
a cebar el motor de nuestro pequeño “Evinrude” de cinco caballos, a dejar caer
el ancla y a recogerla o a sostener el salabar cuando había suerte y lográbamos
enganchar algo de cierta enjundia.
-Tira como un sargo-decía.
Y solía ser un sargo.
-Parece una doblada – decía en la
siguiente ocasión.
Y a menudo era una doblada.
-¡Mira! – decía alguna vez con
alegría desbordante-. ¡Un besugo!
-¡Tu si que eres un besugo! –intervenía
entonces mi padre.
Se nos hacían las mañanas cortísimas.
Algunas tardes, incluso, dejábamos que cayera el sol a nuestro regreso y, en
silencio, esa luz acogedora y sedante de las tardes de poniente nos acompañaba
hasta el puerto.
Victor se hizo mayor y empezó a
recorrer mundo. Empezó también una travesía algo más complicada por los
extraños vericuetos de su peculiarísima forma de ver las cosas.
La vida lo llevó por mares que los
demás sólo podemos imaginar. Jugó con delfines y tortugas, nadó entre barracudas,
se dejó seducir, como los viejos marinos, por esa canción secreta de las
sirenas que solo consiguen escuchar unos cuantos valientes.
Y lo dejó todo y se fue a una playa.
A vivir.
Al Jefe, la vida también se lo llevó
una mañana de Abril. Algo más lejos.
Aún recuerdo el día en que vino de
Málaga con un paquetillo bajo el brazo.
-Ví esto en “El Corte Inglés” y me acordé de ti.
Se trataba de una figurita en resina
que representaba una barca muy similar a la mía. Sentado en la borda, un viejo
marino, gordito y afable fumaba una pipa bajo la atenta mirada de una gaviota
posada en la regala.
Esa figurilla ocupó desde siempre un
lugar preferente a la cabecera de mi cama. Mi Virgi la puso allí un día y ahí
se quedó.
Como también recuerdo el día en que
Victor, en el transcurso de un café, sacó del bolsillo un envoltorio y me lo
entregó.
-Algún día me iré muy lejos y quiero que tengas esto.
Era un buzo de plástico. Era el mismo
Victor en una figurilla de apenas diez centímetros.
Victor andaba ya por aquel entonces haciendo
planes para marcharse a Costa Rica.
La ciudad le pesaba cada vez más y el
asfalto le asfixiaba.
Y como aquellos marinos que
brujuleaban por los puertos esperando el
galeón que precisara manos expertas y hombros recios, Victor daba vueltas por la
vida esperando enrolarse en el barco adecuado.
El barco adecuado llegó al fin.
Tenía forma de mujer. Se llamaba “Eli”.
Y juntos se perdieron en el horizonte
buscando sol y arenas blancas.
Ahí andan, una y otro, felices en su
playa, jugando con el viento y navegando juntos.
Y sobre la cabecera de mi cama, las
dos figuritas que yo dispuse a ambos lados de un espejo con forma de ojo de
buey, más que nada por razones de pura simetría estética, cada vez que me
descuido, amanecen juntas.
Virginia me asegura que no es ella
quien las acerca. La chica que de vez en cuando viene a echarnos una mano con
la limpieza sostiene que ella tampoco.
El caso es que el viejo lobo de mar y el joven buzo
aventurero, por azares del destino, por pura casualidad o por efecto de mareas
inexplicables, suelen terminar a escasos centímetros.
Hay noches en las que juraría que los
oigo cuchichear de sus cosas.
La mar de bien.