En ese extraño juego de
poleas que rige nuestra existencia, unas veces nuestra ruedecilla baja y otras
veces nuestra ruedecilla sube, unas veces gira hacia la izquierda y otras, en
cambio, hacia la derecha. Es como si el cielo y la tierra se conjugaran en un
misterioso equilibrio para que la maquinaria de nuestras vidas no se vaya a hacer puñetas.
Hay ocasiones, no
obstante, en las que, por no haber engrasado los ejes nos llaman “abandonaos” y
nos hacemos la picha un lio tirando de la cuerda que no es o poniendo el dedo
justo donde no debíamos. En cierto modo, es como si al ying y al yang de nuestro
implacable destino quisiéramos añadirle un poco de sal y pimienta a fin de hacer el
juego más divertido, interviniendo caprichosamente e ignorando de la misma
forma que no es sino la vida, la única encargada de administrar ese inexplicable
tejemaneje.
Es entonces cuando, en
medio de una catástrofe, surge la chispa y aparece alguien que no se lo está
pasando tan mal. No hablo de los desalmados que se aprovechan malévolamente del
mal ajeno, de los buitres y de los especuladores, de los que trafican y medran
con el dolor y la miseria; esos son, básicamente, unos hijos de puta. Me
refiero a ese grupo de chavales que, en una calle de Nueva Orleans, con el agua
por la cintura tras la horrible devastación causada por el temible huracán
Katrina en 2005, juegan con una tabla de surf y un perro vestido de los
“Rockets”. O a esa romántica pareja de jóvenes que practicaba el patinaje
artístico sobre las congeladas aguas del Volga durante la fatídica ola de frio
que martirizó a los rusos aquel crudo invierno de 2012.
Son destellos.
Son ramalazos.
Son señales.
Son, a mi entender, las
pruebas irrefutables de que la grandeza del ser humano tiende a manifestarse en
su máximo esplendor, cuando alrededor reinan la devastación y la desgracia.
Es aquí donde surgen los
héroes, donde aparece la solidaridad, donde la abnegación llega, a veces, a
límites irracionales y donde, casi siempre, también estalla ese momento mágico
de encontrarle al temporal el lado bueno por difícil que parezca y por
escondido que pueda estar.
Uno termina por esperar
con morbosa impaciencia las imágenes del terremoto, del tornado o de la
inundación en los noticieros de la tele. Sabes que ha sido terrible, que ha habido
una cantidad de victimas aterradora, que la situación es dramática en extremo
y, de pronto, ves a unos chiquillos lanzarse al río desde un puente de piedra
partido en dos por los efectos del seísmo. Saltan alegres al agua y chapotean
felices, rodeados de cascotes y de ruinas, ajenos momentáneamente al cruel
panorama que les rodea.
El ser humano es
increíble. Somos –me incluiré- capaces de hacernos un batido con el coco que
acaba de caernos sobre la cabeza. En realidad es como si después de un
imaginario accidente a resultas del cual la humanidad hubiera perdido las
piernas, determinados individuos aún sacaran ánimo y fuerzas para iniciar una
conga sandunguera.
Atravesamos tiempos difíciles,
no cabe duda, pero, como decía Rabindranath Tagore, “No hay nube, por gris que
sea, que no tenga su reborde plateado”. ¿Se habría fumado algo el día en que pergeñó
tan singular axioma? No dispongo de datos acerca de las adicciones del
simpático bengalí, en todo caso, por
tener mucho que ver con la idea central de este modesto escrito y porque los suecos
le dieron el Premio Nobel, que es como un beso de amor, que no se le da a
cualquiera, no tengo más remedio que citarlo y considerarlo.
Si el ser humano, en
general, sabe sacar en momentos de crisis, lo poco de bueno que pueda quedar
entre los restos del naufragio, de la
gente de Melilla no te quiero ni hablar. Somos expertos en volver del final del
túnel y dejarlo, ya de paso, perfectamente alicatado. Podemos, cuando llega la
ocasión, rentabilizar ese ínfimo, casi imperceptible porcentaje de optimismo
que queda entre los árboles tumbados por la tormenta. Un pueblo que se las ha
visto con cañaillas desde los albores de la civilización sabe lo que es luchar hasta
el final para sacar lo mejor cuando parece que no queda nada.
Y aquí llega mi amiga
Pilar.
Y una noche estamos
charlando de lo mal que están las cosas, de la frontera, de la puta valla, de
yoquesé, de queseyó…
Y al día siguiente la veo
de chatos con un mozo guapísimo, fuertote, de preciosos ojos verdes…
-¿Y esto, Pilarita?
-Es guapo, ¿eh? – me susurra
al oído con coqueta confidencia.
“Desde luego que sí”
pienso. “Mucho más que yo, que ya es decir”.
-Es poli. Ha venido para
lo de la frontera –me explica.
Veo en sus ojos, en los
dos de ella y en los dos del mozo, un brillo especial, mágico e inmarcesible.
Mi condición de romántico desfasado me lleva a imaginar historias: la de un centurión
enamorado de una bella princesa egipcia, compartiendo una cerveza, una tarde de
calima a la verita del Nilo; la de un viril vikingo de rubias guedejas y hacha
ensangrentada por la batalla recogiendo orquídeas para regalarlas luego, con la
dulzura de un ternerillo, a la hija del jefe Ostergäard, de Ludkolsgïn, cerca
del valle Heïnzerbur ut Malmöe, y otras gilipolleces por el estilo.
Quiero saber más. Esta
historia me gusta.
Me cuentan más.
Hasta hace cierto tiempo,
un Guardia Civil digamos… tipo, parecía venir equipado de serie con un bigote
más o menos poblado y, en muchas ocasiones, con una talega considerable. De
igual forma, en el Cuerpo Nacional de Policía, el culto al otro cuerpo (al
físico, quiero decir) no se consideraba prioritario. La eficacia y la
profesionalidad de nuestros agentes de seguridad, legendarias en todo el mundo
conocido, no pasaban necesariamente por la obligación de tener unos bíceps poderosos
o un trasero bien torneado. Pero ahora, a esa increíble e inigualable calidad
de nuestros muchachos, hay que sumar el hecho incuestionable… de que están
buenísimos.
Ellos… y ellas.
Porque esa es otra. Casi cada mes nos llegan de la
península decenas de hombres y mujeres que vienen a ofrecer lo mejor de su
formación en aras del normal desenvolvimiento de nuestra vida civil. Todos
vienen a trabajar y a hacerlo con seriedad y con absoluta dedicación. Se han convertido en una estampa más de
nuestra vida, de nuestros días… y de nuestras noches.
Ese quizá sea, en cierto
modo, el reborde plateado de toda esta trágica y oscura nube de la inmigración
ilegal, de los frecuentes errores políticos, de nuestra consuetudinaria
indignación y de la valla… -¿cómo era? ¡Ah! ¡Si!- de la valla de los cojones.
Me contaban, decía, que
ya son varias las parejas que se han formado a raíz de estas temporales y
forzadas visitas, que algunos y algunas, hasta han empezado a revolver papeles
para venirse desde Lugo, o Barcelona, o Mondoñedo, o desde Dios sabe dónde.
Melilla es mucha Melilla.
¿Qué pensabais? ¿Qué no os
ibais a enamorar? ¿Eh? ¿Tipos duros?
Melilla es mucha Melilla.
Aquí, las poleas de la
maquinaria se mueven un poco a nuestro aire.
Y algunas veces, entre el
ying y el yang aparecen unos ojos verdes.
Me ha encantado el artículo. Es de un optimismo muy esperanzador, siempre he creído que el ser humano triunfa ante las desgracias, es aquello de...¿Dónde está Dios cuando pasa algo así? Pues yo siempre he pensado que ahí mismo, con los que siguen adelante. Y desde luego ese final lo redondea todo, porque el amor siempre consigue abrirse camino en cualquier situación.
ResponderEliminarGracias, Belén, por tus palabras. Es un honor que me leas. Un beso enorme.
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