Hay días que parecen hechos para la
reflexión como hay días que piden al cuerpo unas migas o una ducha calentita.
Quieres conceptualizar, elaborar hipótesis, llegar a conclusiones… Esperas que
el primer incauto se te acerque en la parada del bus o en el camino hacia el
trabajo para decirle que no a lo que sea y después razonárselo.
Hoy es uno de esos días.
Inmerso en tus cavilaciones, más que
caminar, sobrevuelas la acera rumbo a la oficina. Sientes una especie de
energía renovada e inexplicable, difícilmente atribuible a la cafeína del
primer “solo” de la mañana que cayó hace más de una hora mientras te afeitabas.
Hay algo en el aire.
La mañana, desde luego, es algo más
fresca que las anteriores.
Y la luz.
Esta luz es algo más intima. Parece
que acaricia.
Pero no admite reflexión. La luz del
otoño no vale para eso. Sólo puedes dejar que te envuelva y te sosiegue, que te
acompañe, que te susurre cosas.
Tu mente sigue a su bola. Tienes más
de cincuenta años y es raro el día en que ella no te sorprende yendo por un
camino diferente al tuyo.
Sobre el asfalto encuentras alguna
hoja caída, de momento no demasiadas.
“Es todo muy metafórico”-piensas. Una
ciudad despertándose esperanzada, un día fresco de principios de otoño y un
fulano que ya dejó atrás muchas primaveras, camino del trabajo pero
extrañamente impregnado de una peculiar y chispeante positividad.
Meditas sobre el verano que ha
quedado atrás. Y como estás reflexivo, pero que muy reflexivo, concluyes que el
verano es un coñazo.
Ahora sólo quieres algo de fresco,
fresco en el aire, fresco en el ambiente, fresco en tu vida, fresco sereno y
revitalizante… frescor de ideas, frescor en tus relaciones, frescor -si así lo
quieres- salvaje como el de los limones aquellos del caribe, frescor inmenso y
vital…
Y es que, en definitiva, los otoños
vienen a ser eso, el fresco y la serenidad
de nuestra existencia; los dos, los dos otoños: el que hace que los árboles
reluzcan altivos en mil tonos de sepia, rojo y dorado y el que hace que las personas
se adornen de plata, silencios y recuerdos.
Los otoños, los dos, el cíclico y
estacionario de cada año, y el de la vida, que acorta nuestros pasos y alarga
nuestros silencios, suponen una inyección de energía reposada y limpia.
La naturaleza no creó el otoño para que nos
enamoráramos, esas tonterías se hacen en primavera, pero sí para que
recordáramos con esas hojas secas movidas por el poniente, cada uno de nuestros
amores, nuestras aventuras y nuestros
deseos.
Y por si fuera poco… están las
castañas.
El aire se llena de ese inconfundible
y casi sólido aroma de las castañas asadas. Y la magia renace como cada año en
cada esquina.
Sigues reflexionando, esta vez sobre
las humildes y prosaicas castañas.
Recuerdas -recuerdos otra vez-
aquella tarde en que Montse y Jaume te llevaron a cogerlas al Montseny. Por
entre las flores azules de la genciana, caminabas y aprendías, y al tiempo,
llenabas tu alforja de castañas y tu corazón de amigos.
Aquella noche en una pequeña casa
rural en Viladrau, pintamos el otoño con historias, volamos muy lejos con el
vino, y engañamos al tiempo con castañas.
Sigues tu camino.
Estás un poco cansado.
Tanta reflexión…
Ya no eres joven. No estás para
trotes. Eres un hombre… maduro.
A la gente como tú que ha hecho algo en la
vida, es ahora cuando le empiezan a hacer eso tan horrible que le hacen a los
que tienen la desfachatez de irse muriendo, como las hojas de los árboles, con
lentitud y estudiada parsimonia: los homenajes.
Eres, y para reconocer eso no hace
falta mucha reflexión, un pobre diablo. A ti nunca te darán un homenaje en el
otoño de tu vida. Nadie cantará las excelencias de tu obra ni dedicará una
calle a tu memoria.
¿Nunca?
Te rebelas.
Todos los seres humanos, por el mero
hecho de aguantar de pie con la que “siempre está cayendo”, nos merecemos un
homenaje. Se trata tan sólo de escoger sabiamente a la persona encargada de
oficiar la ceremonia. Alguien que te quiera bien, que te respete, que te
conozca…
Reflexionas.
Y te diriges a la confitería de tu
amigo Paco.
Sales de allí con un paquetillo.
Luces una enigmática sonrisa.
Caminas unas decenas de metros y,
después de sacudir con el dorso de la mano un par de hojas secas que caen al
suelo, te sientas en un banco de hierro en
plena avenida. Al solecito. Al solecito de otoño.
Desatas la cinta celeste que cierra
el envoltorio de tu paquetillo.
Lo abres.
Ahí está tu homenaje.
Un homenaje de huevos, harina y pisto
con algún toque secreto y sublime, casi de otro mundo.
Ojalá la vida también te ofreciera para
el alma, “empanadillas del Gurugú”.
Ojalá todo fuera tan sencillo.
Ojalá siempre fuera otoño.
Precioso Pedro, me has hecho recordar los otoños de Asturias o de Guipuzcoa, con sus nieblas, sus hojas ocres, su cocina de carbón y con las castañas encima de la chapa, Sentados al calor del hogar y con la copita de patxarán en la mesa. ¡Que delicia y cuanta añoranza!
ResponderEliminarComo siempre... genial...
ResponderEliminarUn Abrazo...
RONIN
Eres grande...
ResponderEliminarPrecioso Pedro, me adentré en el papel y me llegó el olor de las castañas asadas. Más adelante sentí el sabor de las deliciosas empanadillas.
ResponderEliminarUn abrazo Pedro, voy a seguir leyéndote.