Mi trastero y mi cerebro son muy similares.
Ambos son un caos. Los dos están llenos de cosas perfectamente inútiles,
absolutamente ordenadas y de cosas que me hacen falta pero que no encuentro
porque no sé donde leches las he guardado.
Dicho
esto, tengo que admitir que mi cerebro me preocupa bastante menos por dos
motivos, a saber: el tamaño y la proximidad.
Mi
cerebro es más chiquitillo y manejable y aún tiene mucho espacio disponible, de
hecho, mi mujer piensa que lo tengo casi hueco.
Mi
cerebro, además, suele encontrarse allá donde el Señor, en su infinita
sabiduría, tuvo a bien implantármelo, es decir, justo en pleno tarro; es por
ello que lo tengo siempre a mano y no tengo que bajar cuatro pisos cada vez que
tengo que buscar algo.
Un
trastero, amigos míos… un trastero es otra cosa.
El
trastero es una cruz en la vida de la mayoría de los mortales. Tengo que
reconocer que, en mi caso, a fuer de que se me tache de victimista, es un auténtico
calvario. Es mi Gólgota, mis Termópilas, mi Peste Negra, mi Rendición de
Okinawa, mi concierto de “Pitingo and friends” … ¡un horror!
Todo
empieza cuando ves que va cambiando el tiempo, comienza a refrescar y tu
contraria inicia su simpático torpedeo con frases como “Esta blusa ya no me la
puedo poner. Es muy de verano” o “No encuentro el polito ese de entretiempo que
me pongo yo siempre por estas fechas”.
“¡Ostias!”
pienso yo. Y pongo el cronómetro en marcha.
Doce
segundos y cuatro centésimas más tarde llega la estocada del Juli, el guantazo
de Tyson, la sentencia de la
Pantoja … se abre la caja de Pandora.
“Habría
que bajar al trastero…”
Jamás
adopta la forma de una oración imperativa al uso clásico, es más bien una
sugerencia impersonal y ambigua, como casual. Es como la bellota de la dehesa
salmantina que cae al suelo, inocente y sin criterio, para que el guarro más
tonto venga y se la coma, ajeno al hecho de que esa misma bellota lo acerca
irremisiblemente al matadero, gordito e insensato como él solo.
-¡Vale!
–accedo. Mañana mismo bajo.
-¿Mañana?
Veo
en su rostro una sonrisa extraña que me resulta familiar porque la he visto en su cara algunas veces, y
por que también la he visto en la de Hanníbal Lecter en cualquiera de sus tres pelis. Mi cuerpo se
estremece de pánico y también del propio estremecimiento.
-¡Vale!
¡Entonces, esta tarde bajo!
-¿Esta
tarde?
La
suerte está echada. El péndulo de Allan Poe ha dejado de pendulear. Tengo el
vello erizado como la madre de todas las escarpias.
Recojo
mi llaverito y me dispongo, cabizbajo y resignado a cruzar el Caronte maldito y
a adentrarme en los infiernos.
El
hecho diferencial es que cuando vas al infierno de verdad, el de quemarte y
tal, nadie te dice “Pues mira, ya que bajas, podías llevarte estas dos
maletas”, que luego son dos maletas, tres ventiladores, dos bolsas enormes
llenas de toallas y bañadores, dos sombrillas de playa y una caja con mierdas
variadas de dudosa utilidad que no se pueden tirar a la basura porque “pueden
hacernos falta el día menos pensado”.
Lo
cojo todo y me dirijo al ascensor, cargado como una burra en un belén.
Lo
llamo con el codo porque con las manos es imposible. Llega. Se abre la puerta.
Entro.
La
bolsa de las toallas se ha resbalado del hombro y ha ido a parar al codo.
Ya
no puedes apretar el botoncillo del garaje, ni con el codo ni de cualquier otra
forma convencional y digna. Por mi carácter latino y mediterráneo, se me ocurre
otra forma de apretar el botón de la letra G, pero mi natural pudor me obliga a
desecharla de inmediato.
Es
ahora cuando doy gracias al cielo por mi nariz. La uso hábilmente.
Vuelvo
a dar gracias porque no hay nadie presenciando mi patética maniobra ni cámaras
de seguridad que puedan después dejar constancia.
Llego
por fin al trastero, pateando por todo el garaje la cajita de las mierdas que
se me había caído.
Ahí
está. Es el número 31.
Tiro
todo al suelo.
Ahora
tengo las manos libres y puedo meter la llave en la cerradura. La puerta se
abre… casi.
¿Qué
mierda pasa ahora? ¿Por qué la puerta no se abre del todo?
Asomo
el morro tibiamente, como hacía Platero con las florecillas rojas, celestes y
gualdas.
Una
estufa vieja y dos sacos de dormir, tiempo ha que cayeron de donde alguna vez
las puse y ahora bloquean el normal devenir de la puerta del siniestro
habítáculo.
“No
hay cámaras”, recuerdo, y le endiño una patada a la estufa a través de la
reducida abertura con lo cual dejo parcialmente expedito el acceso a la cámara
de los horrores.
Es
entonces cuando oigo el “buuuumba” tras la puerta violentada.
Una
caja de cartón con todos los apuntes de cuando mi abuela estudiaba para
ingeniero de montes en Jaén se acaba de desplomar de lo alto de una estantería
de metal gris como mi suerte. En su día no se tiraron porque uno nunca sabe
cuando a ti o a tu tía Maricarmen, la de Algeciras os puede apetecer estudiar
Ingeniería de Montes en Jaén, que es tan bonito a pesar de las cuestas.
Voy
metiendo el cuerpo a duras penas y, una vez dentro, escruto, ojeo, contemplo,
analizo… y lloro.
En
el reducido espacio de esos tres metros cuadrados en los que no cabe ni un
alfiler, tengo que encontrar una maleta con ropa de invierno. Tengo después que
sacarla y llevarla al piso. Y en el espacio que deja la maletilla graciosa,
tengo que meter otras dos, los tres ventiladores, las toallas, las sombrillas…
y las mierdas.
Tres
cuartos de hora más tarde, sudoroso, envejecido, desmadejado, flojo y triste
como un perrillo abandonado, doy por concluida mi misión. ¡Vuelvo a la base! ¡Corto y cierro!
Después
de mi odisea, mi Penélope sí que me espera en casa.
-¡Que
bien, chati! ¿Ves como no era para tanto? ¡Si es que eres más apañao!
“Ayyy”
suspiro. ¡La quiero tanto…!
-Y
te habrás acordado de subirte la mochila de los niños, que se van de campamento
el jueves, ¿no?
“¡Mierda!
¿Qué mochila? ¿Qué niños? ¡Que puto campamento de los cojones?” pienso.
-Pues
mañana… ya sabes.
Es
como si le hubieran dicho a Tom Hanks “Pero bueno, ¿y el soldado Ryan?
¿Andestá?”
Me
voy al cuarto de baño y me encierro por dentro. Me ducho para quitarme los
malos espíritus. Lloro de nuevo.
Me
miro en el espejo y vuelvo a ver la cara de Hanníbal Lecter.
Pero
ahora soy yo.
Y
ahora Hanníbal no sonríe.
No
tiene ganas.
Ni
chispa.
Como siempre eres capaz de tratar temas trascendentales con humor y originalidad. Nuestros trasteros y nuestros cerebros (por no citar a nuestras parientas) tienen mucho en común.
ResponderEliminarGracias, Juan Manuel. Es un placer leerte y que me leas, un honor.
EliminarMagnifico silogismo.
ResponderEliminarGracias por el comentario, Jaime. UN abrazo.
EliminarFenomeno
ResponderEliminarRepito Fenomeno
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