Mi primer contacto con los Chinos fue a través de mi santa madre que, como buen número de madres de la época, acostumbraba a adquirir chuminadas de diversa índole en algunas tiendas de la ciudad a las que llamábamos “Los Indios”. Un día era un jarrón super hortera, otro una figurita de un Budha sonriente, otro un elefantito de madera con la trompa ahín, alguna que otra vez algo de más enjundia como un colmillo de elefante tallado o un biombo de madera pintada con chinos incrustados… Hubo incluso una ocasión en la que mi señora madre adquirió una figura de una especie de Francés de porcelana, vestido de petimetre al que en casa llamábamos “El mariquita”. Recuerdo que mi padre puso precio a la cabeza de la figura. “Al que se lo cargue le doy cinco duros”. Lo cierto es que cuando el personal de “Pagoda”, “Sunder”, “Palacio Oriental” o “Budha” veía a mi madre aparecer, o a cualquiera de sus amigas, no faltaban ganas de sacar los cohetes.
A mí me gustaba ir de vez en cuando y saludar a Celia, a Jose Luis o al Señor Milán. Cuando alguno de ellos me regaló unos palillos de comer arroz, me sirvieron para ponérselos de lanza al negro de los Madelman.
Había misterio en aquellas compras. Por ejemplo: en cierta ocasión, mi padre compró una peana de madera tallada para un jarrón que teníamos en el salón. La peana en cuestión era como de unos veinte centímetros de diámetro y tenía unos dibujos tallados de belleza y factura extraordinarias. Por detrás de la pieza, una pegatina en inglés rezaba “El Gobierno de China certifica que en la confección de este soporte ha trabajado un operario durante un mínimo de once horas”. Teniendo en cuenta que la peana valía veinte duros (cien pesetas, o sesenta céntimos de los de ahora, más o menos), es de suponer que al chino en cuestión lo habían explotado soberanamente, con el permiso, eso sí, del Gobierno Chino, que encima se chuleaba de tal eventualidad.
Así transcurrieron aquellos felices años de mi infancia entre jarrones y mantelerías hasta que llegó… Kung Fú.
Eso sí que era un chino. Nada de pasar mañana tarde y noche tallando absurdas peanas de madera por un puto sueldo de mierda. Este tipo se enteró de que su hermano se había ido a EEUU a vivir “la vida loca” como Ricky Martin, que entonces no existía, y decidió coger el petate e ir tras sus pasos sin más dilación o dilatación, que también se puede decir.
Como entonces no había tiendas de los chinos ni siquiera en la misma China, el pobre Kuay Chan Caine, que así se llamaba el ínclito, no pudo comprarse una maleta con ruedas así que agarró un modesto zurroncillo y emprendió rumbo a Manhattan.
El viaje iba a ser largo –pensaba él-, y por eso decidió llevarse también una flauta de regulares proporciones para pasar el rato entre caminata y caminata. Con lo que no contaba Kuai Chan era con que los vaqueros de Wisconsin e incluso los de Alabama, por aquellas fechas, tenían como hobby tocarle los huevos a cuantos más chinos mejor. Si los veían poniendo raíles para el ferrocarril de Santa Fe, los dejaban medio tranquilos, pero si los agarraban preparándose un arroz tres delicias o dibujando tonterías en un pergamino, les robaban la sopa y les metían el pergamino por el jander. Visto así el panorama, lo de la flauta, desde el principio, no tenía buen color.
Y es verdad que Kuai Chan no tenía miedo porque un profe que él tuvo en un instituto de allí de su pueblo, le había enseñado a repartir hostias a diestro y siniestro casi sin despeinarse. Lo que nunca entendí era por qué antes de ponerse a endiñar bofetadas siempre había que aguantar como tres cuartos de hora que lo pusieran de moña para arriba. Para mí que Kung Fú iba contando y al vigésimo “Chino de mierda” que oía es cuando tenía que saltar. De todas maneras, para que no le pillara de sorpresa que se metieran con él, ya el profe le había puesto de mote “Pequeño saltamontes”. Me lo pone a mí y le rompo la cabeza. Ciego y tal, pero con mala leche. ¡Que jodío!
Me decepcionó un poco el Señor Chan. Por eso cuando conocí a Bruce Lee me quedé pasmado. Era feo y chiquitillo, pero no aguantaba ni media. Y entre hostia y hostia, se limpiaba los mocos con el dedillo, ahín, y quedaba super simpático. Lo que pasa es que al final, también Bruce Lee resultó ser una filfa.
Nunca olvidaré el momento en que se desmontó el mito. Cine Perelló, Una tarde de primavera de 1979, “El furor del dragón”. ¿Con quién se pelea Bruce Lee? Con Chuck Norris… ¡Y muere Chuck Norris! ¡Vamos hombre! ¡Vete a la mierda!
Bruce Lee no murió de sobredosis. Se lo cargaron por falso.
Yo creo que, a partir de ahí es cuando los chinos se empezaron a aficionar a dar gato por liebre. No lo digo por todos, entre otras razones porque no los conozco y porque los que conozco, se parecen mucho a los que no conozco, y es un riesgo generalizar con estas cuestiones.
Pero falsifican más de la cuenta. Algunas veces, te llevas un “Rolex” medio pasable y te dura casi dos semanas, pero casi siempre, lo que te compras no vale más que la bolsa que te da el de la caja.
Una vez me llevé un chándal Adidas, unas Nike y dos bolsos de Dominicq Buitron, o algo así, y el chinillo de la caja, no contento con haberme endosado todas aquellas falsificaciones, encima, cuando me dio el cambio, me endiñó un euro con la cara de Bustamante.
Por eso y por lo malas que salen las bolas de Navidad, me parece muy bien que nuestros muchachos del Ministerio del Interior hayan llevado a cabo la “Operación Emperador”. Ya es un mérito saber cuáles son los chinos que falsifican y cuáles no, pero meterlos además en el trullo, me parece genial.
Lo siento por Gao Ping. No parecía mal muchacho y además se había hecho fotos hasta con el Tato. Ya casi le habíamos tomado cariño. Pero lo que no está bien -pues mira, Ping- no está bien. ¿Vamos nosotros a China a poner paellas falsas? ¿O intentamos venderles un perrito dorado que levanta la pata y no hace más que eso todo el puñetero día? ¿O abrimos talleres de tatuajes para que se pongan gilipolleces en Español que ellos ni entienden ni les conviene entender?
Yo quiero romper una lanza (ya compraré otra en un chino) a favor de los Chinos trabajadores y honrados. Mis hijos van a un restaurante en el que les sirven fantásticamente y encima les enseñan de vez en cuando algo que chapurrear. –Hola, Wan. ¡Ni jao!- le dicen. Y comen divinamente.
Pero cuando vamos “al chino” tenemos que saber a lo que vamos. Es como un mundo de fantasía de andar por casa, donde hay que hacerse cuenta de que todo es de un solo uso, así cuando lo sacas por segunda vez y te vale, pues ya tienes algo ganado.
Absteneos eso sí, de comprar las pastillas de la tensión y otras cosas por el estilo en el “Gran Frontera Shopping Center” o en la “China Company Store”. Si te las dan tuneadas date por muerto.
O haced lo que hizo un amigo mío. Llevaos todo lo que podáis y luego pagad con un billete falso.
-¡Eh, oiga! ¡Este billete sel falso- dijo Wang Yu.
-¿Y todo lo que yo me llevo, que?- contestó Padilla.
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