domingo, 15 de abril de 2012

Jugar (también) con la verdad.



Tratar con niños es como conducir un camión cargado de plutonio.  Si no pasa nada, pues mira, es una tarea como otra cualquiera, pero si tienes un tropiezo… Si tienes un tropiezo, amigo mío, la has cagado.
Por eso es tan importante saber como tratar la mercancía y/o producto. Yo, por ejemplo, si fuera el jefe de la “Plutonium Transport Enterprises de Ohio, USA”, jamás le confiaría uno de mis camiones a mi primo Juan Carlos. ¿Por qué?, os estaréis preguntando. Pues porque no tiene ni puta idea de lo que es este elemento metálico, de número atómico 94 y de símbolo Pu (como Winnie, pero mucho más peligroso)  y porque además, suele tener hipo.
Con un niño hay que elegir muy bien la palabra, el momento, la circunstancia, el marco… Hay que considerar todas las variables, elaborar diferentes hipótesis, calcular los riesgos… Con todo, estos cabrones de patas flacas, pecas, alguna que otra mella y casi siempre un remolino montaraz e indomable en el flequillo o coletas con vida propia e independiente de la de su propietaria, tienen una facilidad innata y absolutamente providencial para dejar los nervios de cualquiera como un polvorón en una mochila.
Tener a un niño “controlado” es como tener un lobo agarrado por las orejas: en cuanto lo sueltas, te come. Y como ocurre con los lobos, si pretendes mantenerlos a raya a estacazos, lo más normal es que se quiten de en medio y desaparezcan, o que se encabronen más de la cuenta y terminen metiéndote la estaca por el jánder.
Para comprender a un niño, lo primero que hay que hacer es no olvidar que tú también lo fuiste. Que tú también te sentiste pequeño, apartado, incomprendido, infeliz, celoso,… Que cuando decidieron que habías fallado sin que tú así lo consideraras, también hubo reproches y castigos. Que a ti también te hicieron falta atenciones y mimos justo el día en que no los tuviste. Que también a ti te escondieron alguna que otra verdad.
Pero ¿quién es capaz de darle la  verdad a un niño? Una verdad es un tesoro demasiado valioso para dejarla en manos de un hombre o mujer a medio terminar.
Y es igualmente importante no meter trolas innecesarias a los chaveas porque, un día u otro, esas trolas van a salir a la luz y aunque el otrora chavalillo ya peine canas y ande trajinando por las aseguradoras su cambio de pensión o camino de la agencia para gestionar su viaje del Inserso, seguro que esas palabras crueles y falaces aún resuenan en sus oídos como un perverso bolero de Ravel, repetitivo, castigador y malévolo.
Una cosa es que aguantemos todo lo posible hasta que decidamos que ha llegado el momento de decirle a los chavales que el ratón Pérez no existe, y sólo para evitar que sus compañeros de oficina o del club de pádel se descojonen, y otra muy distinta que ocultemos deliberadamente verdades de mayor calibre que pueden, como casi siempre ocurre, explotarnos en las manos con mayores consecuencias.
Uno de los días más amargos de mi vida lo pasé un tórrido mes de Julio en La Línea de la Concepción, Cádiz,  pueblo natal de mi santa madre, allá por mil novecientos sesenta y poco. No sé por qué extraña razón, me tragué un huesecillo de  naranja. Acudí raudo junto a mis padres buscando consuelo y/o ayuda. Estos, a la sazón se encontraban en compañía de un “graciosillo” que en seguida tomó protagonismo en  la eventual respuesta a mi ocasional y repentino problema gastroduodenal.
-Ahora, te saldrá un naranjo por el ombligo.
Aquel graciosillo de cuya madre y de cuyo nombre no quiero acordarme, pero que se llamaba algo así como Miguel Luis, me tuvo toda la Feria sin beber ni una puta gota de agua.
-Pedrito, ¿no quieres una Mirinda?
-Pedrito, estás sudando. ¿No quieres un poquito de horchata?
Y yo, erre que erre, nada de líquidos.
  Pobre e ignorante de mí, no quería darle motivos a aquel hipotético naranjo para crecer y terminar apareciendo por sitio alguno, y mucho menos por según qué orificios.
La verdad es algo demasiado valioso y puede llegar a ser también demasiado peligrosa. No hay que jugar con la verdad. Hay que racionalizar su uso. Hay que respetarla, convivir con ella y enseñar a todos como  utilizarla. Hay que disfrutar la verdad.
Y, desde luego, no se puede ocultar la verdad a un niño si no es para evitar males mayores.
Aún recuerdo que, cuando en casa, el grueso de la tropa éramos aún unos chiquillos, cinco para ser mas exactos, mi padre venía de vez en cuando con algo novedoso que quería enseñarnos: cierto envase raro para unas drogas que “debíamos” conocer, algún tipo raro de arma que había intervenido en alguno de sus servicios en la afamada y temida “Brigada Criminal”…
-Niños, sentaos que os voy a enseñar una cosa.
Aquellas lecciones magistrales nos enseñaron la cara oculta de la vida en una edad, eso sí, quizá algo temprana. Mi madre no dejó que terminara la explicación aquel día que quiso enseñarnos cómo funcionaba la “Goma 2” en el patio de la casa, pero ahora también a ella la comprendemos.
Para no hacerme demasiado pesado, haré mías la palabras de Benjamín Franklin a quien alguien le prestó una cometa un día de tormenta y, mira tú por donde, inventó el pararrayos.
“Educad a los niños y no tendréis que castigar a los hombres”.

2 comentarios:

  1. Fantástico Pedro. Me alegra tu vuelta al mundo de los blogs. Un abrazo.

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  2. Genial Pedro, empezar el día leyéndote, siempre es genial.

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