domingo, 22 de abril de 2012

Atila no era tan bárbaro.

Tratamientos familiares de antaño.

Todo empezaba con una mirada.
Yo llegaba a casa, me quitaba de la espalda la pesada cartera, en la que, a duras penas, había conseguido meter todos los libros del cole, y me tiraba en el sofá.
-¡Qué mala cara traes, Pedrito! ¿Es que te has peleado? –interpelaba mi santa madre.
Obviamente no. Si me hubiera peleado, cosa nada aconsejable para un alfeñique como yo, no traería ni buena ni mala cara, simplemente no la traería.
Tosía un par de veces.
-¡Uyyyy! ¡Esa tos! ¡Espera que voy a por el termómetro!
Pero no, no iba a por el termómetro. Por lo menos no de forma inmediata. Mi madre, antes de introducirme aquel cilindro de vidrio relleno de mercurio por el mismísimo jander, con la consiguiente humillación que aquello comportaba, venía de nohedónde y me rodeaba con una manta Paduana de aquellas que llevaban el dibujo de un pobre tigre sereno y majestuoso, pero aburrido.
Cuando por fin aparecía con su instrumento de tortura al que, por lo visto había que pegarle un meneo antes de entanarlo en salva sea la parte, tanto el tigre como un servidor estábamos sudando la gota gorda.
Yo intentaba, con las escasas fuerzas de que disponía, oponerme a la maniobra pero el maldito cilindrillo terminaba siempre donde no llega jamás la luz del sol.
 Alguna vez hasta creí ver al tigre descojonándose.
-¡Este niño está hirviendo! –concluía doña Rocío.
Y menos mal que estaba hirviendo porque a veces, por lo visto, no se veía muy clara la cosa y había que repetir la maniobra.
Yo había visto en las pelis, que en Estados Unidos, los termómetros se los ponían a los niños en la boca, pero Don Federico, que así se llamaba el médico de la familia, había dado instrucciones a mi madre para que se dejara de chuminadas.
-¡Al culo, Rocío! ¡Al culo!
Claro. Como no era el suyo.
Don Federico solía pasarse a verme si la cosa era más o menos grave.
Me hacía un escaneo casero, me metía en la boca un palito como esos de los polos, pero más ancho, y al ratillo hacía lo que yo ya sabía (y me temía) que iba a hacer: sacaba su librillo de recetas y escribía uno o dos nombres mágicos.
-Esto se lo das con las comidas. Esto otro una vez al día, antes de acostarse. Y esto…
Aquí venía lo peor.
-Esto, luego vendrá Manolito a pinchárselo.
¡Mierda! ¡Manolito!
Porque Don Federico Queipo, que no era “per se” un hombre malvado, tenía un esbirro temible. Alguien terrible y malévolo a quien yo odiaba sin límites: Manolito el practicante.
Manolito era un hombre enjuto, cetrino, oscuro, bajito, frío y calculador. Pocos asesinos en serie han mostrado tanto aplomo y decisión como exhibía Manolito a la hora de desplegar sus peculiares instrumentos sobre la mesa del salón-comedor de la Calle O´Donell, número 39, primero derecha.
Primero se quitaba la chaqueta, después ponía sobre la mesa su siniestro maletín de cuero negro, pedía un frasco de alcohol a mi madre, y abría una cajita plateada rectangular de unos quince centímetros de larga. Abría la tapa, ponía un poco de alcohol de quemar dentro, y  hervía en la otra pieza una jeringa de vidrio y una gigantesca aguja de más de medio metro de larga (o al menos eso me parecía a mí).
Os ahorraré la descripción de esos interminables minutos de congoja, terror, carreras por la casa buscando dónde esconderme…
Además del pinchazo, también me solía caer alguna bofetada por insultar a Manolito, quien, según mi madre, no tenía culpa de nada.
Menos mal que, por la noche, venía la parte divertida.
-Pedrito, hijo, tómate esto que te va a venir bien.
Y me endiñaban un vaso de leche al que habían añadido un chorro generoso de coñac “Soberano” y un par de cucharaditas de miel. Hoy, si te pillan dándole esto a un crío te pueden caer de seis a ocho años en El Acebuche o en Carabanchel.
Por si eso no bastaba, además algunas veces me daban una pastilla que se llamaba “Codeinjuste”. Dicho fármaco, que yo ingería sin más con el vaso de “Soberano” y un poquito de leche, está hoy dia prohibido expresamente por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, con sede en Viena (Austria), según el Protocolo de 25 de marzo de 1972.
Pero a mí me lo daban. La verdad es que no tosía casi nada después de aquello. Vamos, ni se me ocurría. Hubiera molestado a todos aquellos elefantes de colores que daban vueltas alrededor de mi cama.
A veces, la pastilla de codeína pura venía acompañada de un par de cucharadas de otra maravilla de medicamento: el riquísimo jarabillo “LASA con codeína”. Como dijo Groucho Marx en el ferrocarril de Wisconsin, “¡Más madera!”.
He de confesar que, cuando mis padres dejaban el frasco en la mesilla de noche, este modesto relator, nada más apagarse la luz, se echaba al coleto otro buen par de tragos. Era como un “quitapenas” pero más… no sé. No me acuerdo.
Así me iba yo quitando los catarros. A fuerza de cebollones. Uno detrás de otro.

Para los dolores de espalda, mi padre me untaba con –según él- “lo mejor que había para eso”: el famoso “Linimento SLOAN”, más conocido como “El tío del bigote”. Aquello apestaba y pringaba como un mamífero de tamaño medio muerto y derretido. Pero era lo que había.
Mucho más humillante fue cuando en casa los cinco hermanos pillamos las paperas. Por lo visto, la única solución válida era o bien el sacrificio ritual, lo cual habría abreviado nuestro sufrimiento y evitado nuestra vergüenza,  o embadurnarnos la cara con una crema pastosa y oscura, de aspecto similar a la NOCILLA, cuyo nombre era “Ungüento PALLESKI”. Además, había que ponerse un pañuelo apretándonos las mandíbulas y amarrado sobre la cabeza. Un poema. Un verdadero poema.
Casi todas las sustancias que empleaban mis padres en el tratamiento o la profilaxis de las enfermedades que nos afectaban, o eran un cachondeo como esto del ungüento o lo de los bigotes, o están ahora calificados por los organismos pertinentes como cancerígenos, nocivos, o estupefacciosos -como se diga-, y no me extrañaría que la CIA y el FBI los hubieran, en algún momento, incluido en su lista de armas de destrucción masiva.
El caso es que estamos vivos. Unos más y otros menos, pero vivos. Los que nacimos en las décadas de los cincuenta y los sesenta, indudablemente, tenemos una ventaja con respecto a generaciones posteriores: estamos inmunizados contra una hartá de cosas. Hemos tomado sustancias como para intoxicar al primo de Zumosol de King Kong siete veces, nos han dado suficiente alcohol como para flambear la Sierra de Gredos durante seis coma dos meses, nos han rociado con cosas que le levantarían la piel a un búfalo cafre de Tanzania en menos de un minuto, nos han inyectado más venenos que a Rambo cuando lo pillaron esos “putos bastardos” del Vietcong y luego, el tío blando, no sentía las piernas.
Nosotros somos otra cosa.
Nos han hecho otra cosa.
Y mira… ¡aquí estamos!

5 comentarios:

  1. Y a mí cada día me gusta más leer todos tus articulillos. ¡Qué los disfruto!. ^^

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  2. Toda la razón compañero. Me siento muy solidario con el termómetro , con .manolo Díaz el practicante y con el jarabe con codeína que estaba tan bueno tan bueno que lo prohibieron, claro. Además había una sustancia pastosa con la que te embadurnaban el pecho, que se llamaba Víck vaporub. Un abrazo. Ángel

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  3. jajajja... Pedro ¡¡aquellos maravillosos años!! A nosotros que tambien eramos unos pocos, una noche tras averiguar mi padre (que era un manolito) que las pintas blancas del jamón serrano eran arañillas, mirándolas en el microscopio, en la madrugada comenzó a despertarnos y nos obligó a ingerir una copa de coñac a palo seco. Por que pensó que era triquinosis... y he de confesar que nosotros esperábamos que se fueran, para hacernos refrescos de naranja con la vitamina c efervescente...
    un beso. Mariola

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  4. En mi época ya no se estilaba el uso de esos ungüentos milagrosos, pero el rito del termómetro por el jander y el practicante si que lo he vivido. Y es que hay cosas que merecen ser recordadas con ese humor que caracteriza todos tus escritos. Enhorabuena por otra genialidad y un abrazo.

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  5. Tu genialidad para recordad es infinita, es un regalo poder leerte amigo Pedro, hoy has hecho que mi mente retroceda y has vuelto a arrancarme una sonrisa.

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