LA GRIETA
Era un vaso de vidrio grueso y de aspecto
venerable, de esos de gran capacidad y más que probada estabilidad. Había
resistido bien la furia del estropajo y la agresividad fría y despersonalizada
del lavavajillas.
Otros habían caído. Unos al precipitarse al suelo
en la, a veces, desordenada actividad que seguía a cada celebración en la
cocina de los Bueno Ruiz, durante la cual cada uno de los invitados intentaba
ayudar sin saber exactamente cómo hacerlo y otros por la torpeza o
inexperiencia de los más jóvenes que también trataban de ordenar a su manera la
vajilla y los cubiertos. Otros, los más, por la simple acción del tiempo habían
ido perdiendo trasparencia y habían acabado, sin más, exhalando sus últimas
fuerzas. Estos expiraban de un día para otro, estallando en el microondas o
arrojándose en suicida actitud desde lo alto de una pila de platos inestable y
caprichosa.
Era un vaso callado, solemne, atemporal, con esa
especie de pátina que el tiempo y las vivencias dejan sobre los que han sido
importantes y han sabido hacerse
imprescindibles.
Era ya un vaso único. El último de su estirpe.
Virginia lo utilizaba por las mañanas para tomar
el primer café de la jornada y de nuevo a mediodía para ese reconfortante y
placentero vino de verano que desde no sé cuándo suele acompañar sus almuerzos.
Rocío y Pedrito se apañaban con sendos vasos de vidrio de regular calidad y
diseño simple y cateto de esos que se venden en las grandes superficies -de IKEA tal vez- y que no sé cómo habían
llegado a nuestro mueble de cocina. Allí, uno y otros convivían en forzada
camaradería con dos o tres vasos de Nocilla y con un escuálido y frío vaso de tubo
que alguien, distraídamente, trajo de alguno de los bares del puerto después de
una noche de fiesta descontrolada.
Entre los vasos, el de Virginia gozaba de un
respeto evidente, manifiesto e incontestable, ocupaba un puesto preferente
porque era el primero en ponerse a trabajar cada mañana, era el jefe envidiado,
era el maestro y el ejemplo, era –por decirlo así- una institución y un mito.
Cierto día oí a Virginia charlando con mi Rocío.
-Tengo que acercarme a ver vasos- dijo.
-¿Vasos?- preguntó mi hija.
Por la explicación que siguió entendí que, ante la
posibilidad de que algún día ese vaso excepcional dejara de existir, habría que
buscar otro de similares características, básicamente, uno bien amplio y muy,
muy resistente.
No quise darle mayor importancia al hecho en sí
aunque me quedé expectante ante la probable eventualidad de que tuviera que ser
yo quien al final se encargara de la gestión del problema. A menudo, este tipo
de encargos terminan con un previsible “esto no es lo que te dije, no estás
pendiente, no se te puede pedir nada”.
Pasaron varios días y cierta tarde, la flor de mi
vida, mi noche y mi día, mi amada Virgi, va y me dice “Perico, tienes que bajar al coche, que me he
dejado un paquete con media docena de
vasos nuevos que he comprado para la cocina”.
-Pero ¿qué vas a hacer con tu vaso de siempre? –
inquirí.
-Hombre, Perico, ese lo sigo usando yo porque a mí
me gusta el café en vaso grande y ese es mi preferido y tal y cual y nohequé más-
me respondió ella. O algo así.
Juraría que oí murmullos en el mueble. Creí
percibir una leve agitación, un coro
casi inapreciable de suspiros apagados y
sordos. Algo acababa de suceder en el pequeño universo de los vasos de
mi cocina.
Rumiando la idea de que algo se estaba fraguando
en el mundo de los vasos, mascando la tragedia, anticipando la tormenta como
los viejos marinos presienten la tempestad y anuncian la galerna y el mistral,
así bajé al coche a por la caja de seis unidades de “vasos nohequé, de gran
calidad, aptos para agua y vino”.
Virginia siguió usando su viejo vaso de Duralex,
sobrio y enjundioso, dio pasaporte a los de Nocilla, depositó los del Ikea en
el contenedor verde sin la menor piedad, se deshizo del indolente y estúpido
vaso de cubatas y situó a los recién llegados en la leja pertinente, a escasos
centímetros de su vaso preferido, de su vaso de siempre.
Durante algunos días nada especial sucedió en este
universo de vidrio y porcelana. Virginia continuó dándole uso a su vaso
habitual, a su fiel compañero en los cafés de madrugada.
Ayer, muy temprano, vi desde la cama que había luz
en la cocina. Virginia había madrugado más de lo usual y por la campanilla del
microondas deduje que se acababa de preparar un Nescafé. Olía a pan tostado. A
veces pienso que el cielo también debe oler a pan tostado. De lo que no estoy
tan seguro es de que mi Virgi vaya a ir a prepararse tostadas allá arriba cuando,
por mor del destino, algún día fenezca… porque es muy mala.
Me levanté y me dirigí a lo que yo llamo “el
laboratorio”, mi flamante y enorme cocina.
Allí estaba mi contraria saboreando un café oscuro
y bien caliente en uno de los vasos nuevos.
Di un beso a mi cari como viene siendo habitual
después de más de treinta años cada amanecida y me sorprendí al ver cómo sorbía
café calentito de uno de los vasos adquiridos un par de semanas atrás.
-¿Y eso?- dije. ¿Y tu vaso?
-No se -dijo ella encogiéndose de hombros-. He
cogido este no sé por qué.
La experiencia de saborear ese primer café del día
en uno de los vasos nuevos debió satisfacer a mi compañera de alegrías y
sinsabores porque a la mañana siguiente repitió el gesto. Después, se puso
guapa y marchó al tajo, a enseñar a los
chavales a manejar la sintaxis y las rimas y las prosas y toda esa… Bueno, todo
eso.
Me tocó fregar los cacharros depositados en el
fregadero, como suelo hacer cada día a media mañana.
Una vez secas las cucharillas, los vasos y el
plato de las tostadas, abrí el armario a fin de recolocar cada cosa en su sitio.
Fue entonces cuando lo vi.
Allí estaba. Sereno. Demasiado sereno. Sentí una
suerte de conmiseración y tristeza, de compasión y misericordia.
Lo cogí y lo contemplé a la luz de la cortina del
patinillo a medio descorrer. En la base, perfecta y extrañamente dibujada,
podía verse una grieta. El vidrio exhibía una herida irreparable y letal que se
había producido en el silencio de la noche.
Se me vinieron a la mente los versos de la canción
de muerte de los viejos guerreros Manitobas de Canadá.
“Oh, Manitú,
dame tu mano
y llévame contigo a las praderas,
a cazar a tu lado eternamente
y a escapar de esta vida que me quema”.
Llevo
desde ayer pensando qué voy a hacer con el viejo soldado. No se merece
desaparecer en la verdosa oscuridad del contenedor de vidrio, no. Desde luego
que no.
Ya
se me ocurrirá algo.
De
momento está junto a la cesta de las naranjas, bajo a la ventana, donde la luz
del sol le saluda cada mañana.
Y
contemplo esa maldita grieta.
Y
maldigo el momento en que se produjo.
Y
pienso que, de alguna manera, así es como a los vasos, se les rompe el corazón.