Esta historia está basada en hechos reales.
La
comandante Virgi se dispone a encerrarse en su camarote no sin antes
cerciorarse de que el servicio queda convenientemente dispuesto y de que las
órdenes han sido recibidas y adecuadamente entendidas.
Mientras se
recuesta en el catre procede a la rutina habitual de inquirir acerca de los
protocolos previos a la inminente desconexión.
-¿Has
echado la llave, Pedro?
-Sí, mi
comandante. Quiero decir, Virgi.
-¿Te ha
dicho el niño si hay que llamarlo temprano?
-Afirmativo.
-¿Qué?
-Que sí.
-¿Luces
apagadas?
-Luces
apagadas, señor.
-¡Pedro!
¡Déjate ya de tonterías que es muy tarde!
-¡Entendido,
señor! ¡Pasamos a navegación nocturna!
-¡Joder!
La
comandante me da un besillo ahín “muacsh” y se da la vuelta.
En unos
minutos todo es silencio en el “USS IOWA”.
Me ha
gustado el nombre.
Los motores
apenas se oyen y el suave murmullo del oleaje no hace sino adormecer gratamente al resto de la
tripulación, básicamente, un servidor.
El
reverendo capitán Wilkins (yo también) termina de hacer sus oraciones y ruega
por otra noche sin novedades de importancia a bordo, por una sociedad más justa
e igualitaria, por la salud de nuestros amigos y familiares más directos (y por
la de algunos de los indirectos a los que les ha tomado cariño), y cierra al
fin los ojos buscando esa paz interior que repara, recompensa y renueva a los
buenos soldados y a los grandes marinos.
Arriba, en
el puente, delante de la pantalla del radar, inconsistentes y difusos destellos
en tímida luz verdosa mantienen
despierto y alerta al cabo Warren (obviamente, yo también). No obstante, parece que ninguno de esos leves
destellos supone amenaza alguna de consideración.
Pasan un
par de horas.
Hace calor
a bordo.
Las aguas
del Pacífico son cálidas y en estas noches de Mayo el sueño es difícil de
conciliar.
El cabo Goodman
(yo, de nuevo) comienza a revolverse en el catre a escasos centímetros de la
comandante Virgi que duerme como una bendita. Anoche se tomó dos o tres
valerianas y un “Zaldiar”. Una antigua lesión de guerra y algo de artritis la
mantienen pegada a ese tratamiento. La
comandante, no obstante, mantiene esa
belleza serena y seductora que, tras veintisiete años en el servicio, no ha
hecho sino incrementarse y adquirir nuevos e interesantes matices.
Pero el
cabo Goodman no ha tomado nada y el
calor empieza a hacerse cada vez más incómodo. Aparta las sábanas y estira las
piernas dejando caer la izquierda fuera del camastro.
Los minutos
se hacen eternos en esta duermevela intensa y dramática.
Y es
entonces cuando saltan las primeras alarmas.
Arriba, en
el puente, el cabo Warren no da crédito a sus ojos.
Un poderoso
destello verde se acerca a velocidad endiablada hacia el centro de la oscura
pantalla circular.
Se avecina
tormenta.
-¡Ñññññiiiiiaaaaaaaaaaaoooooo!
La primera
pasada sobrevuela al “IOWA” y despierta a la mayor parte de la tripulación,
estrictamente hablando, un montón de “yos”.
Corro hacia
el puente a medio vestir y tratando de no perder la compostura.
-¿De qué se
trata, Warren?
-¡No lo sé,
señor! Al parecer se trata de un mosquito.
-¿No estaba
de guardia “Raid”?
Recordaba
haber visto, junto a la cabecera de la cama de la comandante Virgi, el piloto
rojo del escudo anti-mosquitos.
-¡No,
señor! Esta noche estaba “Johnson”.
-¿Johnson?
Johnson era
muy bueno y hasta ahora no había fallado ni una sola noche. Después del fallido
intento de aquél italiano –“Mercadonna” creo que se llamaba- la opción
“Johnson” había demostrado ser la mejor durante un buen montón de años.
Pero esta
vez, el enemigo era un individuo tan temido como peculiar.
Esta noche estábamos siendo atacados por el inefable y letal “Mosquito Banzai”.
Esta noche estábamos siendo atacados por el inefable y letal “Mosquito Banzai”.
El
reverendo Wilkins llega al puente y contempla la expresión desencajada en el
rostro de los presentes.
-¿Qué pasa?
-Ataque
enemigo, señor –le digo.
-¿Es grave?
Asentimos
con un sincronizado movimiento de cabeza.
-¿No será…?
Volvemos a
asentir.
-¡Santo
Dios! –exclama. Y se persigna.
El
“Mosquito Banzai” vuelve a sobrevolar la nave. Se siente el primer impacto.
El segundo
me lo doy yo mismo intentando aplastar al muy miserable, que se me ha posado en
toda la cara.
“Banzai”
escapa indemne.
Agarro el
extremo de la sábana y me cubro hasta el occipucio con ella. Tan solo el borde
superior de la oreja izquierda sobresale de la protección de las mismas.
El
“Mosquito Banzai” da el primer mordisco.
Calculado.
Exacto.
Despiadado.
No hay
humano sobre la superficie de la tierra capaz de rascarse en condiciones el
puto lóbulo de la oreja.
Y “Banzai”
lo sabe.
Trato de
rehabilitar el “escudo antimosquitos-opción sábana” hasta el límite superior de
mi oreja dañada. Y trato sin demasiado éxito de aliviar el picor que va siendo
considerable.
La cosa parece
que no puede ir peor.
Pero sí.
La
comandante Virgi, con toda esa belleza serena y seductora que, tras veintisiete
años en el servicio, no ha hecho sino incrementarse y adquirir nuevos e
interesantes matices, se gira en la
cama, la muy cabrona, y me quita la
sábana sin la menor consideración.
-¡May-Day! ¡May-Day! – comienza a gritar Warren-. ¡Nos hemos
quedado sin cobertura! ¡May-Day!
¡May-Day!
Se masca la
tragedia.
“Banzai”
aprovecha para atacar de nuevo sobre la segunda superficie más conflictiva
de un ser humano a la hora de tener que rascarse: las articulaciones de los
dedos de la mano. No se puede ser más hijoputa.
Suelta dos
andanadas simultáneas y destructivas.
En ambas manos.
Ahí.
¡Pa joder!
Mira que
hay sitios pa morder. Pero no. El mosquito sabe que ahí no te puedes rascar.
Especialmente si tiene las dos manos ahín, picoteadas con saña criminal y
homicida.
Entrecruzamos
las miradas.
Warren,
Goodman, el reverendo Wilkins y dos o tres “yos” más sabemos que hay que tomar
una decisión drástica: sacar la artillería pesada (la zapatilla) y responder al
ataque sin la menor piedad -lo cual implicaría despertar a la comandante Virgi
y enfrentarnos por tanto a un consejo de guerra- o abandonar la nave.
La
elección no nos lleva más de un par de segundos.
Sincronizamos
nuestros relojes.
En un
minuto estamos arriando los botes.
Dejamos a
la comandante roncando suavemente.
Muy suavemente.
Ella no
ronca.
¡Vamos! Si
acaso… suavemente.
Y nos
alejamos del “USS IOWA “ en dirección al salón.
Ahí no se detecta
peligro alguno.
Pongo la
tele.
Hay un
fulano haciendo gilipolleces con una sartén de cobre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario