domingo, 4 de mayo de 2014

Nos vamos de boda.


Las bodas, al contrario que las natillas, no a todo el mundo le gustan.
Yo, para ser sincero, las considero fascinantes. Me refiero a las  bodas, no a las natillas, que también lo son, pero a su manera, y que por su escasa variedad en la oferta (con o sin galleta) no merecen, de momento, un análisis especial.
Una boda recrea ante el espectador un universo de sensaciones.
Una boda saca lo mejor y lo más especial de cada uno.
Una boda es un acto sublime y extraordinario.
No hay nada mejor en este mundo que el hecho de que te inviten a una boda.
Recibes la invitación, ese pedazo de cartón, soberbia y atractivamente decorado, cuyo diseño suele ser unas veces cursi y otras hiperflorido, pero  no tienes tiempo de apreciarlo en toda su belleza porque ya estás mirando el número de cuenta del Santander Central Hispano o de La Caixa o del Transat United of Caiman Islands que venía en una “tarjetita” ( a esta se le suele llamar “la tarjetita de los cojones”) algo menos florida, y has empezado a hacer cuentas mentales de lo que le vas a ingresar a los contrayentes. Diecisiete euros te parece poco, y más o menos es lo que te queda si vas a tener que ir a Salamanca o a Mondoñedo, o a donde quiera que sea el día quince y vas a tener que comprarte un traje nuevo porque eres un caso perdido, te has dejado, y con “el traje de las bodas”, que ya no te abrocha, vas hecho un payaso.

Y luego viene lo de “¡Joder! ¿El día quince? ¡Mierda!”
Porque una boda siempre cae el día que tenías planeado hacer algo divertido como una barbacoa en la casa de tu mejor amigo, que tiene piscinita y todo,  o una fiesta ibicenca en la playa de los Cárabos.
Tomas aire, te sosiegas, recapacitas…
Bueno. Después de todo, se casa Antonio. Es tu amigo. Con él has compartido incontables experiencias, noches de fiesta, viajes, secretos… Y que se case con Silvia, la chica de la que estuviste toda la vida enamorado como un idiota sin que te hiciera ni el menor caso, no quiere decir nada.
Bueno, quiere decir bastante, pero puede que ahora no sea el momento de recordar lo arrastrado que fuiste siempre.
Te sientas jugueteando con la tarjeta del código bancario en las manos y te pones a teorizar.
Que una pareja se quiera es bonito. Y si deciden unirse ante Dios o ante los hombres de forma más o menos solemne, pues mira, a otros les da por coleccionar tapas de petisuis.
Las ceremonias religiosas tienen su aquel, pero en lo que hemos avanzado verdaderamente es en las ceremonias civiles.
Recuerdo una ocasión en la que unos amigos se casaron en el ayuntamiento porque no querían “hacerlo por la iglesia” y resulta que les leyeron los Hechos de los Apóstoles, las cartas de San Lucas a los Adefesios y hasta les cantaron el Ave María; el de Shubertt, no el de Bisbal que, hasta cierto punto, habría sido más lógico.
Con otro amigo mío fui en cierta ocasión a hablar con el concejal que iba a oficiar su enlace civil en el ayuntamiento de la ciudad:
-Te puedo ofrecer una ceremonia larga o una corta –expuso el solícito concejal.
-Me haces la corta y me la abrevias –respondió mi amiguete.
Quizá fuera una premonición porque en pocos días mi amigo estaba tramitando el divorcio, esta vez no sé si en ceremonia corta o larga.
De todas formas, lo mejor de las bodas, obviamente, es la celebración, la fiestita, el… ya sabes.
Siempre he pensado que la participación de los hombres en las bodas obedece a una milenaria tradición de cazadores-recolectores.
Un soltero en una boda viene a ser, en muchos casos, como un neanderthal inquieto en un páramo abarrotado de mamuts. Hay un montón de “niñas monísimas” que no paran de ir de aquí para allá haciéndose fotos con el teléfono y él está a dos velas. Se ha gastado un pastón en el trajecillo y la corbata. Está –él lo sabe- guapo a rabiar. Sería una pena no acertarle al bicho en toda la trompa.

Los casados son otra cosa. Los casados hacen piña, especialmente después del vals, justo en el momento en que alguien anuncia que la barra libre ha empezado a funcionar. Hacen piña… y meten tripa.  Y recuerdan aquellos tiempos en que, cada vez que acudían a una boda, alguien les preguntaba con la sorna característica “¿Y la tuya para cuándo?” 
“¡Ah!” piensan para sus adentros. “¡Qué felices éramos!”.
Y lo piensan para sus adentros pero no muy fuerte porque están metiendo tripa.
Las señoras, creo yo,  disfrutan el doble que los hombres.
Porque a la excitación del hecho en sí, a la alegría y la felicidad que el singular acontecimiento provoca de forma más o menos lógica, se añade la vertiginosa y grandiosa experiencia de… vestirse.
No se trata de elegir el vestido más bello o el que mejor resalte sus naturales encantos. Se trata, además, de elegir algo especial sin que lo sea en exceso. Y, desde luego, algo que no haya elegido simultánea y vilmente alguna de sus amigas, o todas, que se han dado casos.
En cierta ocasión, andaba yo con mi contraria, de escapadita romántica en Ronda. El calor –la calor, como allí se estila decir- era agobiante. Las campanas de la iglesia de Santa María la Mayor estaban a punto de dar las doce y allá arriba de la cuestecilla se arremolinaban inquietos los elegantísimos invitados a una boda de tronío.
Acabábamos de visitar la iglesia y bajábamos hacia el hotel cuando vimos a una chica con un modelazo gris de nohequé con tocado de nohecuántos y taconazos vertiginosos que no impedían, no obstante, su garboso ascenso hacia el templo.
-¡Que guapa va! –exclamó mi Virgi.
-¡Y que original! –añadí por mi parte.
Cuando al cabo de unos minutos vimos subir a la segunda chica, un escalofrio mortal nos sacudió la espalda. Mismo modelo… mismos zapatos… mismo tocado de nohequé…
No hizo falta decirlo. Virgi y yo, simplemente nos miramos y nos dimos la vuelta para reiniciar el ascenso en pos de la segunda top model.
Una vez arriba, la escena que contemplamos bajo los  centenarios soportales del hermoso templo rondeño fue inolvidable. El silencio… las miradas… Se podía oir el latido de los corazones. Solo faltaba el “Directed by Quentin Tarantino”.
Lo cierto es que estos meses primaverales vienen cuajados de bodas y de historias de amor y hay que vivir con ello como con las alergias, que también vienen por las mismas fechas y son casi igual de entretenidas.
Espero que nos veamos en alguna boda cualquier bonito domingo de Mayo.

Por si tenéis duda, yo soy el calvo del traje negro que  hace piña y mete tripa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario