sábado, 12 de mayo de 2012

El sueño de una tarde de verano.

Son las cinco de la tarde y el aire acondicionado de mi salón emite un levísimo zumbido, por otra parte, muy tranquilizador y relajante. En la calle treinta y muchos grados, en casa, veinticuatro por decreto, ni uno más, ni uno menos.
En la tele, Nícolas Keich se esfuerza por endiñarle una somanta de hostias a unos malhechores que no saben que no lo pueden matar porque él es como una especie de zombie en moto y por lo tanto ya está muerto. Cambio de canal. Aparece Nicolas Keich con muy mal aspecto fumando como un poseso. Es casi peor. Decido apagar la tele, no sea que vuelva a cambiar y salga otra vez Nicolas Keich vestido de lagarterana o de sargento de la Cruz Roja. No sé si podría soportarlo.
Me inclino por continuar la siesta. Mis ojos atraviesan su momento coreano cuando oigo a mis chavales que se preparan para irse a la playa. ¡A las cinco de la tarde! ¡En pleno exterior!
¿Es que están locos?
Parece que los lleva Luis, de dieciocho años, con coche. ¡Qué tiempos!
Terminan de meter en sus bolsos o sus mochilas todos los cacharritos; el “aifon”, el “emepetrés”, una “pleisteison” chiquitita que se ve en 3D, y un bote de crema de protección noventa y siete o por ahí. Si te embadurnas la mano con esta porquería, hasta la puedes meter en el horno un rato y ni te enteras. Y si un día te equivocas y se la pones a los espaguetis no hay cojones pa gratinarlos ni en siete horas.
Me dan un besillo y se marchan.
Ahora sí. Cierro los ojos y al ratito yo también estoy haciendo los preparativos para irme a la playa.
Debo tener como unos seis añitos. Mi madre me ayuda a ponerme mis sandalias de plástico blanco que dice ella que me protegerán de mancharme con el alquitrán que, a veces, aparece por la Bocana. Me parece que ya está todo. Mmmmm! Veamos. Falta algo. ¡El rosco! Tengo un rosco que es la envidia de los demás chavales. Es de puro caucho. Azul. Flota que es una maravilla. Lo único es que, para inflarlo, hay que tener a mi padre como unas dos horas soplando como un maldito, y que no es muy suave que digamos, raspa un poco; nada más dos o tres chapoteos y ya tengo los sobacos para la UVI.
También he metido en la maleta del coche, mi cubo de coger cañaillas y una pala verde. Es que soy muy profesional para lo mío.
En el Citröen 2CV de mi padre nos metemos los siete y en nada más que tres cuartos de hora (mi padre era un loco al volante) ya estamos en La Bocana.
He llegado algo acalorado pero feliz. Mi padre ha sido muy comprensivo cuando he vomitado encima de mi hermano pequeño y hasta ha parado el coche para que saliéramos a orinar mientras lo limpiaban.
Al llegar a la playa, parece que hay montado un pequeño campamento al que nos sumamos. Los mayores hacen como he visto que hacen los indios en “Sesión de tarde”, ponen los carromatos en círculo; digo yo que será por si nos atacan los comanches de Beni Anzar y nos quieren vender espárragos.
En la playa, los chavales nos desparramamos y saludamos a primos, primas y demás amiguitos. Yo exhibo mi rosco de caucho azul con cierta vanidad. Alguien decide “hacer un agujero”. ¡Que original! Llevamos todo el verano “haciendo agujeros” en la playa.
 Las mamás se ponen a preparar la comida.
Los papás intentan “montar el toldo”. Montar el toldo es una actividad que consiste en cubrir dos o tres casetas de lona a rayas con una gigantesca lona blanca que debe sujetarse al suelo por medio de cuerdas y estacas de hierro a las que llaman “vientos” y “piquetas”, con el fin de incrementar la zona de sombra bajo la cual ponerse hasta el jander de sardinas a la plancha y otras delicatessen tales como filetes empanados y tortilla de patatas.
Además, el asunto de las cuerdas es entretenido porque, a intervalos más o menos regulares, siempre hay un chiquillo que se da un talegazo en el suelo después de tropezar con alguna. La mercromina rula que es un gusto.
A propósito, ¿sabrán mis hijos lo que es la mercromina?
Las mamáes o mamases (se puede decir de las dos formas) esporádicamente acercan a los abnegados papáes o papáses, vasillos de sangría fresquita para paliar el tremendo esfuerzo de asegurar el maldito toldo ante un viento bucanero que, insistente y procaz, se empeña en ponerles la tarea difícil.
A la hora de comer el toldo está fijo y asegurado. Los papis son los que se tambalean preocupantemente.
Llega el momento de meterse en el agua. Vuelvo a exhibir el rosco de caucho con orgullo manifiesto. Pero nadie quiere nadar. Se han puesto todos a coger coquinas y como hay que hundirse un poco para escarbar en el fondo, el puto rosco no ayuda gran cosa, antes bien, se ha convertido en un auténtico coñazo. Y me roza.
A las dos, despiertan a los padres y comemos.
Después  de la comida viene lo peor. Como alternativa al baño, alguien saca unos “Juegos reunidos Geyper”, la estafa más grande que la historia haya conocido. Todos queremos meternos en el agua porque hace un calor de muerte pero estamos en los años sesenta y en los años sesenta, después de comer hay que “hacer la digestión”. El capullo que ha sacado esa mierda de los parchíses de cartón nos recuerda que “a fulanito le dio un corte de digestión y se murió”.
 Y el aburrimiento ¿qué? ¿Eso no mata?
Dos horas y media más tarde, por fin dejan que nos metamos en al agua.
¡Que felices éramos!
El regreso era un disloque. Casi de noche, nos quitaban la tierra de los pies, uno por uno, y nos metían en el coche. Ese Fernando Alonso que tenía yo como padre, nos llevaba de vuelta a casa en tan solo cincuenta minutos.
Por la noche, una sopita de Avecrem, un viaje de gasolina en los pies para quitarme el alquitrán que, misteriosamente, las zapatillas de plástico blanco no habían conseguido evitar, y una buena dosis de Nivea en los sobacos para aliviar el tremendo escozor producido por mi absurdo rosco de caucho azul... rasposo. 
En la cama, descanso con los brazos bien abiertos y los ojos muy cerrados.
Oigo desde el dormitorio, la sintonía de “Los Invasores” en la televisión del salón.
Alguien se acerca a mi cama y me arropa.
Puede ser mi padre. Puede ser mi madre.
Es mi hija. Ha vuelto de la playa.
Me despierta con un beso.
-Papá, ¡vaya siestecilla te has pegado! Se estaba en la playa divinamente. Voy a ducharme que me voy a una moraga. Vendré tarde. No me esperéis despiertos.

2 comentarios:

  1. Como todo lo que escribes, papá genial ^^ Y si, si sé lo que es la "mercromina". Tendría que ser un show verte dando tumbos por La Bocana y la Jefa y el Jefe evitando que te escoñes, fijo. ^^

    ResponderEliminar