Muchos melillenses asociamos nuestra vida al mar, nuestros recuerdos más felices vienen del mar y van al mar. Y la vía por la que esos recuerdos fluían era el puerto, ese puerto que, día a día se nos va hurtando a los paisanos, se va cerrando y mercantilizando, “modernizando”, ocultando…
Pero los recuerdos son como las aves: si no tienen de qué alimentarse, emigran. Es formidable adquirir nuevos conocimientos, abrirse al mundo y admirarse ante este futuro tan apasionante que nos aguarda, pero no podemos ni debemos olvidar todas esas experiencias que, a lo largo de nuestras vidas, han forjado nuestro carácter y le han dado ese color característico a la vida de cada quién.
Mis recuerdos, como los de gran parte de mis vecinos (estoy seguro), empiezan con un paseo por el puerto, de la mano de mi padre, o de mi abuelo. En esas mañanas dulces de los inviernos de antaño, gustábamos del paseo al borde del cantil, sorteando, eso sí, cajitas de aparejos, bolsitas con caracolillos, sardinas o masilla, y cubos de colores azules y rojos, pocas veces llenos de pescado, pero siempre de esperanza; de esa mezcla de esperanza y de paciencia que parece que Dios creo para los pescadores.
Tarde a tarde, mañana a mañana, terminabas por aprenderte los nombres de tus favoritos. Uno de los míos era Sebastián, el afilador. Con su “Mobilette” roja siempre a mano y su sombrero de fieltro negro, era una estampa inconfundible, solemne, legendaria. Desde que pasaba junto a la garita de la Compañía de Mar, intentaba localizarlo. –Allí lo veo, Perico. – decía mi padre. Y allá que íbamos a su encuentro. Nos situábamos a diez o doce metros; una prudente y respetuosa distancia. El maestro pescaba. Y a la luz de este sol africano que en los crepúsculos estivales le concede a los seres y los objetos una casi sobrenatural grandeza, la imagen de Sebastián, con su pequeña y remendada caña, con Melilla al fondo y el olor y el sabor del mar impregnándolo todo, se ennoblecía. Ya no era Sebastián, era historia pura, era un hombre sumergido en ese mar que nos rodea, nos alimenta, nos inspira, nos da paz y nos comprende.
Con el tiempo, aprendí que el puerto ofrecía bajo la mágica luz de su faro y con la calidez de su piedra oscura y confidente, ese romántico rincón que tantas y tantas historias de amor ha presenciado, con esa callada y tranquila complicidad que solo la piedra y el mar (siempre el mar) ofrecen a los niños, los viejos y los enamorados.
En el puerto hemos empezado a caminar, hemos jugado, hemos soñado, hemos aguardado en los días de temporal el regreso de los nuestros, y hemos llorado abrazados a quienes partían llenos de esperanzas y proyectos.
En el puerto hemos fraguado amistades, hemos desencadenado historias, hemos olvidado penas, hemos aprendido a vivir, hemos amado, y hasta hay quienes no concebimos nuestra vejez sin contemplar la posibilidad de llevar de paseo, quizá a media tarde, algún día de esos bellísimos Septiembres nuestros, sorteando cubos azules y rojos, a un pequeño nietecillo de remolino en la frente y mirada inquieta, buscando entre las cañas la imagen serena y satisfecha de Paco, de Bartolo. . . o de Sebastián.
Leerte es volver a vivir, con una nostálgica emoción. Gracias Pedro, eres grande.
ResponderEliminarGracias por tu escrito, recordar aquellos años lejanos de mi niñez...
ResponderEliminarGracias a Ricardo que te ha publicado en feisbu y te he encontrado..
Yo tengo un recuerdo (entre otros), el paseo hasta el despacho de mi padre en la estación marítima. Allí me sentaba frente al mejor ventanal que haya visto en mi vida mientras mi padre despachaba y firmaba papeles incansablemente. Yo miraba los barcos y la gaviotas y de vez en cuando tenía la suerte de recibir alguna muestra publicitaria de las que había por ahí. Me hacía mucha gracia, y me llenaba de orgullo, oir a todo el mundo llamarlo "Don Luis". Total, era Papá.
ResponderEliminarQueda en mi recuerdo aquellas tardes de domingo, paseando con los abuelos por el muelle, gente pescando, gente escuchando los partidos en la radio, gente paseando.... ese puerto con vida.
ResponderEliminarGracias Pedro por traerme esos recuerdos.
Saludos Jose.
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